John insiste en que comamos antes de continuar. No hemos tomado nada en condiciones desde anoche. Hay cóctel de frutos secos, raciones de combate y barritas energéticas. Miro como ausente la comida hasta que me pasa una barrita. Le quito el envoltorio y me la voy comiendo metódicamente: mastico, trago, bebo, repito. Llevamos un rato esperando a que Bits despierte, pero sigue traspuesta. John dice que, mientras su pulso sea normal, no hay de qué preocuparse.
Ana, Nelly y Penny se sientan en la cabina de la camioneta. Nelly lleva una camiseta limpia en la mochila y, antes de que nos vayamos, lo veo enterrar la otra, ensangrentada, bajo una alfombra de hojarasca. Tumbamos a Bits en la zona de carga, con la cabeza en mi regazo, y le acaricio el pelo mientras avanzamos dando tumbos por la carretera.
―Van a ser por lo menos veinte kilómetros ―dice James y, mientras dobla el mapa, le noto el rostro descarnado, hundido por el contorno de los ojos y bajo los pómulos―. La camioneta no tiene gasolina suficiente. Además, a esta velocidad, no llegaremos hasta la noche, eso si no hay que parar.
―El motor es diésel ―dice John―. Si encontramos otro diésel y un recipiente de algún tipo, puedo perforarle el depósito por debajo. No es difícil. Lo complicado va a ser encontrar uno y que le quede combustible. Si no, habrá que buscar otro transporte.
El sol pega fuerte, así que le tapo la cara a Bits con mi cazadora para que no se queme. Arruga el gesto hasta que, por fin, abre despacio los ojos y los vuelve a cerrar, esforzándose por olvidar, por dormir, pero se le escapan las lágrimas. Le limpio los churretes que le forman.
Se incorpora y se acurruca más en mi regazo. La envuelvo con mis brazos y la oigo susurrar con un hilo de voz:
―Peter.
―Ay, cielo ―le digo, apartándole el pelo de la cara―. Él te quería muchísimo. Nos quería a todos y quería que estuviéramos a salvo.
No sé cómo explicárselo, pero ella asiente como si lo entendiera, como el alma vieja que es o en la que se ha convertido.
Cruzamos unos cuantos pueblos pequeños. Pueblos bonitos con grupos feos de contagiados, por lo que no paramos a buscar otro transporte. Las casas aisladas por las que pasamos no tienen vehículos a la entrada o, si los hay, no nos sirven. La camioneta levanta un polvo que nos cubre la piel y se mastica. Me estoy bebiendo el agua que me queda cuando nos detenemos. Un revoltijo de coches abandonados nos impide el paso. No hay forma de esquivarlos. A un lado de la carretera hay árboles y al otro una pendiente que conduce a un arroyo.
―¿Retrocedemos? ―pregunta Nelly asomándose por la ventanilla.
James consulta el mapa y niega con la cabeza.
―¿No has visto todos los eleequis que había en el último pueblo? Nada más salir había un grupo inmenso. Ni de coña deberíamos volver a pasar por allí.
―Entonces, hay que mover estos coches ―dice John―. Los puedo poner en punto muerto desde el chasis y los apartamos.
Tardamos más de lo que pensábamos. Dos horas después, estamos tirando el penúltimo vehículo por la cuneta cuando veo a Nelly poner cara de dolor.
―Tienes que relajarte ―le digo―. Creo que necesitas puntos, pero, como poco, no deberías andar empujando cosas que pesan un quintal. ¿Cómo lo llevas?
―Me duele un poco.
Sé que le está quitando importancia.
―Déjame que lo vea. ―Intento levantarle el vendaje, pero aparta el brazo y lo hace él. La herida está de un rojo intenso e inflamada por los bordes―. Se está infectando ―le digo. Aparta el brazo nervioso y lo miro a los ojos―. Se está infectando como se infectan las heridas de toda la vida, Nels. Hay amoxicilina en el botiquín. Voy a por ella.
Cuando vuelvo con el frasquito y le paso dos pastillas, ya han quitado de en medio el último coche. Llenamos las botellas de agua del arroyo y nos lavamos para quitarnos el polvo. El agua fría me alivia las quemaduras del sol. Ana se asea con la mirada perdida; no ha dicho una palabra desde el bosque. Penny la mira de reojo, preocupada, pero no dice nada. Ninguno de nosotros está bien ahora mismo, así que preguntar resulta absurdo.
