CAPÍTULO 96

El aparcamiento de las galerías comerciales de Radio Shack está sembrado de vehículos. Es como si alguien hubiera querido levantar delante del salón de manicura una barricada de bidones metálicos, alineándolos en tres semicírculos concéntricos debajo de los soportales. Sin embargo, no hay nadie en el aparcamiento y los ocupantes de los vehículos se fueron hace tiempo. Hasta ahora, aún no nos habíamos alejado tanto de la cabaña, pero Radio Shack es nuestra mejor apuesta para el material eléctrico que necesitamos.

―Eh, allí hay una tienda de recambios para automóviles ―dice James señalando por la ventanilla―. Seguro que ahí encontramos baterías marinas. Así ya no tenemos que volver a parar.

La tienda es una enorme isla cuadrada y situada en diagonal con las galerías comerciales en el mismo aparcamiento. Nelly mete una palanca entre las dos hojas de la puerta hasta que consigue abrirla. Todo está en su sitio. Supongo que a nadie le han hecho falta recambios de automóvil antes de que se acabara el mundo. Las estanterías del fondo están forradas de filas de baterías de coche y de barco.

―Esto es perfecto, tío ―dice James.

Nos relajamos. Aquí dentro no hay nada y solo hemos visto un eleequis por el camino. Pensaría que han muerto o se han descompuesto si no fuera porque Matt, el de Whitefield, ha informado de avistamientos de grupos grandes de contagiados caminando sin parar. Zeke ha debido de llegar allí ya, porque Matt también los llama «manadas».

―¿Queréis ir unos cuantos a por lo de Radio Shack? ―dice James―. Os podéis llevar el SUV y venir a recogerme luego. Ya llevo yo todo esto a la entrada. Peter, tú sabes lo que buscamos tan bien como yo.

―Alguien debería quedarse contigo ―tercia Ana―. Cass, ¿te quedas tú? ―añade volviéndose hacia mí.

Me encojo de hombros.

―Claro.

Voy a la entrada a por un carrito y los veo marcharse en el SUV a Radio Shack. James recorre los pasillos como un crío en una tienda de chuches, echando cosas encima de las baterías. Está mascullando no sé qué de una especie de controlador cuando veo moverse algo en el aparcamiento.

―James, acabo de ver algo. ―Echamos a correr hacia los ventanales de la entrada. Ana está echando cajas y bolsas a la zona de carga de la camioneta mientras Nelly vigila―. Perdona ―le digo―. He visto una de las bolsas y no sabía lo que era.

―Más vale prevenir que curar ―contesta dándome una palmada en el brazo.

El segundo carrito no tarda en rebosar y James lo revisa todo con ojos soñadores.

―De niño, montaba radios. Igual deberíamos acercarnos a Radio Shack, por si hubiera algo más que me pueda valer.

No me importaría. Empieza a incomodarme que nos hayamos dividido. Me sudan las manos dentro de los guantes de cuero y solo quiero cargar el SUV y marcharme.

Oigo el grito al mismo tiempo que veo la masa de figuras harapientas. Nelly, Peter y Ana están de espaldas al escaparate roto del salón de manicura, dentro del semicírculo de bidones metálicos. Empieza el tiroteo y caen los contagiados, pero decenas de ellos siguen avanzando.

Esos bidones metálicos son lo único que impide que los avasallen. Hay un hueco en ambos extremos del semicírculo, donde los bidones no tocan la pared, y los contagiados se cuelan por ellos como coches en un embotellamiento. Nelly intenta mover uno de los bidones, pero deben de estar llenos, porque ni se inmuta.

James y yo entramos corriendo en el aparcamiento y disparamos desde detrás de un coche. Nos cargamos a los rezagados, pero no a los que están más cerca de nuestros amigos, por miedo a que alguna bala perdida alcance a los nuestros. Han soltado las armas descargadas y van eliminando a cuchilladas a los que llegan, uno por uno.

Ana grita. Se estampa contra el cristal agrietado del escaparate del salón de manicura y hace un esfuerzo por erguirse. Vislumbro unas manos a la entrada del salón, enredadas y retorcidas en su coleta. Nelly les clava el machete, pero tiene que girarse para eliminar al siguiente eleequis que se ha colado por el hueco y se dirige a él. Peter tampoco da abasto. Corta un cuello y aparta el cadáver de un empujón, pero en cuestión de segundos llega otro.

A Ana se le tensan los tendones del cuello mientras forcejea y pelea. Le veo cara de desesperación y, lo que es peor, de cansancio. Alguien tiene que liquidar a los eleequis que se han colado en el salón de manicura.

Me vuelvo hacia James.

―Voy a por el que está atacando a Ana ―le digo.

Asiente. Recargo mi revólver y le paso la nueve milímetros. No me molesto en esconderme. Corro lo más rápido que puedo a la parte posterior del edificio. La puerta trasera de cristal del salón de manicura está cerrada con llave. La reviento con mi carnicero y retiro a golpes los bordes dentados.

Salto por encima de los frasquitos de esmalte tirados por el suelo del almacén y paso a la tienda. En la pared de la izquierda hay una fila de sillones de pedicura y a la derecha una de mesas de manicura. Hay dos eleequis junto al escaparate, estorbándose el paso el uno al otro, que debe de ser la única razón por la que Ana aún sigue en el otro lado. Tiene una punta de cristal debajo de la espalda y cada vez que la roza se yergue como un resorte, pero no va a poder seguir haciendo eso eternamente.

