En su manual para soberanos renacentistas, dice Maquiavelo que un príncipe capaz de salvaguardar su posición contra viento y marea a pesar de los cambios de su entorno tiene que ser capaz de aliarse con quien le convenga y de traicionar a quien no le convenga. Maquiavelo encuentra loable el que un príncipe sea capaz de mantener su palabra, pero al mismo tiempo hace constar que aquellos que lograron conservar el poder no se aferraron a la palabra dada, y que aquellos que supieron embaucar a los demás con su astucia superaron a los que actuaron con lealtad. Por tanto, el príncipe prudente no puede ni debe mantener la palabra dada si se da cuenta de que se va a volver contra él o sabe que han dejado de existir las razones por las que hizo tal promesa o dio tal palabra. La palabra no es, por tanto, absoluta, sino relativa.
El engaño es necesario para gobernar y para alcanzar los objetivos políticos de un príncipe, pero no hay que culpar al que engaña, puesto que lo hace por la razón de que siempre hay alguien que se deja engañar. Y pone como ejemplo al papa Alejandro VI, que supo como nadie engañar a unos y a otros y prometerles cosas que luego no cumplió si no fue imprescindible. Y dice que es bueno que un gobernante se comporte de esa manera porque no es necesario que tenga demasiadas virtudes pero sí que parezca que las posee. Incluso parece que cualidades como humanidad, piedad, integridad y religiosidad llegan a ser negativos para el buen gobierno. Es mucho más valioso parecer que se poseen y estar siempre dispuesto a mostrar la cualidad opuesta, ya que muchas veces es necesario actuar en contra de la lealtad, de la caridad y de la religión para mantener íntegro el Estado.
Poner como ejemplo al papa Borgia de todo ese catálogo de cualidades nos puede parecer escandaloso, sobre todo tratándose como se trataba de un príncipe eclesiástico. Pero ya sabemos que, en primer lugar, la Iglesia no se diferenciaba de cualquier otro estado laico, y también que lo que Maquiavelo buscaba en sus escritos y en sus filosofías no era un dechado de virtudes que bien pudiera vivir entregado a la oración en la clausura de un convento, sino un hombre capaz de mantener Italia unida y de cerrar la puerta a las invasiones extranjeras, y si de la Iglesia se trataba, un papa capaz de preservar sus posesiones y aumentar su autoridad. Y esto último es lo que hizo el papa Borgia.
Hasta que llegó Alejandro VI, el papado fue sumamente débil porque como los papas pertenecían casi siempre a una familia italiana o venían avalados por una de ellas, irremediablemente se ponían en el punto de mira de las familias enemigas. Ya hemos hablado de los enfrentamientos encarnizados de las dos familias romanas más poderosas del momento, los Orsini y los Colonna. Pues bien, los estados italianos contaban con ambas familias para mantener la debilidad del papado. Si el papa era familiar o partidario de unos, los otros se ocupaban de bombardear su pontificado hasta que caía, y cuando llegaba el siguiente, la historia se repetía. Y se repetía invariablemente porque los papas no reinaban mucho más allá de diez años, un período que permitía mantener la ofensiva constante.
Pero llegó Alejandro VI para demostrar a los italianos que un papa podía tener las cualidades del príncipe, la fuerza de un león y la astucia de un zorro y conseguir ser más fuerte que todos ellos, si sabía utilizar dos medios imprescindibles: el dinero y el ejército. Pero dinero propio y ejército propio, no dinero y ejército pedidos a unos o a otros, lo que siempre ponía al papado en manos del poder laico, sino dinero y ejército pontificios, exclusivamente al servicio del papa y al mando de un general que perteneciera al papado, no que dependiera de un señor laico. El general, naturalmente, fue su hijo Juan Borgia, duque de Gandía.
Alejandro VI supo jugar con las alianzas, con los pactos, con las rupturas, con los engaños y con todas las armas disponibles, empezando por su propio ejército, para fortalecer la Iglesia y liberar los Estados Pontificios de tiranos y usurpadores. La verdad es que el papa Borgia tenía grandes dotes de estadista, porque fue capaz de restablecer el orden público que los enfrentamientos continuos entre los Colonna y los Orsini habían deteriorado, como hemos visto en capítulos anteriores. En el corto período que transcurrió entre la muerte del papa anterior y la elevación de Rodrigo Borgia al solio pontificio, 17 días en total, hubo 220 homicidios. No era, pues, tan sencillo restablecer el orden y sujetar a aquellas dos temibles familias.