Bits y yo nos sentamos en la cabina con Nelly. Nos detenemos dos veces más para mover coches y, como viajar de noche es demasiado peligroso, está claro que no vamos a llegar a la granja Kingdom Come hoy. Antes, pensar en esa granja me llenaba de emoción y de miedo a partes iguales, pero ahora ya no siento nada. Ni siquiera me parece posible que logremos llegar. Me obsesionan todos los obstáculos que podríamos encontrar, pero no puedo pensar así. Tenemos que llegar allí, aunque solo sea por Peter. No permitiré que su muerte haya sido en vano.
Se me escapa un puñado de lágrimas calientes que me corren por las mejillas. Cierro los ojos para pararlas y deslizo el anillo por la cadena. Me concentro en los saltitos que da el anillo al pasar por cada eslabón hasta que recupero el control. Bits está acurrucada a mi lado y la presión de su cuerpecito es como una manta. Noto que el sueño se apodera de mí y, como estoy tan cansada, me rindo.
La camioneta hace un giro brusco y me estampo contra la puerta. Abro de golpe los ojos, dispuesta a enfrentarme a lo que sea que haya en la carretera, pero no hay nada.
―¡Perdón! ―grita Nelly por el ventanuco de cristal corredero a los que van en la zona de carga, agarrándose como pueden, sorprendidos.
Le corre el sudor por la cara colorada y el pecho le sube y le baja demasiado rápido. Me inclino sobre Bits y acerco los labios a la frente de Nelly. Noto el calor incluso antes de posarlos.
―¡Nelly, estás ardiendo! ¡Para!
Se limpia el sudor con una pañoleta.
―Hace calor. Pensaba que era solo eso.
Se detiene en el arcén. Después de poner la camioneta en punto muerto, se recuesta en el asiento y cierra los ojos.
―¿Qué pasa? ―pregunta John por el ventanuco.
Rodeo el vehículo hasta el lado del conductor.
―Nelly no se encuentra bien ―contesto―. Tiene fiebre.
John se planta a mi lado.
―¿Cómo tienes el brazo?
Nelly abre los ojos y parpadea para enfocar. Con torpeza, manipula el borde del vendaje y lo levanta. La herida está peor, inflamada y de color púrpura. Una veta rosada le sale de la herida y le trepa por el brazo. Parece una quemadura solar, pero sé que no lo es. Esa veta significa que la herida está infectada y que la infección se está extendiendo.
―Vale ―dice John―. Necesitas antibiótico. Cassie, ¿se los traes?
Voy a por el frasquito de amoxicilina y le echo cuatro pastillas en la mano a Nelly.
―Tómatelas todas ―le digo y le paso agua―. Tienes que noquear a la infección.
Nelly hace lo que le digo y se vuelve hacia John.
―Podría ser el virus.
John asiente y le pone una mano en el hombro.
―Vale ya ―digo furiosa―. No es más que una infección.
―Cass ―responde Nelly volviéndose hacia mí como si nada―, ¿te acuerdas del tío de la autopista? ¿Recuerdas el mordisco que llevaba en el brazo? ―Cabeceo afirmativamente. Su herida también tenía estas vetas, ramificaciones que le salían hacia los lados como las carreteras de un mapa. Penny se me acerca por la espalda y hace un aspaviento al verle el brazo a Nelly―. Era igual que esto ―le dice a John―. Me duelen todas las articulaciones, como dijeron que pasaba en las noticias.
―No nos precipitemos ―responde John disimulando la duda. Solo lo delata la forma en que se pasa la mano por las cejas―. Esos son los síntomas de cualquier infección importante. A ver cómo reaccionas a los antibióticos. Tú descansa, que ya conduzco yo.
Nelly insiste en ir atrás para poder tumbarse. Penny le improvisa una tienda de campaña poniendo una camiseta de John sobre dos mochilas para que no le dé el sol en la cara.
Bordeamos varios pueblos más grandes que probablemente sean demasiado peligrosos. Nelly se queda dormido en cuestión de minutos. Me veo tentada de asomarme por debajo de la camiseta para asegurarme de que está bien, pero no quiero molestarlo. De momento, su pecho sube y baja, pero no paro de pensar en si habrá una siguiente respiración. Esa angustia ha reemplazado a la sensación de vacío, pero, desde luego, no es ninguna mejora. John divisa una vieja cabaña en el monte a última hora de la tarde y enfila el descuidado camino de acceso.
