CAPÍTULO 118

Sigo a Maureen por una carretera secundaria hasta un cobertizo con un pequeño desván y ventanas.

―Tengo que hacer unas cosas fuera, pero, si me necesitas, ando por aquí ―dice―. ¿Dejo la puerta abierta?

Asiento.

―Gracias.

Veo la pista de aterrizaje, una franja marrón ancha segada en medio de un campo. Me paseo nerviosa por la estancia y miro sin verlos los mapas de la pared. Intento sentarme, pero al minuto me levanto como un resorte y vuelvo a pasearme.

Repaso todas las posibles reacciones que Adrian podría tener al verme aquí. Casi todas me hacen encogerme de miedo. Lo mejor que puedo esperar es que aún me quiera y termine perdonándome y volviendo a confiar en mí. A fin de cuentas, le partí el corazón.

Con manos temblonas, bebo un trago de mi botella de agua. Me late con fuerza el corazón, tengo la cabeza llena de interferencias y estoy empapada en un sudor frío. A la mierda la ducha.

―Ni que fueras a la guillotina ―me digo en voz alta. Genial, ahora hablo sola.

Ya he vivido sin Adrian antes, pero no vivía de verdad. Solo mataba el tiempo. Y ahora, sobre todo ahora, quiero exprimir hasta el último instante de felicidad que pueda conseguir. Hace tres años descubrí lo rápido que puede acabarse todo, pero no aprendí la lección que debería haberme enseñado: a aferrarme a las cosas que aún tenía. Al contrario, las fui apartando de mi vida.

Pienso en Peter y en que no tuvo ocasión de decirle a Ana lo que sentía. Lo más importante no es que me guste la respuesta de Adrian, sino que le plantee la pregunta.

Oigo el motor antes de ver la avioneta y me acerco a la puerta a mirar. La aeronave blanca traza un círculo y se dispone a aterrizar. Toca suelo y rueda por la pista hasta detenerse a unos cincuenta metros de distancia. Se abre la puerta.

Ensayo por enésima vez lo que voy a decir y me limpio las manos sudadas en los muslos mientras Adrian baja del avión. Viste vaqueros, botas negras de trabajo y cazadora; se la quita y deja al descubierto una camiseta de color verde aceituna. Se asoma al interior de la avioneta para decir algo, se despide con la mano y se gira.

Está como siempre: los pómulos, la sempiterna barbita de cuatro días y esa nariz que hace que más que atractivo sea guapo. Conozco hasta el último centímetro de su ser, desde los espantosos dedos de los pies con los que yo siempre le tomaba el pelo hasta la cicatriz que la varicela le dejó en la sien a los cinco años, pero ha pasado tanto tiempo que también lo encuentro distinto, como a un desconocido.

Maureen se acerca a él con un rastrillo en las manos y le toca el hombro mientras le habla. Adrian no solo te hace pensar que le interesa hasta la última palabra que le digas, sino que, además, es verdad. Ella señala el cobertizo y él se queda inmóvil. Me pregunto qué estará pensando. Sé que debería salir, pero no puedo.

Adrian mueve la boca y, cuando ella asiente con la cabeza, se le cae la cazadora de la mano al suelo polvoriento. Gira de pronto y viene hacia mí. Me meto en el cobertizo y oigo sus pasos firmes. En ese momento incómodo en que entre y se detenga, le voy a decir lo que he ensayado. Voy a soltárselo todo antes de que le dé tiempo a decir nada: lo mucho que lo siento, lo avergonzada que estoy de haberle hecho daño y que nunca he dejado de quererlo.

Al verlo entrar en el cobertizo, inspiro hondo. Sus ojos hacen juego con la camiseta y me miran llenos de incredulidad.

―Adrian, yo… ―empiezo, pero no se detiene.

Se acerca a mí sin vacilar y me estrecha en sus brazos. Su corazón late tan fuerte y tan rápido como el mío.

―Estás aquí ―dice en tono de oración―. No puedo creer que estés aquí.

Me coge la cara con las manos, unas manos toscas y agrietadas que huelen a gasolina. Dudo que haya sentido jamás algo tan maravilloso como esas manos en mi rostro.