Practicó el nepotismo sin complejos, elevando a los suyos a los cargos más elevados posibles. Si el 11 de agosto le proclamaron papa, el 31 del mismo mes ya recibía César Borgia el arzobispado de Valencia y también su sobrino Juan Borgia Lanzol recibía el capello cardenalicio. Roberto Ger vaso, un autor italiano del siglo XX, habla de una parentela insaciable a la que diez papados no hubieran conseguido saciar.
Fue, sobre todo, un papa liberal y progresista que puso en marcha la reforma de las prisiones, que reformó la constitución de Roma e invitó a los gobernantes italianos a presentar su modelo de constitución. También reconoció al pueblo el derecho de reformar las medidas recogidas en la constitución anterior y, si lo deseaban, redactar otras nuevas. Tan liberal y progresista que permitió su propia leyenda negra, porque cuando le mostraban los escritos infamantes que circulaban por Roma contando sus excesos, se reía y opinaba que nadie había de creer tales cosas, y como entendía que el pueblo tenía derecho a expresarse libremente nunca lo reprimió.
Dado que las arcas papales habían quedado en muy mal estado tras los expolios de los familiares de los papas anteriores, los gastos de nuevas construcciones artísticas y la cruzada de Inocencio VIII, lo primero que tuvo que hacer Alejandro VI fue restringir los gastos, hasta que encontró la manera de conseguir nuevos fondos, una de las más fáciles fue, como hemos dicho anteriormente, el nombramiento de nuevos cardenales. Restringir los gastos no fue una medida definitiva sino temporal, porque sabemos sobradamente cuánto amaba el papa Borgia las fiestas y las diversiones y también sabemos su amor por las Bellas Artes, y todo eso costaba dinero. Tan pronto como consiguió reponer sus finanzas encargó a Bramante que continuase la ampliación del Vaticano que había iniciado Nicolás V. El nombramiento de cardenales, obispos, cargos laicos y otras fórmulas lograron que las arcas del Señor se recuperaran con creces. Lo que no sabía el papa Borgia era que a su muerte iba a entregar un papado fuerte y poderoso a su peor enemigo, Juliano della Rovere que le sucedió, tras un brevísimo lapso, con el nombre de Julio II.

UNA VIDA CORTA E INÚTIL

El tercer hijo de Alejandro VI, el duque de Gandía, Juan Borgia, debió de ser un botarate. Ya dijimos que de jovencito se fue a Valencia con su hermano mayor, Juan Luis, y que a la muerte de éste heredó de él el título de duque de Gandía y también a su prometida, sobrina del Rey Católico, María Enríquez.
También dijimos que llevó en España una vida principesca y depravada, de juerga en juerga, que hizo que su padre le llamara la atención.
Pero lo grave no era que llevara vida principesca y depravada, sino que se divertía en España mientras su padre se las veía con las tropas de Carlos VIII y, sobre todo, mientras su hermano mayor, César, rumiaba su venganza contra todos aquellos vicarios que ocupaban territorios papales y que, en lugar de ponerse al lado de su señor feudal, el papa, se habían pasado al enemigo y habían luchado junto al francés.
Juan era, sobre todo, un chico guapo, rico, mimado y divertido. Cuando su padre le permitió, finalmente, regresar a Roma, ya en 1496, la ciudad le recibió con colgaduras y banderines, dándole una bienvenida principesca. Se instaló en el palacio apostólico en el que vivía César, que era entonces cardenal y recibió de su padre el título de capitán general de la Iglesia. Un cargo que le quedaba bastante grande.
Grande o pequeño, el cargo de Juan Borgia le ponía al frente de los ejércitos papales, mercenarios, como lo eran todos entonces, y su cometido era liberar los Estados Pontificios de los ejércitos también mercenarios de los Orsini y otros nobles romanos, que los habían ocupado. Pero Juan carecía en absoluto de experiencia en la lucha y, además, no tenía vocación alguna.
