Pasamos la noche en la furgoneta. La única que descansa es Bits. Los demás dormimos a saltos, esperando a que sea lo bastante de día para movernos con seguridad. Penny le venda a Nelly el corte profundo del brazo.
―Eso ha sido lo que los ha vuelto locos ―digo y pongo cara de asco al recordar los ruidos que han hecho cuando les ha caído la sangre encima―. ¿Te duele?
―Na ―contesta Nelly―. Estoy bien.
Nos ponemos en marcha cuando el cielo está teñido de amarillo. Se ve un leve resplandor anaranjado hacia donde está la cabaña. Me digo que estamos demasiado lejos para ver un fuego y que es el amanecer, pero no me lo creo.
James tenía pensado bordear Bennington, pero el camino está atestado de coches abandonados, así que seguimos por la carretera principal, que es lo bastante ancha como para que podamos ir sorteando obstáculos. Dejamos atrás granjas ahogadas por las malas hierbas y los dientes de león. En algunos sitios, hay signos de lucha, cadáveres por el suelo y coches volcados en la calzada; en otros, es el mismo bosque del noreste por el que he correteado toda la vida. En el césped de una vivienda, un eleequis está sentado al sol, como si disfrutara de un hermoso día de verano. Se levanta con torpeza, pero, cuando lo consigue, ya nos hemos ido.
―No hay nadie ―dice Penny en voz baja. James le coge la mano.
Según nos adentramos en Bennington, vamos viendo más casas. Pasamos por delante del restaurante Friendly’s, donde Eric y yo nos hartábamos de comer helados de lacasitos hasta que nos dolía la cabeza. Nos zampábamos el helado y luego nos bebíamos de golpe el agua, que nos parecía caliente en comparación. Sonrío al recordarlo y veo a John cruzar zigzagueando un antiguo control de carretera para esquivar las bolsas negras de basura sembradas por el suelo.
―¿De qué te ríes? ―pregunta Nelly.
Estoy a punto de contestar cuando pillamos un bache. Se oye un ruido como de reventón y la furgoneta se estremece. John conduce unos cuantos metros más y se detiene.
―Que no baje nadie ―dice. Deshace el camino y, al arrancar los plásticos, descubre los tablones de madera con clavos. Cuando vuelve y se asoma por la ventanilla, está muy serio―. Nos han reventado las cuatro ruedas. Debieron de abandonar el control de carretera cuando la cosa se puso fea. Necesitamos cuatro neumáticos nuevos u otro transporte.
Penny entierra la cabeza en las manos y gimotea. Bajamos todos de la furgoneta y parpadeamos al sol. Aunque es muy temprano, el sol ya calienta lo suficiente como para quemarme la nuca. Se me pega la camiseta al cuerpo, no sé si por el sol o por estar plantados en medio de una calle desierta, agotados y sin ningún sitio adonde ir. Hay coches, pasado el control, y los probamos todos. Los que tienen llaves ni siquiera se encienden.
―¡Maldita sea! ―espeta Peter dando un puñetazo en el techo del utilitario.
―Aquello parece la calle mayor ―dice James señalando los edificios de más abajo―. ¿Qué os parece si vamos hasta allí y vemos si hay algo? De todas formas, hay que ir hacia el oeste por esa calle.
―Tampoco estaría de más que rodáramos el equipo hasta allí ―dice John.
Los bordes de las ruedas rechinan según avanza a nuestro lado. La calle mayor es una línea de edificios de ladrillo con fachadas de madera. No hay coches, solo una amplia extensión de asfalto.
―A James se le ha ocurrido una idea ―dice Nelly―. Al pasar, ha visto algunas casas con todoterrenos y caravanas. Igual encontramos las llaves dentro de las casas. Cogemos las bicis y vamos nosotros mientras nos esperáis aquí.
―No creo que debamos separarnos ―interviene Penny mirando a James desesperada.
―Pen, no podemos ir todos ―contesta James con voz suave―. No hay bicis suficientes, aunque pudiéramos llegar todos. Tardaremos una hora como mucho.
A mí tampoco me gusta, pero no tengo un plan mejor. No solo necesitamos un coche, sino uno lo bastante grande en el que quepamos todos.