―Lo siento mucho. Yo…

Intento hablar, pero su boca cubre la mía con un beso tan crudo que no puedo hacer otra cosa que corresponderle. No me acuerdo de lo que quería decirle porque me distrae ese beso que no me he atrevido ni a imaginar en estos dos años. Su tacto es el mismo de siempre, sabe igual que siempre y yo me siento como si volviera a casa.

Es muchísimo más de lo que merezco. ¿Por qué pensaba que me iba a odiar? Yo soy la que podría no olvidar fácilmente. Él, en cambio, es un libro abierto. No hay más que gozo en sus labios y en la forma en que me abraza como si no me creyera real, como si fuera algo muy valioso. Se me escapa un sollozo y él se aparta, pero sin soltarme.

―¿Qué pasa? ¿No te…?

Baja las manos. Quiero que las vuelva a poner donde estaban, aunque no me lo merezca.

―Lo siento mucho ―digo―. Siento muchísimo lo que te dije, lo que hice. Solo quiero que me perdones.

Frunce el ceño y me contesta con ternura.

―Ya te he perdonado. Hace tiempo. Te quiero. ―Eso me hace llorar aún más y Adrian me envuelve en sus brazos. Nos quedamos así, con su barbilla apoyada en mi cabeza, como lo hacíamos antes―. No hice otra cosa que pensar en ti el día de tu cumpleaños ―dice, y le retumba la voz en el pecho cuando habla―. Me preguntaba dónde estarías, si estarías a salvo, así que al día siguiente les pedí que me llevaran a la cabaña de tus padres. En teoría, no deberíamos usar la avioneta para esas cosas, pero me dio igual, no aguantaba más. La casa… ―se le quiebra la voz― estaba completamente calcinada. Había eleequis por todas partes. Les hice sobrevolar la zona una y otra vez para intentar ver si alguno de ellos eras tú… ―Calla y se estremece.

Le acaricio la espalda.

―Estoy bien.

―Estaba convencido de que estabas bien. Convencido. Sabía que podías escapar de Nueva York, pero, cuando vi la casa, pensé que había llegado demasiado tarde. Me odié por no haber ido a buscarte antes.

Se culpa él cuando, en realidad, la culpa es mía. Niego con la cabeza, pegada a su pecho.

―No, yo tendría que haberme puesto en contacto contigo de algún modo, pero tenía muchísimo miedo de que no quisieras hablar conmigo y por eso no lo hice.

Me suelta un poco y me levanta la barbilla con la mano.

―Yo jamás querría…

―¡Adrian! ―Irrumpe en el cobertizo un chico joven y rubio―. Uy, perdona, tío ―dice, más intrigado que arrepentido.

―¿Qué pasa, Marcus? ―pregunta Adrian, pero no se mueve y me aprieta fuerte para que no me escape.

―Eeeh, algo echa humo en el cobertizo de la instalación eléctrica. Nos vendrías bien ahora mismo.

―¿Dónde está Janine?

―Ha ido a pasar la noche a Cob Creek. Hemos oído la avioneta y me han mandado a buscarte. ―Ahora sí que parece arrepentido.

Adrian suspira.

―Vale, voy enseguida.

―Claro ―dice Marcus, mirándome intrigado antes de marcharse.

Sonrío a Adrian. No puedo creer que esté aquí, entre sus brazos.

―¿Estás bien? ―me pregunta.

Estoy mejor que bien. Me pongo de puntillas y le doy un beso suave, agarrándolo de la nuca. Me dedica una de esas miradas tiernas, de las que a Nelly le parecían blandas hace un millón de años.

―Te quiero ―le digo―. De verdad.

―Bien ―contesta.

Reímos los dos porque eso era lo que hacíamos antes y me gusta volver a estar en ese punto.

Una chica con la cabeza rapada asoma por la puerta y pone cara de estar haciendo lo que nadie más ha querido hacer.

―Eeesto…, eeeh, perdona, pero es que sale mucho humo, en serio.

Adrian asiente.

―Voy ahora mismo. Nos vemos allí.

―El deber te llama ―le digo dándole un pequeño codazo―. Ve a apagar ese fuego. Estamos todos en una de las tiendas grandes del fondo.

Me mira incrédulo y me coge la mano.

―Ni de coña, tú te vienes conmigo a apagar el fuego. ¿Y quiénes son «todos»?

Salimos del cobertizo, él tirando de mí, y enfilamos el sendero mientras se lo cuento.