Me paso el carnicero a la mano izquierda y saco el revólver. No veo el eleequis que se me viene encima hasta un segundo antes de que me tire al linóleo y caiga sobre mí. Respiro con dificultad y el revólver se desliza por el suelo. No me puedo levantar. Debe de pesar por lo menos noventa kilos, pero consigo encajarle el mango del carnicero debajo de la barbilla. Da mordiscos al aire a escasos centímetros de mí. Unos hilillos de sangre coagulada le caen del labio inferior y me encharcan la pechera. Me tiemblan los bíceps de aguantar cada embestida. Puedo resistir dos más, quizá tres, y luego esa boca podrida y asquerosa hará blanco en mi cara o en mi cuello. Dará lo mismo dónde, porque, para el caso, habré muerto igual. Un súbito ataque de puro pánico me proporciona el subidón que necesito. Grito del esfuerzo mientras me zafo de él rodando hacia un lado.

Repto marcha atrás y me pego en la cabeza con una de las bañeras de pedicura. Experimento un fundido en negro momentáneo, hasta que unas manos me agarran de la bota y empiezo a deslizarme. Me sujeto al borde de la bañera y me lío a patadas. Oigo un chasquido cuando le parto la mandíbula con el pie. Eso lo tumba, pero enseguida se pone de rodillas. No es justo que no sientan el dolor, que no paren nunca, que no se cansen ni se asusten ni se queden sin aliento. Con un gruñido sibilante, alarga la mano para atraparme.

―¡Ni hablar, cabrón! ¡Hoy no! ―le replico con la misma furia.

Agarro el carnicero como si fuera un ariete y le asesto un fuerte golpe lateral con la parte plana, por debajo de la barbilla. La hoja le rebana limpiamente las vértebras y se desploma. Patino en el fluido viscoso de su cabeza cercenada y resbalo hasta el escaparate donde Ana reparte puñetazos a ciegas a su espalda. Los dos eleequis le muerden los brazos forrados de cuero, pero la manga protectora cumple bien su cometido. El escaparate roto le protege la cabeza y cada vez que los contagiados intentan devorarla, se hacen cortes profundos, sin sangre, en la cara.

A mí no me han visto. Vuelvo el carnicero por el lado de la punta metálica, lo pongo a la altura del bulbo raquídeo del primero y se lo clavo. Lo saco de un tirón. El otro deja a Ana y viene a por mí. Le clavo el carnicero en el ojo con más fuerza de la que habría hecho falta. Ana se gira enseguida, aterrada y aliviada, y sube de un salto a los bidones, soltando por la boca una retahíla de improperios.

―¡Cabro! ―dice, clavándole la pica en lo alto del cráneo a un eleequis―. ¡Nazo! ―termina al clavársela al siguiente con un gruñido. Le da la vuelta a su carnicero y decapita a uno.

Va dando brincos por los bidones, clavando la punta del carnicero en cabezas y ojos y sacándola de nuevo. Concluye el recorrido en el lado de Peter y da media vuelta hacia el de Nelly, que sostiene el machete por la empuñadura con el último contagiado empalado en el otro extremo. El eleequis lleva el cuero cabelludo del revés, le falta media cara y se le ven los dientes. Agita los brazos y forcejea con las manos. Parece inconsciente, o solo es consciente de nuestra presencia, que resulta igual de aterrador.

James, que ha ido avanzando despacio y matando eleequis por la espalda, se acerca y le hunde el cuchillo en el cuello con un chasquido. El contagiado se desliza del machete de Nelly y cae al suelo. Cuando salgo del salón de pedicura, Ana corre a mis brazos. Más que abrazarnos, nos sostenemos la una a la otra.

―Gracias ―susurra.

Siento de pronto todo el miedo que he estado conteniendo y trago fuerte.

―No, ¡gracias a ti! Tanta carrera por el bosque por fin ha servido para algo.

Ana ríe a carcajadas. Evaluamos los daños. Hay eleequis en el aparcamiento, pero casi todos están amontonados a nuestro alrededor. Nos subimos de un brinco a los bidones para no pisar a los contagiados o, peor aún, meter el pie en alguno de ellos, y volvemos a la cabaña casi volando.

 

Nos hemos limpiado bien a manguerazos y nos hemos duchado. Nuestra ropa y nuestros protectores están a remojo en un cóctel de detergentes al que dudo que haya virus capaz de sobrevivir. Ana se ha duchado la última y, cuando por fin entra en el salón, pasándose una mano por el pelo mojado, nos quedamos de piedra. La melena larga de color castaño que solía plancharse con infinita paciencia ha dado paso a una melenita corta, por la barbilla, y aún más corta por la nuca. Nada la va a volver a agarrar del pelo. Procura fingir naturalidad, pero está nerviosa.

―Me encanta ―le digo―. De verdad.

Le resalta los pómulos y el cuello de cisne. Parece mayor, más sofisticada. Sonríe, pero se tira de las puntas como si quisiera alargárselo mientras todos murmuran su asentimiento. Peter se la queda mirando y yo lo miro a él y le hago una seña con la barbilla para que diga algo.

Traga saliva.

―Estás preciosa.

Ana sonríe de oreja a oreja y me doy cuenta de que era la reacción de él lo que más le preocupaba, pero, a juzgar por la cara de él, no tiene nada que temer.

Penny está boquiabierta.

―No me puedo creer que te hayas cortado el pelo. No me malinterpretes, te queda genial, pero me cuesta creer que… ―Se interrumpe, meneando la cabeza.

―Prefiero seguir viva a tener un pelo bonito ―replica Ana.

―¿Quién eres tú y qué has hecho con mi hermana? ―pregunta Penny y, sonriente, se acerca a tocarle el pelo a su hermana, maravillada.