En una gasolinera de las afueras del pueblo encontramos una cabina telefónica donde figura un centro de urgencias. Según el mapa turístico, está a menos de un kilómetro. Ana y yo nos sentamos en el mostrador y comemos Snickers que se han derretido, se han solidificado y se han vuelto a derretir con el calor, pero que siguen estando buenas.
Ana lleva pantalones negros, botas de travesía de cuero negro y una camiseta negra. Con el carnicero y las mangas protectoras, parece una especie de excursionista ninja. Se lo digo y sonríe.
―Gracias por acompañarme ―le digo.
―¡No iba a perderme esto! ―contesta riendo, pero su sonrisa se esfuma enseguida―. Hay que intentar algo. Si hubiéramos podido ayudar a…
Contempla los surtidores de gasolina a través del ventanal, parpadeando rápido. No sé ni cuántas veces he reproducido mentalmente aquellos momentos, tratando de ver qué más podíamos haber hecho. Me bajo de un salto del mostrador y me planto delante de ella.
―Lo siento mucho, Ana. Es…
―Es una tontería, pero es que creo que me había enamorado de él, que igual yo le gustaba bastante.
―No ―digo―, él te quería. ―No sé si eso lo va a empeorar, pero debería saberlo―. Yo veía cómo te miraba. Te quería, Ana. Créelo, ¿vale? ―añado y le pongo la mano en la rodilla para que me mire y vea que le cuento la verdad.
Asiente y se limpia las lágrimas.
―Vale. Gracias, Cass. ―Baja también del mostrador y cambia de tema para no echarse a llorar otra vez―. ¿Lista?
―Lista, chica ninja.
La carretera que conduce al pueblo está plagada de coches abandonados y sembrada de botellas vacías, bolsas de plástico y latas, detritos de la huida de los humanos. Las calles están punteadas de hermosas casas antiguas bajo un toldo de árboles más antiguos todavía. Parece como si en cualquier momento fuéramos a ver pasar un desfile del 4 de Julio. Es una calle de cuento, salvo por las mosquiteras destrozadas y arrancadas de sus goznes y las ventanas con boquetes dentados a interiores oscuros. En los jardines descuidados, yacen cadáveres putrefactos, consumidos tan enteramente por los eleequis que ni siquiera se han llegado a transformar. Los afortunados.
Cuando aparcamos las bicis en el Centro de Urgencias de Green Mountain, lo hacemos con prudencia, porque al final muchos enfermos han terminado acudiendo a los hospitales y puede que aún haya alguno dentro, golpeándose contra las ventanas y las puertas, entre zumbidos, como moscas atrapadas.
Al entrar, el aire cargado y el hedor nos producen arcadas. Al otro lado del mostrador de admisión hay un pasillo con puertas a ambos lados. Dos están cerradas y algo choca contra ellas.
―Menos mal que son demasiado estúpidos para abrir una puerta ―susurra Ana―. ¿Te imaginas que encima fueran listos?
Me estremezco. Habríamos muerto hace tiempo. Avanzamos con sigilo y nos detenemos al oír una especie de susurro sibilante, pero no sale nada del puesto de enfermeras que tenemos delante. En otra puerta cerrada pone Farmacia . Ana levanta su carnicero al tiempo que yo desenfundo la pistola y abro la puerta. La sala está vacía, salvo por las estanterías de frasquitos de medicamentos, y me flojean las piernas de alivio. Temía que no hubiera absolutamente nada.
Miramos las etiquetas a la luz de la linterna. En un vademécum que hay en el mostrador, encuentro los nombres de varios antibióticos de los que nunca he oído hablar y los busco en las estanterías.
―Coge alguno líquido ―propone Ana, iluminando unos frasquitos diminutos, que se guarda en el bolsillo―. Igual hacen efecto más rápido.
Antes de que salgamos al pasillo, se mete un puñado de jeringuillas en la mochila. Junto al puesto de enfermeras, se caen unos portapapeles de pinza al suelo cuando tres eleequis vienen hacia nosotras tambaleándose. Se han disecado como momias del calor de estar atrapados dentro tanto tiempo. El sonido del roce de sus piernas esqueléticas al andar nos sigue mientras salimos corriendo por la puerta. Montamos en las bicis y los vemos pegados al cristal, con esas manos nudosas y esas bocas siempre abiertas.
―Que os den, capullos ―masculla Ana. Sé perfectamente cómo se siente.
Casi hemos salido del pueblo cuando nos topamos con un grupo pequeño reunido en la única zona abierta de la calle, entre los coches abandonados. No nos dejan pasar.
―Los podemos eliminar ―me grita Ana.
La única otra opción es buscar una salida distinta, pero es probable que de ese modo nos encontremos con otro grupo mayor. Tiramos las bicis al suelo y desenfundamos los carniceros que llevamos a la espalda por miedo a que las armas atraigan a más.
Nos plantamos, hombro con hombro, y dejamos que se nos acerquen. El primero que llega hasta mí es una muer de pelo gris que viste falda y blusa. Aún lleva las gafas colgando del cuello con una cadena de oro y se le ve el hueso de la mandíbula. Los tendones que lo sujetan a su cráneo se contraen cuando castañetea los dientes.
«No voy a dejar que me mate una puta bibliotecaria.»
Le atizo con la hoja plana y la cabeza se le separa de los hombros fácilmente, prueba de las aptitudes de John para la construcción de armas. Al siguiente, un tío joven que aún lleva puestas las mallas de ciclismo, también lo dejo sin cabeza. No hay sangre, solo salpicaduras asquerosas de coágulos. Se me escapa un gruñido. Los odio. Puede que no sea culpa suya, a fin de cuentas también eran personas que deseaban vivir tanto como yo, pero están convirtiendo mi vida en una pesadilla.
Vuelvo la cuchilla y retrocedo para esperar a los dos siguientes: unas adolescentes que visten camisetas con brillibrilli muy sucias. Por el rabillo del ojo veo a Ana tumbar de una patada a un hombre bajito, decapitar a otros dos y darle la vuelta al carnicero con una mano para clavarle la punta en el ojo al del suelo.
Las niñas van tan juntitas como si fueran susurrándose cotilleos por los pasillos del instituto. Les atravieso un ojo a cada una, dos crujidos húmedos en rápida sucesión. Ana gruñe mientras le clava la hoja al último eleequis y este cae a la acera.
Nos quedamos allí plantadas, blandiendo los carniceros, pero no aparece nada más. Me acerco a la bici y cojo mi botella de agua. Estoy sin aliento, del miedo y del esfuerzo. Ana mira más allá de donde estoy y levanta el carnicero otra vez. Le brilla el pelo cuando gira y se lo clava debajo de la barbilla a un adolescente que lleva una camiseta de Nascar y ha salido de detrás de un monovolumen estrellado.
Le doy las gracias entre resoplidos y bebo un trago de agua caliente.
―Eres una ninja de verdad ―digo, porque apenas ha sudado.
Ana ríe.
―Hacemos buen equipo.
Me asombra lo fácilmente que los hemos despachado a todos. Los entrenamientos han valido para algo.
―Larguémonos de una puñetera vez ―digo, y montamos en las bicis y nos vamos.