Al día siguiente, plantamos las verduras. Dos de nosotros hacen de centinelas y el resto introduce las plántulas diminutas en determinadas secciones de la tierra negra y blanda. Tomates, judías, melones…, todo tiene su sitio. Cualquier chasquido en el bosque nos sobresalta y damos respingos constantes hasta que John abandona su puesto y se acerca.
―Está todo bajo control ―dice con voz firme―. De todas formas, dudo que vayan a venir a plena luz del día. Esperarán a que oscurezca.
El verano está aquí, lo noto en lo fuerte que me pega el sol en la espalda, en el césped del jardín, alto y mullido bajo mis pies desnudos. Adrian solía decirme que tengo pezuñas más que pies, porque en cuanto hace un poquito de calor me quito los zapatos y corro descalza por cualquier terreno. Mis pies odian estar encerrados.
Nos lleva todo el día, pero ya está todo plantado y regado. Después de cenar, nos sentamos a la luz de la lámpara, esperando, vigilando y hablando bajo hasta que es hora de acostarse.
El siguiente es otro día espléndido, seguido de uno más. John nos tiene haciendo pequeños arreglos en la casa que podrían otorgarnos una ventaja si vienen (o cuando vengan) esos tipos. Nelly y yo nos turnamos para dormir en el granero con John, y estoy agotada y me pica todo de dormir en el heno.
Peter y Ana han estado trabajando mucho. Estamos todos cabreados, pero percibo cierta disminución de la rabia de los demás. De la mía no. Este es el único sitio seguro que tenemos y ahora parece tan peligroso como cualquier otro. Esta casa siempre fue mi refugio y me lo han arrebatado.
―Igual no vienen ―dice Penny con notable alivio en la voz al cuarto día y mira esperanzada a John.
―No, yo creo que vendrán esta noche ―contesta John, ladeando la cabeza como si pudiera oírlos.