Está claro que el Papa se equivocó al encaminar a sus dos hijos, porque César demostró clara vocación militar, y Juan, ninguna. Mejor hubiera hecho dedicando a César a las armas y a Juan a la Iglesia, ya que hubiera hecho un buen cardenal propio de la época, como aquel sobrino de Sixto IV, Pedro Riario, cuyos derroches y calaveradas se hicieron célebres unos años atrás. Y es que su vocación era esa, la de calavera, y además, ambicioso. Ambicioso porque soñaba con el trono de Nápoles; calavera porque existen numerosas cartas que le dirigió su padre cuando vivía como un príncipe en España, instándole a no derrochar el dinero, a no dar motivo de intranquilidad a su esposa ni de escándalo a la gente, a tener en cuenta que era mucho más importante el bienestar de la familia que la diversión y las aventuras amorosas. Cartas que cualquier padre escribiría a un hijo calavera.
Al terminar la primera campaña contra los franceses, cuando ya el Gran Capitán acababa con los últimos reductos de las tropas de Carlos VIII y éste hacía tiempo que se había vuelto a Francia, se reunieron en Roma los cuatro hermanos Borgia. Jofré volvía de Calabria, donde había permanecido a salvo con su esposa Sancha durante la guerra. Lucrecia venía quejándose de que su marido, el Sforzino, no se comportaba como debía comportarse un marido. De él tenía ya quejas el Papa, porque le constaba que en lugar de enfrentarse a todos aquellos enemigos que usurpaban las tierras de la Iglesia se entendía secretamente con ellos. Juan volvía de España, donde habían quedado su esposa y su hijo. Un hijo del que, con el tiempo, nacería el santo de la familia, Francisco de Borja. En cuanto a César, vivía allí, en el palacio episcopal de Roma.
Esta fue la época en que, según narramos en el capítulo III, las tres bellezas de la familia resplandecieron en la corte pontificia. Pero esta fue también la época en la que los ejércitos del papa, al mando de Juan Borgia, iniciaban su campaña contra los nobles usurpadores. Dada la inexperiencia del joven capitán, su padre puso a su lado a uno de los condottieri más conocidos e importantes del momento, Guidobaldo de Montefeltro, duque de Urbino.
Los Estados Pontificios, aquellos que pertenecían a la Iglesia desde el siglo VIII y otros que se habían ido anexionando, habían sido entregados en feudo a distintos nobles, cuyas obligaciones eran pagar los correspondientes tributos al señor feudal, que era el papa, y mantener el orden, la paz y la prosperidad en los feudos cedidos. Estas eran las obligaciones de todo señor, como dijimos en el capítulo II, recibir tributos y acatamiento de sus vasallos a cambio de administrar las tierras, impartir justicia y velar por el orden y la paz.
Pero los Estados Pontificios eran ricos y sus rentas atrajeron la atención de otros señores sin señorío, ansiosos por poseer tierras y vasallos. Muchos de los feudatarios que disfrutaban territorios y rentas de la Iglesia a cambio de tributos se vieron despojados de sus derechos por parte de señores de la guerra, condottieri de renombre, como los Orsini o los Savelli, que usurparon territorios y castillos y que, además de negarse a tributar a la Santa Sede, cometían habitualmente toda clase de abusos y tropelías, expoliando y oprimiendo a los vasallos con impuestos abusivos y utilizando la fuerza para hacer y deshacer a su antojo.
Esta situación era antigua, porque ya dijimos que hacía mucho tiempo que los nobles utilizaban los inestimables recursos de las guerras entre bandas y facciones rivales para aprovechar el caos imperante y debilitar la autoridad de la Iglesia, que no tenía posibilidades para defender sus territorios ni para salvaguardar sus derechos, puesto que siempre estaba en manos de una facción y peleando contra la otra.
Pero el papa Borgia se había propuesto terminar con aquella situación y recuperar para la Santa Sede los territorios usurpados, devolviéndolos a vicarios que tuvieran derechos sobre ellos y que supieran respetar y cumplir sus obligaciones.
Expulsar a los usurpadores y mantenerlos a raya era la misión prácticamente imposible de Juan Borgia. La otra, algo menos imposible, era asegurarse la fidelidad de los vicarios. El núcleo de la acción era, por entonces, la Romaña.
Mientras Juan Borgia organizaba sus campañas con ayuda de Guidobaldo de Montefeltro, César, que todavía era cardenal pero que ya tenía clara cuál era su vocación, observaba en silencio las operaciones militares, a las que asistía a solas y vestido de caballero de la Orden de Rodas. Estaba aprendiendo el arte de la guerra y la estrategia militar de un condottiero. Guidobaldo era célebre y tenía experiencia, a pesar de que apenas tendría veintitrés o veinticuatro años en esta época, pero había sucedido a su padre, Federico de Montefeltro, a los diez años de edad. Fue, por tanto, maestro de los dos hermanos Borgia.