El rótulo del edificio de la esquina reza Bennington Brew Company & Pub . Es un bloque de ladrillo de tres plantas con molduras blancas decorativas alrededor de las ventanas. Me parece ver algo moverse cuando la cortina de una ventana abierta de la segunda planta se agita. La veo revolotear otra vez, pero no hay nada más. Habrá sido el aire.
―Podemos esperar en la furgoneta o aquí dentro ―dice Peter―. Igual deberíamos echar un vistazo.
Dentro, la luz del sol se cuela por los ventanales y hace brillar el roble bruñido y el latón de la barra. Tanto la estancia principal como la cocina están vacías. Descargamos la furgoneta y amontonamos las mochilas junto a la barra.
―Peter y yo vamos a retirar los clavos del control de carretera para que puedan pasar. Volvemos dentro de quince minutos. Vosotras quedaos aquí con Bits. Encended el transmisor ―dice John, y Nelly y él se ponen un pinganillo cada uno. Coloco el transmisor encima de la barra.
―Volvemos enseguida, te lo prometo ―le dice James a Penny, que asiente sin abrir la boca.
Cuando oigo el chasquido de la puerta al cerrarse, tengo un mal presentimiento y de pronto estoy convencida de que no van a volver. Los veo pasar por delante de los ventanales y confío en que no les pase nada. En cuanto los pierdo de vista, reparo en Bits. Me mira con atención, con el gesto desprovisto de esperanza, y caigo en la cuenta de que su cara es un reflejo de la mía. Me obligo a sonreír.
―Dadme un segundo ―digo, y voy a la cocina, donde he visto dos botellas de carísimo ginger-ale. De nuevo en el salón, saco cuatro vasos y me planto detrás de la barra.
―¿Qué haces? ―pregunta Bits.
Haciéndome la interesante, sirvo el ginger-ale seguido de sirope de granadina. Veo en una balda polvorienta un frasco de guindas sin abrir, echo unas cuantas en cada vaso y les paso a Penny, Ana y Bits su bebida.
―Son shirley temples ―contesto―. ¡Por las chicas! ―digo alzando mi vaso.
Bits sonríe. Brindamos las cuatro y sorbemos por las pajitas rojas.
―Ñam. Hacía una eternidad que no me tomaba uno de estos ―espeta Penny―. Apuesto a que estaría rico con vodka. ―Alargo la mano a uno de los estantes inferiores y saco una botella de vodka barato, porque todas las botellas de alcohol de los estantes de arriba han desaparecido―. ¿Qué son, las ocho de la mañana? ―comenta riendo y meneando la cabeza.
―Vivimos en un mundo nuevo ―contesto―. Los cócteles a las ocho de la mañana son casi necesarios.
Se oyen interferencias de la radio.
―Cassie ―dice John en tono enérgico pero no aterrado―, viene una manada hacia nosotros. Prepárate para dejarnos entrar y echar la llave.
―Recibido ―contesta Ana.
Penny y yo corremos hacia la puerta. Pasan volando por delante de los ventanales y entran a toda prisa en el bar. Penny cierra de golpe y echa la llave.
―Creo que nos han visto ―jadea Peter.
Esperamos en silencio, con el corazón desbocado. Un alboroto de gruñidos nos indica que está en lo cierto. Aparecen los eleequis por el ventanal. Se produce un estrépito cuando uno de ellos se arroja contra las puertas. No sé si ven bien, pero esos ojos legañosos se asoman dentro como si vieran. Contenemos la respiración. Bits está sentada en su taburete, aferrada a la bebida, a medio camino de la boca.
Las puertas ceden un poco. La cerradura aguanta, pero no durará mucho. El dorado del cerrojo brilla un poco cuando las puertas se abren más. La estancia está en penumbra ahora: el pelotón de cuerpos que asaltan los ventanales no dejan pasar el sol.
―Por atrás ―dice John.
Peter agarra a Bits con un brazo y dos mochilas con el otro y sale por la puerta de la cocina, reculando. Lo seguimos con todo lo que podemos coger. Lo último que veo son nuestros shirley temples, mi intento fallido de normalidad, abandonados en la barra.