CAPÍTULO 77

Cuando éramos pequeños, mi juego favorito era el del cazador. Era como el escondite en el bosque, solo que, cuando el cazador pillaba a los que estaban escondidos, estos se sumaban a la persecución de los que quedaban. El último que quedaba debía llegar a «casa» sin que lo atraparan. O quizá debería decir «la última», porque casi siempre ganaba yo. Creo que el juego me encantaba, en parte, porque era el único momento en que mis pies estaban firmes y mi respiración controlada. En el gimnasio del colegio y en el campo, siempre perdía la pelota, me daba el flato o llegaba la última, pero, en el bosque, sobre todo en el mío, no había quien me pillara. Me tapaba con hojarasca, me escondía en zanjas, me arrastraba por el barro…, todo me valía. Mi cuerpo sabía adónde iba y qué debía hacer, aunque solo fuera un juego.

Esto no es un juego, y hace años que no juego al cazador, pero sigo sabiendo adónde voy. El bosque no para de cambiar, pero la sensación general aún es la misma. El tocón grande, el pino al que le ha caído un rayo…, todos mis viejos amigos continúan aquí.

No hace más de cinco minutos que hemos salido de la casa, pero es tiempo de sobra para que el resto de los hombres haya urdido un plan. John y yo saltamos la zanja, pasamos por encima del cable trampa y por debajo del alambre de espino y llegamos al borde del jardín. El foco está vuelto hacia fuera, de forma que no vemos a nadie de los que están en la casa, a su espalda.

John detecta movimiento a la izquierda y señala; podría ser el tío que tenía a Ana. Se oye un golpe fuerte a la derecha, cerca del granero. Le hago una seña para indicarle que voy hacia allí. Asiente y se dirige a la izquierda. Llevo el pelo pegado a la cara y el corazón acelerado. Me detengo al oír voces. Vienen del lateral del granero, donde los árboles no dejan ver.

Me acerco con sigilo al abrigo de los frutales, que ya han perdido todas la flores y andan haciendo fruta. Los pétalos que aún alfombran el suelo amortiguan mis pasos. Hay dos hombres acurrucados junto al granero, pero los árboles me impiden ver.

―Larguémonos de aquí ―dice uno.

―Has oído los disparos de la carretera igual que yo ―replica el otro―. No hay adonde ir. Tenemos que tomar este sitio. Yo me cargo el foco y te cubro. Tú corre.

Aunque me muevo rápido, no llego a tiempo. Una figura enjuta se acerca de un salto. Se oye un fuerte estrépito y el foco se apaga. No veo al que se ha quedado atrás: mis ojos están tan habituados a la luz que no son de gran utilidad hasta que se adaptan a la oscuridad. Oigo pasos fuertes en el suelo de madera de la terraza, seguidos de una ráfaga de disparos. Cuando se me agrandan las pupilas, veo a James y a Penny delante de las puertas de cristal rotas y los destellos de sus armas.

El otro hombre sale corriendo. Lo persigo. Es corpulento y se abre paso por el bosque como un elefante. Oigo disparos a mi espalda. John. Caigo en la cuenta de que veo al hombre a unos seis metros delante de mí. El cielo ya no está oscuro y las estrellas han desaparecido. Pero, si disparo ahora, seguramente le daré a algún árbol y sabrá que estoy aquí.

Gira hacia la carretera, sin seguir su propio consejo de quedarse y aguantar la pelea. Por cómo avanza a manotazos entre la maleza, creo que no es consciente del perímetro que hemos hecho. Deben de haber venido por el caminito de entrada, del que habíamos retirado las latas para que no supieran que los esperábamos, y luego entrado en el bosque. Sé que lo puedo interceptar si me muevo deprisa. Además, me mantendrá apartada de su línea de fuego. El aire frío me abrasa los pulmones. Odio correr. Paso por debajo del alambre de espino, me detengo justo detrás de un árbol y espero.

Oigo ruido a lo lejos, a mi espalda, alguien que lo sigue también. Durante el segundo que me permito pensar, albergo la esperanza de que sea John. El hombre está más cerca: lo oigo gruñir. Mi respiración es tan fuerte que intento contenerla, a pesar de que sé que me va a oír igual. Sujeto fuerte con ambas manos el arma que tengo pegada a mi pecho agitado. Lo voy a pillar igual. Si se me escapa, le disparo por la espalda cuando pase de largo.

Pero no consigue pasar. Se oye un grito y una vibración metálica cuando choca con el alambre de espino y se le engancha la ropa y la piel debajo. Salgo de detrás del árbol y me pongo en posición de disparo. No me sorprende ver que es Neil Curtis. Ha soltado el arma y, con las manos, intenta desenredarse del alambre en el que está atrapado. Consigue zafarse, cae de culo y busca a tientas el arma.

―¡Alto! ―le grito.

Para en seco y me mira extrañado. Tiene la misma mirada que le vi en el control policial, perdida, salvo por un poco de maldad y mucha locura.

―Vale ―dice levantando la mano con una pequeña sonrisa espeluznante―. Tú ganas. Me voy y no vuelvo nunca más.

Piensa que no le voy a disparar porque soy mujer. Está tan acostumbrado a camelarse a las mujeres, aunque para ello necesite cuerdas y armas, que piensa que esta vez también lo va a conseguir.

―No, no te vas ―le digo, pero me tiemblan las manos.

Lo nota y se inclina hacia el arma que tiene a menos de un metro de distancia. Se me tensa el dedo que tengo sobre el gatillo y eso lo detiene.

―Ninguno de los vuestros ha resultado herido ―dice casi gimoteando.

Me dan ganas de reír. ¿En serio piensa que eso es lo único que importa? Hay un montón de heridos. Acabo de sacar a una de una furgoneta, apestando a porquería y a hombres. Pienso en las hijas de los Franklin y en sus padres, en Sam, en aquel cuerpecito del instituto, envuelto en una última mantita de material aislante. Niego con la cabeza y dejan de temblarme las manos. En mi interior, todo se detiene en seco, como si lo cubriera una capa de hielo.

Se percata y me susurra:

―Por favor. ―Por fin veo algo en su mirada además de maldad: miedo. Vuelve a susurrar, con la voz quebrada. Se humedece los labios. Oigo acercarse a la otra persona. Debo actuar ya―. ¿Por favor…? ―me suplica esta vez.

Le apunto al pecho, me lo pienso y levanto el arma unos centímetros hasta la cabeza. A fin de cuentas, es una especie de zombi.

―No ―contesto―. ¡No! ―repito, más alto esta vez, y lo miro a los ojos.

Parece que hace ademán de recuperar el arma. O a lo mejor es lo que me digo para ocultar la oscuridad que me inunda las entrañas, algo que se regocija de arrebatarle la vida a alguien tan terrible. Aprieto el gatillo.