Dada la corta esperanza de vida de la época, los veintipocos años de Guidobaldo de Montefeltro equivalían prácticamente a la cuarentena en nuestro tiempo. Valga como ejemplo decir que, a los cuarenta y tres años, Lorenzo el Magnífico era viejo y decrépito, falleciendo de gota y de úlcera. La falta de higiene y cuidados y la manera caótica de alimentarse generaban numerosas enfermedades. El joven duque de Urbino padecía a los veinte años tales ataques de gota que debía permanecer muchas horas acostado o sentado, lo que había desarrollado su gusto por la lectura y le había convertido en un hombre sumamente culto. Era, pues, hombre de su tiempo, como lo fue su padre Federico de Montefeltro, un mecenas de las artes y de la literatura renacentista que había llevado al ducado de Urbino a su máximo esplendor. La esposa de Guidobaldo, Isabel de Gonzaga, fue la protectora de Rafael Sanzio, que era natural de Urbino. Como no tuvieron hijos, habían adoptado a su sobrino Francisco María della Rovere. Eran, por tanto, familia de Juliano della Rovere, el gran enemigo del papa Borgia.
Guidobaldo de Montefeltro, duque de Urbino, fue el maestro de armas de Juan Borgia, al que acompañó en sus primeras campañas contra los usurpadores de los Estados Pontificios. Años después, cuando César Borgia mandó las tropas de la Iglesia, Guidobaldo de Montefeltro tuvo que huir de Urbino ante el ataque de César. A la muerte del papa Borgia, su sucesor Julio II le restituyó el ducado de Urbino.
La primera campaña de Juan Borgia contra los usurpadores de territorios papales coincidió con la reconquista de Nápoles. Mientras el Gran Capitán expulsaba de allí a los soldados de Carlos VIII, las tropas pontificias recuperaban diez castillos usurpados y hacían prisionero a Virginio Orsini, señor de Bracciano, quien murió en enero del año siguiente. El invierno de 1496 se había mostrado favorable a las operaciones militares del joven general de la Iglesia, pero había sido únicamente cuestión de suerte, pues ya hemos hablado de su inexperiencia. Cuando se aprestaba a liberar las plazas de Bracciano y Trevignano, ésta le jugó una mala pasada consistente en que los soldados dejaron de obedecerle. Había un buen botín de por medio, y en lugar de dedicarse a la lucha se dedicaron a pelear entre ellos por el reparto del botín de guerra, y Juan Borgia no fue capaz de imponerles la disciplina necesaria.
Estas situaciones eran muy comunes entonces entre las tropas, puesto que ya dijimos que luchaban exclusivamente por dinero y no por ideales. A los soldados tanto les daba que tomasen una ciudad usurpada o que los usurpadores tomasen otra media docena más de plazas fuertes, lo único que les interesaba era conquistar un objetivo y cobrarse el botín. Y la única manera de mantener el orden y la disciplina entre las tropas era conseguir su respeto y su temor, no su simpatía, como bien dijo Maquiavelo. Y eso era algo para lo que Juan Borgia no estaba capacitado. Él era afable, tenía buen carácter y le gustaba divertirse con quien encontrara, pero no era capaz de imponerse por la fuerza a su gente. El 23 de enero de 1497, vencido por las tropas de Carlos Orsini, Juan llegaba a Roma cubierto de barro, herido en el rostro y agotado por el esfuerzo, a refugiarse en los brazos de su padre. Atrás quedaba Guidobaldo de Montefeltro, prisionero de los Orsini.
Pidió el Papa ayuda al rey de Nápoles, que era entonces Fernando II o, como le llamaba el pueblo, Ferrantino, y éste tuvo la buena idea de enviarle al Gran Capitán, toda vez que ya Nápoles estaba recuperada definitivamente, o al menos eso creían ellos, porque faltaban algunos años para la segunda ocupación. El Gran Capitán sustituyó al duque de Urbino, prisionero como dijimos de los Orsini, al frente de las tropas pontificias, las reorganizó y consiguió unas cuantas victorias sobre los Orsini. No muchas, pero sí las suficientes como para que estos desearan firmar la paz con Alejandro VI. Hubo armisticio y se celebró con entusiasmo, pero no por todos. A los Orsini les quedó la humillación de la derrota y la pérdida de su mejor capitán, Virginio. En cuanto a Guidobaldo de Montefeltro duque de Urbino, nadie se ocupó de rescatarle y tuvo que pagar él mismo su rescate. Al otro lado, mientras su padre y su hermano se congratulaban de haber acabado con la guerra, César Borgia permanecía en silencio, rumiando su disgusto y organizando mentalmente la venganza. Algún día...
