EPÍLOGO

Estoy en la cocina, escaldando y pelando tomates para envasarlos. La cosecha es enorme y, si queremos tener suficiente para todo el invierno, habrá que trabajar toda la semana sin pausa. En el aire otoñal ya se nota el frío del invierno, pero este año lo vamos a agradecer. Confiamos en que las bajas temperaturas hielen a los contagiados y nos permitan acabar con ellos, y que los que se nos escapen terminen como filetes congelados y que con el deshielo de primavera los músculos se les queden atrofiados.

Es un trabajo repetitivo pero reconfortante. La idea de que esta comida nos sustentará en las horas oscuras de febrero lo hace menos arduo, como solía decir en broma mi madre. Casi la siento aquí conmigo, envasando tomates como hacíamos todos los otoños. No me pasa inadvertido que estoy viviendo la vida que quería, con Adrian, y el corazón me da un brinco. Sé que a mis padres les alegraría verlo, salvo por el detalle de que hay hordas de muertos vivientes deambulando por el mundo.

Bits se planta a mi lado y me ayuda a pelar. A lo mejor estoy generando esos mismos recuerdos reconfortantes para ella, aun en pleno apocalipsis. Ahora tiene muchas madres y todas la queremos muchísimo. Ella es nuestra esperanza para el futuro, la razón por la que deseamos que haya uno. Le sonrío y su rostro se ilumina. Puede que todos los horrores que ha vivido no hayan destrozado del todo su infancia. Ojalá no.

En el anaquel de una ventana, junto a una de las cocinas, hay un transistor. Los tenemos por todas partes, por si hay una emergencia y tenemos que dirigirnos a las vallas. Por ellos se oyen voces entrecortadas que anuncian cosas que hay que reparar, peticiones de ayuda y alguna ocurrencia graciosa de vez en cuando. Me parece asombroso que el humor haya sobrevivido y que aquí todo el mundo se esfuerce por llevarse bien. Ahora tengo una familia enorme.

Casi todos los días se oye por radio algún aviso de que hay alguien en la puerta, personas que han oído los comunicados y han conseguido llegar aquí, aunque muchísimos menos de los que esperábamos. Uno o dos cada vez. La semana pasada llegó una familia entera, con niños y todo, y nos alegramos muchísimo de que hubieran sobrevivido, una familia intacta entre millones de hogares rotos. Pensé en los Washington y recé para que fueran otra excepción a la norma.

Según los informes, la cosa ha empeorado mucho ahí fuera y no conseguirá llegar nadie aquí en invierno, lo que significa que, en primavera, habrán muerto muchos de frío, de hambre o del virus. Mis pensamientos son tan ruidosos que me pierdo la última llamada por radio con el estrépito de cazuelas y frascos.

―¿Qué han dicho? ―pregunto―. Me ha parecido oír mi nombre.

―Eso me ha parecido a mí también ―dice Mikayla, una chica dicharachera con la piel de color caramelo que estaba aquí estudiando agricultura sostenible cuando estalló la pandemia del bornavirus―. Creo que hay alguien en la puerta, pero no estoy segura.

Mike, que hace guardia en la primera puerta, sigue hablando por radio.

―Va para la segunda puerta. Tiene pinta de Rambo, pero Shelby dice que sus vaqueros son de los que costaban cuatrocientos pavos ―comenta entre risas―. Un tío majo; le hace falta una buena ducha y una cabezadita.

Se me acelera el corazón. Me planteo si detenerme a llamar por radio, para que me lo aclaren, pero no quiero. No quiero que me digan que me equivoco. Quiero creerlo por un minuto más.

Agarro a Bits de la mano y me vuelvo hacia los demás.

―Creo que es alguien a quien conozco.

―¡Ve! ―me gritan sonrientes.

Todos sueñan con el día en que esa persona que está a la puerta sea para ellos. Agarro nuestros suéteres y busco mis zapatos en el montón que hay a la entrada. No los encuentro, así que me doy por vencida. Bits me mira como si me hubiera vuelto loca cuando la saco a rastras de la cocina y echo a correr por la gravilla del caminito de entrada. Sé que es posible que Ana y los otros no hayan oído el aviso por radio aún y, aunque no quiero darles falsas esperanzas, tampoco me puedo contener.

―Ve a por Ana ―le digo a Bits―. Dile que venga a la puerta.

Asiente, con los ojos como platos, y sale corriendo hacia el huerto. Yo sigo por el caminito, donde los árboles están perdiendo las hojas y una alfombra de naranja, amarillo y rojo cubre el sendero. Oigo mis pasos firmes y mi respiración. No he corrido así desde antes de que llegáramos aquí. Entonces corría para salvar la vida, pero ahora corro con esperanza.

Paso corriendo por la segunda puerta y saludo a Maureen. Tomo la curva y allí está. Viene con Dan, que probablemente le está hablando de la granja. Me detengo, jadeando, cuando él levanta la cabeza. Lleva la camiseta sucia y arrugada, el pelo le cae a mechones por los ojos y los vaqueros son más marrones que azules. Con una pistola en la cadera, un rifle al hombro y un machete colgando de la otra cadera, ciertamente parece Rambo.

―¡Peter! ―grito y corro hacia él.

Sonríe y enseña los dientes, blanquísimos en comparación con la cara mugrienta. Creo que jamás lo he visto tan contento. Miento, sí lo he visto: en esas fotos de cuando era un crío. Ahora mismo es clavadito a aquel niño, salvo por las pecas.

