Por la mañana, me dispongo a pasar el anillo de la estrella a los vaqueros limpios. Cuando caigo en la cuenta de lo que estoy haciendo, paro y guardo el anillo en el primer cajón de la cómoda. Ya tomé la decisión en su momento y va siendo hora de que deje de autocompadecerme y acepte las consecuencias por mucho que me duela. Voy a la cocina y empiezo a hacer tortitas. Entra Penny con la leche de Flora cuando estoy dando la vuelta al primer lote. Se planta a mi lado y me apoya la cabeza en el hombro.
―Hola, señora ―dice. Sé que quiere hablarme de lo de Adrian, pero no lo hace―. Te quiero.
―Y yo a ti ―le contesto―. ¿Qué tal tu vida amorosa?
―Bien ―responde con prudencia.
―Pooor favooor. Resplandeces de amor y ni siquiera me lo quieres contar. He sido una superamiga de mierda y lo siento. No pretendía que pensaras que no me interesa.
Sonríe y enarca una ceja.
―¿Resplandezco?
Asiento.
―Resplandeces. Venga, siéntate, tómate una tortita y cuéntamelo todo.
Ya en el huerto, aún sonrío de lo colorada que se ha puesto Penny cuando me ha confesado que está enamorada de James y, mientras arranco una mala hierba tras otra, caigo en la cuenta de que me alegro muchísimo por ella. Eso me hace sentir un poco mejor, me produce la sensación de que no me he convertido en una persona completamente horrenda. Bits se arrodilla a mi lado y arranca las plantitas que está segura de que son malas hierbas.
―Hola, Bits ―le digo. Se le han multiplicado las pecas y hay color debajo de ellas, en vez de aquel blanco mortecino de antes―. ¿Qué tal has dormido?
―He tenido el mismo sueño, pero Peter me ha dado la mano hasta que me he vuelto a dormir.
Me río para mis adentros porque Nelly me ha hecho lo mismo a mí. He vuelto a ser una niña de siete años.
―¿Quieres contarme el sueño? A veces, si se lo cuentas a alguien, dejas de tenerlo, o por lo menos te asusta menos.
Le veo el miedo en los ojos. Luego asiente y habla tan bajito que tengo que acercar la oreja a su boca.
―¿Te acuerdas del juego que te conté…, ese de atar a la gente para…? ―Cabeceo afirmativamente y le cojo la manita―. Bueno, pues aquella vez que me obligaron a mirar fue después de que mamá intentara escapar conmigo. Y esa vez…, esa vez el cebo era mamá. Y eso es lo que sueño todo el tiempo.
Me deja de piedra. «¡Menudos cabrones!» Por un segundo, querría tener delante a Neil para volver a dispararle. Y esta vez me regodearía, aunque luego tuviera pesadillas. Llora desconsoladamente y yo la estrecho en mis brazos. Al cabo de un buen rato, se tranquiliza. Le cojo la carita con ambas manos y la miro a los ojos.
―Vamos a hacer todo lo posible por protegerte ―le digo―. Me crees, ¿verdad? ―Asiente despacio, algo asustada por la intensidad de mi afirmación―. Sabes que te queremos, ¿eh? ―Aunque haga solo un par de semanas que la conocemos, es así. Se encoge de hombros y mira a otro lado―. Te queremos ―repito, volviéndole despacio la cara por la barbilla―. Y me alegro muchísimo de que te encontráramos.
―Esa noche te produce pesadillas ―arguye.
―Cielo, este mundo produce pesadillas a cualquiera. Mis pesadillas serían peores si siguieras con ellos. ―Esboza una sonrisa y apoya su manita en la mía―. Quiero enseñarte una cosa ―le digo―. ¿Has leído alguna vez los libros de La casa de la pradera?
Niega con la cabeza.
―Los tengo…, bueno, los tenía, pero nunca los he leído. Mamá los iba a leer conmigo.
La miro con atención, pero su cara es de entusiasmo, no de tristeza.
―Yo aún tengo los míos aquí. Vamos a buscarlos.
Dudo mucho que hablar del horror que ha vivido vaya a impedir que siga teniendo pesadillas, pero ya la noto un poco más contenta. Y yo también lo estoy.