El papa Borgia debió de ser un padre bastante blando y debió de mimar mucho a sus hijos, pero siendo estos tan diferentes, los efectos fueron evidentemente distintos. A pesar de saber que Juan no se había comportado como un gran guerrero en su papel de capitán general de la Iglesia, celebró las victorias sobre los Orsini como si realmente se debieran a la profesionalidad de su hijo, y éste, engreído, se dedicó a pasear por Roma su porte y sus medallas, convirtiéndose en un militar enjoyado y presumido que alborotaba la noche con sus correrías y ponía en peligro constante la virtud de cuantas damas, solteras o casadas, se cruzaban en su camino, porque ya dijimos que era joven, atractivo, famoso y rico, y esas cualidades le hacían irresistible. Tantas eran sus salidas nocturnas que algunas veces desaparecía durante más de un día y no se sabía si se encontraba ocupado en los brazos de una dama ardiente o huyendo de la espada de un marido engañado.
Mientras Juan disfrutaba de la vida, César se dejaba corroer por el rencor contra los señores que usurpaban las tierras de su padre y contra los que traicionaban los intereses de la familia. Uno de ellos era su cuñado, Juan Galeazzo Sforza, que ocupaba también una de las plazas pontificias, la de Pésaro, pero que se sabía que operaba en connivencia con los enemigos de los Borgia. Además, Lucrecia se quejaba de la falta de atención de su marido y el Papa estaba empezando a considerar la anulación del matrimonio.
Mientras, Sancha y Jofré, príncipes de Esquilache, que habitaban el palacio Aleria, habían aparentemente dejado de dormir juntos, parece que con gran satisfacción para el esposo cuyo temperamento flemático se adecuaba tan mal a los ardores de la esposa. En cuanto a ella, se dice que acudía discretamente, al amparo de la noche, junto a su cuñado César, atravesando el pasadizo que comunicaba su palacio con el castillo de Sant'Angelo. También se dice que Juan, tan aficionado a las mujeres, mostró bastante interés por ella, sobre todo al encontrarla tan ardiente y deseosa y comprobar que su marido no satisfacía en absoluto sus ardores venéreos, y cuentan que ella correspondió a la pasión de Juan con mayor vehemencia que a la de César.
En estas fechas se produjeron tres acontecimientos de gran importancia para la familia Borgia. El primero fue, como dijimos, la anulación del matrimonio de Lucrecia y el Sforzino, cuyo trámite humillante narramos en el capítulo III. El primero que se sintió dolorido y ofendido fue el cardenal Ascanio Sforza, tío del marido, quien ya había sido amigo, enemigo y otra vez amigo del papa Borgia. Con esto se rompieron definitivamente las relaciones con los Sforza. Ya sabemos que años después el Papa daría su beneplácito a Luis XII para que conquistara el Milanesado.
El segundo acontecimiento que acaeció fue la muerte de Fernando II de Nápoles y el ascenso de su tío Federico II, don Fadrique, al trono napolitano. Hay quien menciona que el papa Borgia iba a conceder a su muy amado hijo Juan un título que pudiera hacerle acreedor a la corona de Nápoles, puesto que Nápoles era, recordémoslo, feudo pontificio, y además Fernando II había muerto sin herederos. Esto es algo que parece que no se ha podido comprobar. Lo que sí es cierto es que el Papa envió a César como cardenal camarlengo a coronar rey de Nápoles a Federico II y que Juan había de acompañarle. Federico era, por cierto, tío de Sancha, y tío político, por tanto de Jofré. También sabemos que a cambio de coronarle rey de Nápoles, Alejandro VI pidió a Federico, quien tenía mucha prisa en recibir la corona por miedo a los muchos pretendientes que se la disputaban, que cediera el ducado de Benevento para Juan Borgia.
