CAPÍTULO 97

Bits arranca hojas de albahaca de los tallos bajo el tutelaje de Peter, que está haciendo una especie de pesto. En un plato hay tomates, rociados de queso de cabra desmigado. Sus cenas siempre son muy elaboradas y antes de que termine ya estamos todos pululando por la cocina, como perrillos hambrientos. Pongo la mesa y saco una botella de vino que hemos encontrado. No hay mucho vino, pero esta cena hay que acompañarla de algo especial. Además, John está elaborando un vino de fresas en su sótano.

―¡Qué bien huele ahí dentro! ―dice Nelly olisqueando a través de la mosquitera de la puerta de atrás. Ha estado cavando y va cubierto de tierra hasta el último centímetro de su ser―. Pete, igual algún día podrías enseñarme a cocinar.

Peter se inclina hacia la puerta y ríe. Ya no le importa que Nelly lo llame Pete.

―Lo bañarás todo en salsa barbacoa.

―Tú lo has dicho ―contesta Nelly―. Soy texano.

Deja fuera las botas pringadas de barro y se dirige al baño. La mesa está bonita con las copas de vino, y eso me hace pensar.

Cuando ya se han sentado todos, me levanto de un brinco.

―¡John, se nos ha olvidado mirar los tomates de tu huerto hoy! ―exclamo y me llevo la mano a la boca―. Ayer ya estaban a punto de reventar.

John me mira con calma, sin duda pensando que exagero.

―Bueno, pues lo dejamos para mañana.

―¿Y si mañana ya están pasados? ¿Vamos a desperdiciar toda esa comida? ¿Y si esas horas son cuestión de vida o muerte?

Me parece que me he pasado con el melodrama, pero creo que nadie sospecha. Me planto detrás de la silla de Nelly y le doy un golpe disimulado en la espalda.

―Yo te ayudo ―espeta, casi atragantándose con el tomate, y mira con anhelo su plato de pesto.

―El pesto está estupendo a temperatura ambiente ―le digo yo. Masculla no sé qué y le sonrío―. ¿Penny, James, John…? Hay montones de tomates.

―No recuerdo tantos ―replica John con el ceño fruncido.

―Yo he visto muchos ―dice Bits, a la que cinco tomates le parecen una barbaridad. Pero no voy a discutir.

―Vale ―responde John, y se levanta de la mesa―. La cena seguirá aquí después del anochecer, pero habrá que recoger los tomates si tú lo dices.

―No, vosotros quedaos —les digo a Ana y a Peter haciéndoles una seña para que se sienten―. Ya somos bastantes. Ana, ¡tú no deberías doblarte! ―Aún tiene la espalda bastante fastidiada y hemos estado procurando que descanse―. Y Peter, tú has hecho la cena, así que te toca disfrutarla.

Me ha descubierto, se lo veo en los ojos. Sonrío tranquila y les sirvo vino. Me lanza una mirada asesina. Tarareo una canción y se me ocurre encender una vela, pero aún hay luz y eso sería una exageración. Le guiño un ojo antes de escabullirme. Menea la cabeza y suspira, pero, cuando se vuelve hacia ella, le ronda una sonrisa en los labios. Lo considero su primera cita. Mientras enfilamos el sendero que lleva a la casa de John, el recuerdo de mi primer beso con Adrian hace que me dé un vuelco el corazón.

 

Sucedió en nuestra tercera cita de verdad. Habíamos salido en grupo también, pero Adrian no había intentado besarme, ni a solas ni en grupo. Empezaba a pensar que había malinterpretado las señales. Nelly me acorraló en el bar después de nuestra segunda cita.

―¿Y bien? ―inquirió con las cejas enarcadas.

Suspiré.

―Y bien nada. Ni siquiera ha intentado besarme. Me ha propuesto una excursión para el sábado, así que creo que estamos muy bien juntos, al menos yo, pero igual no somos más que amigos.

Nelly puso cara de escepticismo.

―Ni de coña sois solo amigos, mirándote como te mira.

―¿A qué te refieres? ―le pregunté con un codazo en el brazo.

Dio un buen trago a su cerveza mientras meditaba la respuesta.

―Como que se pone blandito. Te sonríe como si fueras un gatito o algo así.

