CAPÍTULO 119

Adrian me lleva de aquí para allá toda la tarde, aunque tampoco yo me resisto. Cuando va a hacer pis, me cuesta no acompañarlo y me paseo nerviosa a la puerta del baño hasta que sale. Nuestras manos siempre cogidas despiertan la curiosidad cuando me presenta mientras atiende un millón de tareas. Debo de parecer una pirada, porque no dejo de sonreír.

Me lleva a las cabañas que están construyendo y me hace cruzar el umbral de una puerta. Las paredes están forradas de material aislante y se ha instalado ya una estufa de leña, hecha con un barril metálico. El resto del planeta se está derrumbando, pero este sitio crece.

―¿Cómo has hecho todo esto? ―le pregunto admirada―. Es increíble.

―No, qué va ―contesta negando con la cabeza y se sienta en un anaquel construido en una pared terminada―. Mientras todo el mundo intentaba ponerse a salvo, yo ya estaba a salvo. Fue cuestión de identificar lo que estaba pasando y hacer algo.

―No, claro que es increíble, porque en vez de cerrar la granja la has abierto. Has acogido a la gente. Los has inspirado para que hagan todo esto ―digo señalando las ventanas sin cristales.

Se encoge de hombros y agacha la cabeza. Piensa que cualquiera habría hecho lo que ha hecho él. No se da cuenta de lo especial que es. Pienso en cómo me beneficia a mí, que jamás he tenido claro que me mereciera a alguien tan intrínsecamente bueno. Puede que no haya nadie lo bastante bueno para él.

―Te quiero ―le digo.

Mantiene la cabeza gacha, pero le veo el hoyuelo y sé que está sonriendo. Me atrae hacia sí y mete el meñique por el anillo que llevo colgado al cuello.

―Aún lo tienes ―comenta haciéndolo correr por la cadena―. ¿Por qué lo llevas colgado del cuello?

Me avergüenza mi superstición.

―Se me hacía raro ponérmelo, como si no debiera llevarlo hasta estar segura.

―¿Te lo quieres poner ahora? ―dice mirándome de reojo.

Sé que me está preguntando algo más que si quiero ponerme el anillo.

―Sí ―le susurro.

Lo saca de la cadena y me lo calza en el anular de la mano izquierda.

―Todavía te va bien ―dice y me besa la mano―. Como a nosotros.

No me salen las palabras, así que acerco su mano a mi boca y le acaricio los dedos con los labios, uno a uno. Cuando levanto la vista, lo veo mirarme con tal deseo que me deja sin aliento. Se levanta y me sube al anaquel. Lo atraigo hacia mí y saboreo sus labios, su lengua, su cuello. Me retuerce un puñado de pelo en la nuca.

―Qué bonita eres ―me susurra a la boca.

Cada parte de mi cuerpo que entra en contacto con el suyo arde y se licúa, como si nos fundiéramos el uno con el otro. Me mete la mano por la cinturilla de los vaqueros y me arqueo hacia él. Su piel, por debajo de la camiseta, está caliente, suave. No me veo capaz de parar, me digo, justo antes de que empiece a estremecerse por los martillazos la pared de la cabaña que tengo justo a la espalda. Doy un respingo y le pego un cabezazo sin querer a Adrian.

―Ay ―digo, masajeándome la frente y sonriendo―. Lo siento. ―Adrian tiene tal cara de bobo con un ojo cerrado que me empiezo a reír a carcajadas. Él se agarra la cabeza con una mano y sonríe―. ¿Es que no puede tener uno intimidad en este sitio? ―grito sin dejar de sonreír.

Me coge de la mano, salimos a la luz del atardecer y saluda con la mano a los que están claveteando los revestimientos de la cabaña.

―No mucha, pero ser uno de los propietarios tiene sus ventajas. Tengo mi propio cuarto en la granja. Estaba pensando en cedérselo a una pareja, pero… ―Le aprieto la mano. Quiero estar en su cuarto con él, pero ahora que se me ha pasado un poco el acaloramiento, me da vergüenza decírselo. Aunque no sería la primera vez para nosotros, me siento como una virgen en su noche de bodas. Suena una campana en algún lado―. Es la hora de la cena ―dice―. Igual vemos por fin a Nelly y a Penny ―dice, porque hemos pasado por la tienda antes, pero habían ido a explorar.

Nelly nos detecta en cuanto entramos y le tira de la manga a Penny. Se abre paso corriendo entre la multitud y, al vernos cogidos de la mano, me dedica su sonrisa sanota, a la que consigue dar un aire pícaro. Adrian y él se abrazan y se dan palmadas fuertes en la espalda.

―¡Pensaba que jamás volvería a ver esta cara bonita! ―le dice Penny estrujándosela con ambas manos y plantándole después un beso en los labios.

Adrian ríe y da vueltas con ella como si bailaran. Nos está mirando todo el mundo, pero la mayoría de la gente sonríe. Algunos parecen tristes. Pienso en lo que me ha dicho Maureen de que todos hemos perdido a alguien y me siento un poquitín culpable de que a nosotros nos hayan encontrado.