Estos dos sucesos tuvieron grandes consecuencias políticas para los Borgia. El tercer acontecimiento, el más penoso, doloroso y con peores consecuencias sociales para ellos fue la muerte de Juan Borgia.
En aquellos días y cuando llevaba menos de un año viviendo en Roma, Juan había acumulado los títulos de capitán general de la Iglesia, duque de Gandía, príncipe de Tricasino, conde de Laurci y Chiaramonte, así como Terracina y Pontecorvo, señoríos pontificios adheridos al ducado de Benevento. El hecho de que Juan se enseñorease de territorios de la Iglesia no gustó nada, y se oyeron las protestas del cardenal Piccolomini, sobrino de Pío II, así como de Garcilaso de la Vega, embajador de España, pero de nada sirvieron, porque el Papa se había propuesto atiborrar a Juan de títulos y rentas, puede que por resarcirle de su escasa utilidad personal. Cabe suponer que Alejandro VI veía pasar los años y sabía positivamente que su muerte no podía estar muy lejana y que había que dejar a los hijos bien arropados para el futuro.
Partieron, pues, los dos hermanos camino de Nápoles, el uno a coronar a don Fadrique y el otro a recibir el nuevo ducado de Benevento. Pero la partida sería por la mañana, a buena hora. Aquella noche todavía tenían mucho que celebrar. Su madre, Vannozza, que se sentía sumamente orgullosa de tener un hijo cardenal camarlengo y el otro con tal cantidad de títulos, ambos tan jóvenes y tan bien parecidos, quiso ocuparse de la celebración y organizó un banquete en su palacio, como correspondía a una buena madre.
Vannozza sabía que la fortuna le sonreiría solamente mientras viviese el papa Borgia, y curándose en salud había invertido todo su dinero en adquirir varias hosterías en Roma. Con sus ganancias y las de sus tres maridos se había hecho construir un palacio próximo a la iglesia de San Pedro in Vincola, hoy famosa por guardar el Moisés de Miguel Ángel. Al banquete asistió toda la familia, con excepción, lógicamente, del Papa. Recordemos que Vannozza se había casado varias veces y que sus sucesivos maridos adoptaron a los hijos del Papa y admitieron la situación con gran benevolencia a cambio de sustanciosas prebendas.
Tras la cena, Juan partió a caballo y César en mula, que era la cabalgadura de los eclesiásticos, y su primo, llamado también Juan Borgia, cardenal de Monreal, en otra. Salieron los tres juntos. Todo lo que se sabe es que delante de Juan marchaba un palafrenero a pie, y que a la grupa de su caballo llevaba a una persona con el rostro tapado con un antifaz. Lo único que se advertía de dicho individuo era su pequeña estatura. Y también parece que no era la primera vez que se veía al duque de Gandía en compañía del misterioso enmascarado.
Entonces era muy normal que hombres y mujeres, sobre todo de la alta sociedad, salieran de noche con la cara tapada para evitar que les reconocieran en sus jolgorios nocturnos o en sus visitas amatorias. Recordemos que esa costumbre perduraba todavía en España en el siglo XVIII y que dio lugar a un famoso motín, cuando el marqués de Esquilache prohibió capas y embozos.
Camino del Vaticano, al pasar cerca del palacio Cesarini, en el que vivía el cardenal Sforza, Juan se detuvo y dijo a su hermano y a su primo que siguieran sin él. Parece que tenía una cita galante. Como era de noche y las noches eran muy peligrosas en Roma, los otros le advirtieron, pero Juan continuó su camino con su palafrenero y con la persona que llevaba a la grupa, dirigiéndose hacia el barrio judío. Antes de llegar, pidió al palafrenero que le esperara e igualmente esperaron César y el cardenal de Monreal, intrigados y quizá algo asustados por la misteriosa cita de Juan, pero él les advirtió que si no volvía se fueran directamente al Vaticano. Daba la impresión de que acudía a una cita galante de la que podía obtener una noche completa en buena compañía.
A la mañana siguiente, como aún no había regresado, todos pensaron que la cita había tenido éxito y que Juan se solazaba todavía con su dama. Pero el mundo se les vino abajo cuando supieron que se había encontrado al palafrenero malherido y que el caballo del Duque erraba por las calles de Roma sin su dueño. Antes de morir, el palafrenero explicó que como su señor no regresaba había decidido volver hacia el Vaticano siguiendo sus instrucciones, pero que le habían atacado por el camino.
