CAPÍTULO 80

Cuando volvemos de deshacernos de los cadáveres, ya es por la tarde. Entre gruñidos y sudores, los hemos cargado en la furgoneta y John la ha conducido colina abajo mientras James, Peter y yo lo seguíamos. Hemos abandonado el vehículo en un antiguo prado que hay por la carretera principal. Pensaba que John querría enterrarlos, pero ha dicho que, en esos momentos, no le inspiraban sentimientos muy cristianos. Me he alegrado. Después, ya en casa, hemos enterrado a Laddie en el jardín.

Cuando vuelvo a entrar en casa, Nelly está solo en el salón, leyendo, pero tener que estar quieto lo está matando.

―Beth se ha despertado ―me dice con tristeza―. Ha empezado a trepar por el respaldo del sofá, para salir corriendo, hasta que se ha dado cuenta de dónde estaba.

―¿Y ahora dónde está? ―pregunto.

―La están aseando. Penny le ha propuesto lavarle el camisón, pero Beth ha dicho que no se lo iba a volver a poner, así que me parece que le están buscando ropa.

―No me extraña que no quiera volver a ponérselo. ―La sola idea de volver a vestir ese camisón, aun después de lavarlo, no es buena―. Habrá que ir a buscarle ropa mañana.

―Y cristales para las ventanas y las puertas ―dice John, que está comiendo algo junto al fregadero de la cocina―. Si estáis por la labor.

―Yo sí ―contesto, porque quiero salir de aquí, aunque eso signifique hacer una visita a los eleequis.

Beth y Penny entran en el salón cogidas de la mano. La niña lleva el pelo mojado y repeinado hacia atrás y mira nerviosa a todas partes. Le han puesto una de mis camisetas viejas, que le cuelga como un vestido. Se dibuja en sus labios un amago de sonrisa en respuesta a la mía.

―Hola, Beth ―digo―. ¿Te encuentras un poco mejor? ―Asiente con la cabeza―. ¿Tienes hambre? ―Vuelve a asentir―. Ven a sentarte a la mesa conmigo. Yo tengo tanta hambre que me comería un bisonte. ―Saco las cosas para hacer sándwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada, la compota de manzana, un tarro de melocotones y pan con hummus casero. Beth se sienta en una silla, con las piernecitas colgando―. Soy Cassie, por si se te había olvidado. ―Niega con la cabeza para que sepa que no. Nelly me dijo que tenía siete años, pero la veo pequeña para esa edad y no aparenta esa edad, sobre todo porque tiene los ojos como platos todo el tiempo, de miedo y de incertidumbre. Sonrío―. Vale. Voy a preparar un poco de todo y tú comes lo que te apetezca.

Sorbe ruidosamente los melocotones y un cuenco de compota, y luego se zampa medio sándwich en cuatro segundos. Abro frascos y unto pan para que pueda seguir comiendo y comiendo. Le hablo de la casa y de lo que hemos plantado en el huerto mientras ella lo absorbe todo muy atenta, con los ojos muy abiertos, pero cada vez menos recelosos según voy hablando, así que le cuento cómo hemos hecho la mermelada que se está comiendo y lo bobas que parecen las cabras cuando hacen cabriolas en el jardín. Cuando para por fin, le pregunto si le apetece ver el huerto.

Asiente pero vacila.

―No tengo zapatos.

Me quito los míos con los pies y meneo los dedos.

―¡Qué suerte! ¡Yo odio los zapatos!

Es la primera vez que sonríe de verdad en todo el día, puede que la primera en mucho tiempo.

Beth se mueve por la tierra caliente y el pelo se le va secando y adquiriendo un bonito color castaño claro con rizos en los extremos. No le hago muchas preguntas. En cambio, le hablo de cómo llegamos nosotros aquí, omitiendo las partes que dan miedo, claro, pero, cuando menciono que cruzamos el pueblo, interviene.

―Mi madre y yo estábamos en el instituto. Entonces voló por los aires justo cuando llegaban los devoradores. Los oí decir que lo habían hecho ellos. Fue entonces cuando nos cogieron, a mi madre y a mí.

Sé que me está hablando de Neil y compañía. Debieron de aprovechar la confusión. Me pregunto qué habrá sido de la madre, pero no digo nada. Me arrodillo y arranco un par de malas hierbas. La miro, aún de rodillas.

―Pasaríais mucho miedo…

Mira a otro lado.

―Sí ―contesta, y me dan ganas de abrazarla, pero me da que no le apetece un abrazo―. Los dos han muerto. Mis padres ―aclara, y se queda petrificada como una estatua, inaccesible.

Le tiendo una mano.

―Lo siento mucho, Beth.

Entiendo lo que es perder a tus padres, a los dos, pero no me imagino lo que debe de ser perderlos cuando aún no eres lo bastante mayor para quedarte sola.

Me pone una manita en la mía, pero sigue mirando hacia el huerto, hacia el bosque que forra el monte. «El tercio llano», como decía mi padre. Llora furiosa y se agita todo su cuerpo hasta la mano caliente que yo sostengo. No quiere que la vea llorar. A lo mejor, después de las últimas semanas, teme mostrarse vulnerable, confiarse demasiado y que vuelvan a hacerle daño. Eso sí que lo entiendo bien.