Cuando le doy alcance, casi lo tiro al suelo. Su mochila cae al suelo como un saco de patatas al abrazarme. No puedo creer que sea él. Es Peter, que había muerto; todos lo sabíamos. Recuerdo su cara cuando nos marchamos y que, por un instante, me pareció feliz, y lo abrazo aún más fuerte. No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que intento hablar.

―¿Cómo? ―grazno, incapaz de decir nada más.

―Había gente en el edificio. Arriba. Me tiraron una de esas escalas que se enganchan a la ventana. ―Aquella cortina. No la movió el aire. Meneo la cabeza pensando en la suerte que ha tenido, que hemos tenido, y lloro aún más. Le brillan los ojos―. ¿Cuándo te has vuelto tan llorona? La última vez que nos vimos llorabas. Volvemos a vernos y lloras.

Soy incapaz de contener las lágrimas, pero ese comentario no va a quedar sin réplica.

―Pues más o menos cuando tú encontraste tu sentido del humor.

Ríe.

―Esa es mi chica.

Entonces, por fin, dejo de llorar y le sonrío de oreja a oreja.

―Ya no ―le digo―. La tuya está en los huertos y viene para acá. Estamos todos aquí. Lo conseguimos gracias a ti.

Sé que le daba miedo preguntar y, cuando se lo digo, desaparece de su rostro el último vestigio de preocupación. Quiero contarle cómo llegamos aquí, lo de Nelly, que Ana me ayudó a salvarlo, pero ya habrá tiempo para eso. «Tiempo.» Eso es algo que ya no damos por supuesto.

No quepo en mí de gozo y se lo noto a él en la cara también. Ríe y me hace dar vueltas y vueltas como si estuviéramos bailando un vals, pero para en cuanto Bits y Ana doblan la esquina. La pequeña se lanza a sus brazos con un grito de alegría y le enrosca las piernas al cuerpo como si fuera un pulpo. Él le besa la nariz y escudriña su rostro.

―Bits, ¡tienes muchísimas más pecas! Veo una que se llama Morris justo ahí.

La sonrisa de Bits resulta cegadora y sus manitas manchadas de tomate no sueltan a Peter.

―¡Te he echado muchísimo de menos! ―le dice.

Peter la abraza más fuerte.

―Yo también te he echado de menos, chiquitina. Muchísimo.

El resto del grupo, y Adrian, llegan también. Abrazan a Peter y le hacen un millón de preguntas a la vez.

Presento a Adrian, que le estrecha la mano a Peter con una sonrisa.

―He oído hablar mucho de ti. Me alegro de que hayas conseguido llegar aquí.

Peter vuelve a dedicarme una sonrisa inmensa. Yo le guiño el ojo y busco a Ana, que se ha quedado a un lado y lleva un sombrero de ala ancha que la protege del sol cuando está en el huerto. Se pasa el día ahí, cuando no está intentando camelarme para que haga ejercicio con ella o buscando eleequis a los que destruir. Se muerde el labio y mira fijamente a Peter, sin saber qué hacer.

Peter le susurra algo al oído a Bits. La niña salta al suelo cabeceando afirmativamente y sonríe. Él se dirige hacia donde está Ana y se detiene a unos pasos de distancia. Luego, con un gesto casi caballeresco, le tiende la mano.

―¿Sabes? ―le dice esbozando una sonrisa―, al final no me concediste aquel baile.

Ana ríe y le coge la mano. Cuando él la atrae hacia sí y empieza a bailar el vals, a ella se le cae el sombrero. Peter no ha olvidado los pasos, pero Ana lo sigue, como él dijo que haría.

―¡Baile, baile! ―grita Bits, y su voz resuena entre los árboles.

Coge a Adrian con una mano y a Nelly con la otra y baila como si oyera música. Mi padre solía coger a mi madre para bailar con ella por toda la casa; a Eric y a mí también nos lo hacía. «Siempre suena música en algún sitio, solo hay que prestar atención.»

Tengo que creer que sigue siendo así, que suena música en algún sitio, por ahí, que en algún otro lugar la gente está bailando. Y, mientras Nelly me hace girar, me parece oír un leve tintineo procedente de algún lugar lejano. Penny y yo nos cogemos del brazo, hacemos un corro y lloramos de risa cuando Nelly y Adrian nos imitan. Bits ha arrastrado a la fiesta a Dan, que se la pasa entre las piernas y la lanza al aire.

Debemos de parecer ridículos, bailando en un camino de tierra, pero me da igual porque oímos la música, que cada vez suena más fuerte y ahoga los gemidos de los cuerpos descompuestos que vagan por el mundo sin saber que están destruyendo todo lo que un día amaron. Alivia el dolor de las familias rotas y los corazones partidos que tenemos todos ahora.

James no para de darle pisotones a Penny, pero veo que él también oye la música. Hasta John cabecea al compás. Adrian me atrapa y me abraza fuerte, pasándole a Nelly a Bits, que chilla encantada. Me siento superfeliz y superimpotente al mismo tiempo, y río y lloro a la vez. Ni siquiera sé ya de qué son las lágrimas. Adrian sonríe y me las limpia con el pulgar.

La impotencia empieza a remitir. Lloro por lo que un día fuimos, pero tengo fe en que el mundo seguirá adelante. Cuando de niña prometía querer a mis padres hasta el fin del mundo y después, no lo decía en serio. Era imposible. Si el mundo se acababa, se acababa y punto. Pero resulta que no era cierto, que podíamos quedarnos sin esto: los humanos podíamos terminar siendo un puntito intermitente en el radar de la historia.

Aunque no estoy tan segura de eso, porque el mundo ya se ha acabado y nosotros seguimos aquí.