Los elegantes en la Italia renacentista. Juan Borgia fue uno de los jóvenes más elegantes de su época. Su vida fue corta e inútil. Corta porque murió antes de cumplir los veinte años. Inútil, porque todo lo que hizo fue divertirse y presumir. En esta pintura podemos apreciar las modas de los elegantes de la época y los sombreros que se estilaban. Se trata de la corte de Ferrara..
Temerosos de lo peor, pero con la esperanza de que Juan permaneciera oculto en casa de alguna mujer, el prefecto envió a su gente a recorrer las calles y casas del barrio en el que su criado señaló que se había internado la noche anterior, pero no hallaron ni rastro. Finalmente, uno de los vigilantes del Tíber llamado Jorge Schiavone declaró haber visto hombres en el camino que iba del castillo de Sant'Angelo a Santa María del Popolo, que llegaron con un caballo sobre el que se podía ver un bulto pesado, que arrojaron al río en la zona en la que se arrojaban basuras y desaguaba una alcantarilla. El vigilante había visto cómo, al caer al agua, había flotado su capa, y cómo los otros habían arrojado piedras hasta hacerle desaparecer. No había denunciado el caso porque rara era la noche que no veía arrojar algún cadáver al río y nadie protestaba ni reclamaba.
Trescientos pescadores registraron el río, hasta que apareció el cadáver. Era Juan. Tenía nueve puñaladas en el cuerpo. Una de ellas, en la garganta. Llevaba puestos los guantes, su elegante ropa y todas sus joyas. Incluso dicen que llevaba 30 ducados de oro en la bolsa, que no había tenido tiempo de gastar. El cadáver del hombre más elegante de Roma había sido recogido por una red de pesca de entre los desperdicios de la zona más pútrida del río.

ESPECULACIONES EN TORNO A LA MUERTE DE JUAN BORGIA

En torno a la muerte súbita, inesperada y brutal del duque de Gandía se produjeron numerosas especulaciones. El Papa pensó en primer lugar en los Orsini. Recordemos que Juan había vencido y apresado a uno de ellos en su primera campaña, Virginio, y que éste había muerto al poco tiempo, por lo que dicen que la familia Orsini había pensado en el envenenamiento. Algunos autores han especulado con la posibilidad de que el asesino fuera el conde Antonio María de la Mirandola, de cuya hija estaba Juan enamorado. El lugar del río al que arrojaron su cadáver no estaba lejos de su casa y ella pudo muy bien ser el cebo para atraerle a la muerte. Él o cualquier otro padre, hermano o esposo de alguna de las muchas mujeres con las que festejaba sus noches romanas. Juan estaba casado en España, y por muy buen mozo que fuera no era un posible marido para ninguna. Una mujer deshonrada por un hombre que no puede casarse con ella es un motor de venganzas. Además, el caballo de Juan de Gandía había aparecido vagando entre el palacio del conde de la Mirandola y el de los Parma, donde lo habían recogido y lo habían llevado a los criados del Conde preguntando si era de ellos aquel caballo suelto. Dijeron que sí, pero luego no fueron capaces de dar una señal que identificara al animal, por lo que los de Parma se negaron a entregarlo.
Algunos acusaron al Sforzino, quien humillado y escarnecido por los Borgia, ya dijimos que propagaba infamias sobre ellos, especialmente sobre Lucrecia, pero el Papa no aceptó la acusación y aseguró que no tenía duda alguna al respecto. Ascanio Sforza se había enfrentado a Juan en una ocasión en la que éste llamó gandules a algunos invitados a un banquete ofrecido por el cardenal, y ellos a su vez le habían llamado bastardo. En todo caso, el consistorio los declaró inocentes tanto a él como a su sobrino Juan Galeazzo.
Otros aprovecharon para ver en este caso la mano de Dios, pero la mano vengadora, no la mano que se supone que Dios tiende a los pecadores. Muchos eran los pecados del padre y del hijo, el padre por consentirle y darle tantos títulos y tantas tierras, aun a costa de la Iglesia, y el hijo por aceptar todo a cambio de nada. Es más que probable que con tantos títulos y prebendas Juan tuviese numerosos enemigos. Incluso hay quien vio en su asesinato un aviso al Papa para que no regalara tantas cosas y no practicara tanto el nepotismo a la luz del día.