―He pensado que es preferible que busquemos un sitio donde pasar la noche ―dice―. No vamos a encontrar nada más seguro. No me apetece seguir conduciendo para tener que detenernos al final en algún sitio repleto de contagiados.
Nelly se incorpora y me acerco corriendo a él.
―¿Cómo te encuentras? ―pregunto, tocándole la cabeza, que aún tiene demasiado caliente.
―No mucho mejor, cariño ―me contesta y sonríe sin ganas―. Pero me parece que tengo hambre.
Lo ayudo a entrar en la cabaña. Hay una estancia principal con una mesa medio podrida y dos sillas junto a la ventana sin cristal de la fachada. La estufa de leña está cubierta de herrumbre. En el cuarto pequeño, la ventana sí tiene cristal y hay un colchón de cuna en el suelo. Sobre unas estanterías toscas hay un par de mantas apolilladas del ejército. No huelen genial, pero servirán. Arrastro el colchón a la estancia principal. Nelly se sienta en él, apoyándose en la pared forrada de humedades.
Bits se arrodilla a su lado y le ofrece su botellita de agua.
―Nelly, ¿quieres un sorbo de mi agua?
Nelly se aparta un poco, pero ella no lo nota.
―No, gracias, Bits. Y procura no beber tú de la mía ―dice, mirando alarmado alrededor―. ¿Dónde está?
―En tu mochila ―le digo yo y le pongo la mochilita al lado―. No ha bebido nadie de ella. ―La cubre con el brazo para protegerla. James trae lo poco que tenemos y lo pone en la mesa―. ¿Qué quieres comer? ―pregunto volviéndome hacia Nelly, pero ha cerrado los ojos―. ¿Bits? ―La niña repasa la comida con desgana mientras yo abro una ración de combate. Sus ojos se iluminan al verme sacar una bolsita de lacasitos y un paquetito en el que pone «bizcocho de chocolate»―. Toma, te los doy ―le digo, y se sienta al lado de Nelly, con los dulces en el regazo, pero no come―. ¿Pasa algo?
―Pensaba que Nelly a lo mejor quería. Cuando yo estoy mala, me apetecen cosas dulces. Esperaré a que se despierte.
Su cara esperanzada me da ganas de llorar. Los únicos dulces no caseros que caen en sus manos en un mes y los quiere compartir.
―Qué bonita eres ―le digo―. Pero cómetelos tú, cariño. Si Nelly quiere, hay más, ¿vale?
Levanta el bizcocho de chocolate y le da un mordisco. Yo me meto en la boca una cucharada de algo que sabe a relleno de pastel de manzana, pero ni me molesto en mirar lo que es. Se está poniendo el sol y nos vamos marchitando como flores, por el calor, el agotamiento y el duelo. Penny va de un lado a otro intentando limpiar y organizar nuestras cosas. Procura estar contenta, pero me alivia verla rendirse al final.
James parpadea por el esfuerzo de mirar el mapa en la penumbra.
―Nos quedan aún unos ciento cincuenta kilómetros y solo una octava parte del depósito de gasolina. Mañana buscaremos una solución, supongo. Dependiendo de cómo se encuentre Nel.
Nelly suspira. Tiene los ojos irritados. Tiembla y le cae una gota de sudor de la nariz. Agarro una manta y lo envuelvo con ella. Me habla castañeteando los dientes y a trompicones.
―Lo voy a decir: creo que me he contagiado. No sé cuánto puedo durar con solo un rasguño, pero no os podéis quedar días aquí mientras sigue su curso. Os tenéis que ir mañana.
―¡Joder, Nelly! ―espeto furiosa, como lo haría mi yo jovial de siempre―. ¡Si piensas que te voy a dejar aquí, es que has perdido la puta cabeza!
Me miran todos espantados. Incluso Ana, que estaba sentada en un rincón, mirando al infinito, levanta la cabeza.
―Nel, estás delirando ―dice Penny con voz suave―. No sabemos lo que es. Y aunque lo supiéramos, no vamos a ir a ninguna parte.
Nelly cabecea afirmativamente, sin dejar de castañetear los dientes. Le doy seis pastillas de amoxicilina con la esperanza de que le hagan algo. En una de las raciones de combate hay un sobre con un zumo de electrolitos, que templo con el calentador incluido en el envase. A Nelly le tiemblan tanto las manos que tengo que sujetarle yo la taza. Es como si ahora que ha reconocido que podría tener el LX, quisiera demostrarnos lo mal que está. O eso o está empeorando a marchas forzadas.