―A la gente, en general, no le gusta morrearse con gatitos. A lo mejor me ve como uno de esos gatitos viejos y sarnosos que dan pena a todo el mundo, que resultan monos aunque estén hechos un asco y por eso llaman más la atención…

Nelly rio.

―Estás ciega, niña. Ciega, te lo digo yo. Voy a preguntarle a Adrian por qué… ―empezó a decir, saludando con su cerveza en alto a Adrian, que estaba sentado a la barra y nos sonreía mientras hablaba con alguien.

Lo agarré por la espalda de la camiseta y lo obligué a retroceder.

―¡Ni se te ocurra!

Sonrió.

―Que no lo voy a hacer. Si te besa el sábado. Si no, habrá que llegar al fondo de este asunto.

El sábado Adrian vino a buscarme a casa en su coche destartalado. Me abrió la puerta del copiloto y rodeó el vehículo. Yo alargué el brazo para quitar el seguro de la del conductor, como me había enseñado mi padre, que creía que aún vivía en los setenta, aunque ya ningún coche llevara aquellos pivotitos con los que se echaba el seguro a todas las puertas. Solo que el coche de Adrian sí los llevaba y sonreí al seguir las normas de cortesía para citas que había aprendido de mi padre. Adrian se disculpó por el aspecto general del automóvil, pero, como yo no tenía coche, le dije que el suyo seguía siendo mucho mejor que el mío.

―Además, yo solo le pido una cosa a un coche ―dije―: con que no se averíe y te deje tirado en una carretera de mala muerte en medio de la nada o en una autopista desierta, me vale. Que lleve radio tampoco está mal ―añadí, acariciando la puerta como si quisiera trabar amistad con el vehículo.

―Entonces, este es el coche de tus sueños ―respondió, sonriendo y meneando la cabeza.

―¿Qué? ―pregunté.

―Nada, que eres diferente. En el buen sentido.

Me pregunté si diferente en el buen sentido me hacía más deseable o me asemejaba más a ese gatito sarnoso.

Caminamos unos cuantos kilómetros por la orilla de un riachuelo antes de parar a comer. A esas alturas del otoño, helaba ya siempre por las mañanas, pero había salido el sol y caldeado el día, aunque yo tenía los dedos de las manos y de los pies fríos y me apetecía un poco del chocolate caliente que había traído. Encontramos el sitio perfecto para un pícnic en una roca plana que sobresalía por encima del riachuelo. El agua formaba remolinos y charcos a su alrededor y por todas partes había insectos de esos de patas largas que patinan por el agua. Cada vez que un pez salía a la superficie para zamparse uno oíamos un chapoteo.

Adrian hurgó en su mochila.

―He traído sándwiches de salchichón y también uno de pavo.

―Me encanta el salchichón ―dije.

―Lo sé ―contestó, sosteniendo en alto el sándwich perfectamente envuelto―. Lo mencionaste una vez.

Intenté recordar una conversación en la que me fuera preciso enumerar los fiambres que más me gustan para el almuerzo, pero probablemente no la había habido. ¡A saber por qué habría decidido yo compartir semejante joyita con Adrian! Aunque el comentario me dio esperanza: uno no recuerda el fiambre favorito de alguien que no le importa. Me parece que lo vi escrito una vez en una tarjeta de felicitación.

Me juré mantener en secreto mi raza de perro favorita y la marca de tampones que más me gustaba, al menos ese día, y le devolví la sonrisa.

―Ay, gracias.

Observé cómo las hojas carmesí y doradas entraban a la deriva en el riachuelo para dar un último viaje por sus suaves rápidos. Me recordó algo.

―¿Sabes? Una vez leí que no hay motivo para que las hojas de los árboles cambien de color en otoño ―dije mientras sacaba el termo y las tazas―. Se sirven de sus azúcares y nutrientes para sacar todos esos colores, en vez de pasárselos al tronco del árbol para que los utilice. Cuando me enteré, me dieron ganas de abrazar un árbol, o de darle las gracias o algo. Estoy convencida de que no lo hacen por nosotros, pero igual lo hacen simplemente porque es hermoso.

Se hizo el silencio. Alcé la vista, arrepentida de haber dicho una cosa tan rara. Tenía los ojos clavados en mí, y entonces entendí lo que decía Nelly sobre su forma de mirarme. Era una mirada tierna pero a la vez curiosa y de una intensidad que me hizo estremecer un poco.

