El sol se oculta tras unos nubarrones, pero yo me despierto al alba, como de costumbre. Como llueve, hay menos que hacer, así que podemos dormir un poco más. Hubo un tiempo en que pensaba que levantarse a las ocho era madrugar y a las once era razonable los fines de semana. Decido intentar levantarme a los ocho esta mañana. Me tapo bien, pero, a los pocos minutos, suspiro y me doy por vencida.
―Yo antes no me levantaba a esta hora; era la hora a la que volvía a casa después de estar toda la noche de juerga ―protesta Nelly.
Con un brazo debajo de la cabeza, mira por la ventana. Estiro los brazos y me toco las puntas de los pies. Ya no me duele tanto como solía. Mi cuerpo se ha habituado a todo el ejercicio que hacemos.
―Ya llevas dos noches sin pesadillas, ¿no? ―pregunta, saliendo de golpe de su ensoñación.
Asiento con la cabeza.
―¿Cómo lo sabes?
―Suelo notar si me apalean y me despiertan a gritos, y también noto cuando no.
Le doy una patada por debajo de las mantas. Chilla y aparta las piernas. Tengo los pies helados, aun en verano. Adrian siempre me dejaba meterlos debajo de sus muslos. Apretaba los dientes y sonreía mientras yo suspiraba de contento.
―Creo que las pesadillas han desaparecido, al menos de momento.
No sé por qué, pero estoy convencida de que es así. Empiezo a sentirme yo misma otra vez.
Salgo de la cama y busco mi ropa. Al abrir el primer cajón de mi cómoda, veo el destello de plata y cojo el anillo. Lo noto caliente en la palma de la mano. Lo dejo en la encimera del lavabo y, cuando ya estoy vestida, me lo guardo en el bolsillo. Ese es su sitio porque me hace feliz llevarlo ahí. Pase lo que pase. Le doy una palmadita suave y salgo a preparar el desayuno.
La partida feroz de Monopoly ha terminado y estamos todos sentados por allí, escuchando cómo la lluvia aporrea el tejado metálico, cuando se oye un estrépito en la cocina.
Penny está plantada entre los restos de un cuenco.
―Mierda. Lo siento, Cass.
No paro de decirle que esta también es su casa, pero sé que le duele que se le rompa alguna cosa de mis padres.
―No pasa nada, Pen, de verdad. ¿Te acuerdas de cuando yo rompí el jarrón de tu madre?
Teníamos doce años y yo le estaba enseñando a Penny una payasada de baile que me había inventado. Sonríe al recordar que, cuando María volvió a casa, ni siquiera se enfadó. Puso música, me pidió que le enseñara el baile y, acto seguido, lo repitió por toda la casa mientras nos partíamos de risa todas. Ojalá estuviera aquí o por lo menos supiéramos que está a salvo. Veo mi temor reflejado en los ojos de Penny, que enseguida mira de nuevo el cuenco hecho añicos. Cuando levanta la vista, ya sonríe otra vez.
―Hoy sería el día perfecto para ver pelis ―suspira―. Apenas echo de menos la tele, pero en un día como hoy…
―Una peli ―dice Bits como si acabaran de ofrecerle un viaje a la luna―. Ojalá pudiéramos ver una peli.
John ríe.
―Bueno, bueno, señoritas, de haber sabido lo desesperada que era la situación, lo habría propuesto antes. ¿Por qué no vemos una peli en mi casa con el generador?
Apenas nos permitimos excesos de electricidad. El generador sigue en casa de John y con él funcionan los congeladores unas horas al día para que los alimentos no se descongelen. Además, alimenta la radio y la lavadora, carga las baterías y las herramientas. La gasolina es un recurso muy limitado y hay que tener suficiente para todo el invierno.
―¡Sí! ―grita Bits y se cuelga del cuello de John.
Durante estas últimas semanas se ha vuelto muy expresiva (yo he sido destinataria de al menos un millar de besitos) y, aunque sigue teniendo pesadillas, ya no son tan frecuentes. Confía tanto en nosotros que me aterra la idea de fallarle de algún modo.
―Vale, pero sin palomitas, desde luego ―la provoco.
Sonríe.
―¡Caaassie! ¡Claro que con palomitas! Y mis Barbies y tu perrito también vienen ―dice y enfila corriendo el pasillo para ir a por los juguetes con los que ha empezado a jugar otra vez.
―¡Guau! ―dice Nelly―. A esa cría le hace mucha falta una peli, ¿no?
Cuando termina La princesa prometida, suspiramos todos. Pasar un rato en otro mundo sí que ha sido como viajar a la luna. Podría pasarme una semana entera viendo pelis sin parar, una detrás de otra.
―Bueno, ya casi es la hora de las noticias de las siete ―dice John.
Nos comemos las palomitas que han quedado mientras esperamos. Aun sabiendo que es muy improbable, me preparo para volver a oír la voz de Adrian, pero solo habla Matt, que repasa la lista de las zonas seguras, en la que ha desaparecido una.
La zona segura de las afueras de Allentown, Pensilvania, se ha visto comprometida ―informa―. Los supervivientes hablan de una manada de varios centenares de eleequis. Se desconoce el número exacto de bajas, pero ha sido elevado. Al parecer, algunos de los supervivientes se encuentran ahora en la zona segura de Starlight, Pensilvania.
Nos recuerda que las manadas de esas dimensiones podrían significar un cambio de hábitos de los contagiados. El informe termina un minuto después. Supongo que incluso a Matt, que parece haberle cogido el gustillo a eso de ser una personalidad radiofónica, le faltan energías para mostrarse contento.
―Vale ―dice John abatido―, hay que empezar a fortificar la zona mañana.
Intento imaginarme al grupo de eleequis con el que nos topamos en Radio Shack multiplicado por nueve.
―Tampoco podríamos con tantísimos ―digo.
―Nop ―responde John―. Por eso tenemos la furgoneta.
Cuando volvemos a la cabaña, la magia que pudiera habernos dejado la película se ha esfumado ya. Bits me coge de la mano y parlotea sin parar de la princesa Buttercup. Al menos ella sigue contenta, y quiero que siga así. La idea de que se quede sola, indefensa, me hace apretarle la manita más fuerte.
―¡Ay! ―protesta.
Aflojo la mano.
―Perdona, cielo ―le digo, pero estoy tan preocupada que no puedo evitar volver a apretar.