―Oye ―dijo en voz baja―, me gustas mucho, Cassie.

―Tú también me gustas mucho ―susurré yo.

Al oírlo decir aquello, me crujió y me silbó todo por dentro. Hasta que lo había conocido a él había mantenido la norma estricta de guardarme mis sentimientos para mí en una relación, sobre todo porque lo que yo sentía nunca estaba a la altura de lo que la otra persona sentía por mí.

―Eso esperaba ―contestó, cogiéndome un lado de la cara con la mano, y el hoyuelo se le frunció―, «abrazárboles».

Solté una carcajada. Antes de que me diera tiempo a decir nada, vi que se había acercado, y luego que seguía acercándose, y después que su boca era más tierna de lo que había imaginado. Se me subió el corazón a la boca como se te sube en la primera caída en picado de una montaña rusa. Tenía su mano en la clavícula y yo puse la mía en su pecho. Cuando noté que el corazón le latía tan deprisa como a mí, lo agarré de la camiseta y lo atraje hacia mí. No me reconocía: aquella chica que agarraba a un chico por la camiseta, le mordisqueaba suavemente los labios y habría hecho lo que fuera en aquella piedra en aquel preciso instante era nueva para mí.

Al separarnos, noté cómo me ardían las mejillas. Respiraba entrecortadamente. Me avergonzaba que mi deseo fuera tan obvio, hasta que se lo vi en la cara y en la mirada perdida.

―Tienes el pelo de un color precioso ―me dijo sin aliento, acariciando un rizo con dos dedos.

Me encogí de hombros.

―Castaño ―contesté.

Levantó la cabeza a los árboles.

―No, es del color de las hojas de roble caídas. Marrón con matices rojizos. Bermejo.

―Ah.

Me gustaba la idea de tener el pelo bermejo en vez de castaño.

Adrian sirvió el chocolate caliente. Yo me recosté y lo observé. Me moría de ganas de besarlo otra vez.

Alzó la mirada.

―¿En qué piensas?

―No tenía muy claro que fueras a decidirte a besarme ―dije, sorprendida de soltar aquello en voz alta.

―Por ganas no era, pero lo que he dicho antes iba en serio: me gustas y no quiero estropearlo.

De pronto lo vi algo cortado, pero cuando nuestras miradas se cruzaron la suya era directa. Me pregunté como haría para decir lo que sentía sin que le diera el pánico. O igual sí le daba, pero no permitía que eso lo parara. A lo mejor yo podía aprender a hacer eso también. Me pasó una taza de chocolate caliente y yo le soplé encima por tener algo que hacer mientras pensaba en qué más decir. Recordé que me había preguntado en qué estaba pensando.

―No lo vas a estropear ―le dije con todo el aire que llevaba en los pulmones, o a mí me lo pareció―. Al menos si me vuelves a besar.

Y eso hizo.

 

―¿Ves?, hay un montón ―dice Bits señalando los dos cubitos de tomates.

Río al ver la cara de desconcierto de John y le cuento la verdad.

―Peter se estaba quejando de que no podía llevar a Ana a cenar por ahí, así que se me ha ocurrido que podíamos convertir la cena en una velada romántica sin que resultara raro. Se ha presentado la ocasión y no he querido dejarla escapar.

―Ya me parecía a mí que tramabais algo ―dice Penny y mira a Nelly.

A Bits se le va ensanchando la sonrisa según hablamos. Por lo menos tengo una aliada.

―A mí no me mires ―dice Nelly con las manos en alto, como a la defensiva―. Yo habría sido mucho más disimulado.

Puede que yo no sea nada sutil, pero resulta agradable velar por la vida amorosa de otros, además de la mía.

―¿Qué os parece si os preparo a todos unos sándwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada en casa de John? ―pregunto―. De aperitivo, hasta que volvamos. ―Protestan todos al pensar en la comida que hemos dejado abandonada en la cabaña, que es lo más gourmet que puede conseguirse por estos lares―. ¡Vaaa, que es por amor! Si os vais a tomar la comida rica igual.

Bits empieza a dar vueltas y canta el tema de La bella durmiente. Nelly la coge en brazos y baila el vals con ella. Me siguen dentro de la casa gruñendo, pero el amor está en el aire y los sándwiches de mantequilla de cacahuete entran mejor de lo que parecía.