El mismo Papa parece que vio un castigo de Dios por sus excesos o la factura que le pasaba alguno de sus enemigos. En todo caso, mandó detener las investigaciones que se habían iniciado en el mismo momento del hallazgo del cadáver, y en vez de buscar un culpable determinó enmendarse de sus muchos errores. Fue tal su duelo que incluso pensó en abdicar y retirarse a un monasterio, pero se lo comunicó a su entonces aliado Fernando el Católico y éste le aconsejó, con gran acierto, dejar pasar un poco de tiempo. Efectivamente, el tiempo cura las heridas cuando no se infectan y aquella no estaba infectada.
Todo el propósito de la enmienda de Alejandro VI quedó en una reforma de la Iglesia, una de las innumerables reformas que tantos papas han iniciado y que no han modificado gran cosa su estructura, una reforma más que se encargó, como todas, a una comisión de eclesiásticos los cuales, como es habitual, no hicieron demasiado.
Los enemigos de la familia Borgia aprovecharon el caso para arrojar un tremendo baldón sobre César, haciendo correr la voz de que era él quien había mandado asesinar a su hermano. ¿Por qué motivo? Por envidia, para heredar sus prebendas. Los más interesados en propalar esta acusación fueron precisamente los Orsini y el Sforzino, que así mataban dos pájaros de un tiro, se libraban de una acusación y de un enemigo.
No parece posible que César pensase en heredar nada de su hermano, sabiendo como sabía que tenía un hijo en España, bien lejos de la influencia de nadie. Un hijo que crecía sano y seguro junto a su madre, María Enríquez y que heredó, como era de esperar, los títulos de su padre. Incluso, sabemos que César Borgia consiguió para su sobrino la investidura del ducado de Benevento, el que habría ido Juan a buscar a Nápoles. También es verdad que César heredó de su hermano el título de general de la Iglesia, pero eso sucedió al cabo de casi tres años. Primero tuvo que renunciar a su posición de cardenal y a los innumerables obispados y arzobispados que ostentaba. Ya dijimos que los cargos eclesiásticos eran mucho más suculentos que los cargos laicos o los militares. Más rentables y más seguros, pues dentro de lo que cabía la Iglesia era una de las instituciones más seguras del momento, mucho más que un ducado o un reino. Lo hemos visto en los capítulos anteriores.
Óscar Villarroel señala que Juan pudo muy bien ser asesinado por la nobleza romana, a juzgar por la forma en que apareció su cadáver. Cuenta este autor que apareció en el río, con los pies y las manos atadas, con la bolsa llena de ducados y las armas envainadas, el cuerpo acribillado a puñaladas y prácticamente separado de la cabeza, por la saña con la que le degollaron. Para él, esta fue una forma simbólica de hacer ver que no le habían matado por dinero, que había sido tan cobarde que ni siquiera había sacado la espada o la daga para defenderse (aunque bien pudieron envainarlas después de muerto) y que la forma en que apareció el cadáver ofrecía una imagen de lo que había sido en vida.
Roberto Gervaso asegura no solamente que fueron los Orsini quienes cometieron el crimen, sino que cometieron un crimen perfecto, algo que jamás se pudo ni se podrá probar.
Blasco Ibáñez apunta la posibilidad de un marido burlado o de una mujer que le ofreció una aventura como cebo, una nueva Dalila pagada por los enemigos para tenderle una celada. Esto se vería confirmado por la presencia del misterioso enmascarado que parece que le guió la noche del crimen.
Pudo ser cualquiera. Juan había dejado en la estacada no solamente a varias mujeres burladas, sino a su lugarteniente Guidobaldo de Montefeltro, por el que ni siquiera se molestó en pagar un rescate. Se había jactado vanamente de haber humillado y vencido a los temibles y rencorosos Orsini y había discutido agriamente con el cardenal Sforza. Pudo ser cualquiera.

DE CARDENAL A GENERAL

El ropón rojo de cardenal debía de pesarle a César Borgia como si fuera de plomo. Nunca tuvo vocación y, afortunadamente, nunca llegó a recibir las órdenes sacerdotales porque no pasó de diácono. Ya hemos dicho que entonces era normal que un seglar recibiera las órdenes en dos días o que un diácono las recibiera de la noche a la mañana. Si había cargos o títulos que obtener, no se perdía el tiempo.
César Borgia tuvo una educación esmerada, como todos los hijos del papa Borgia y como todos los jóvenes adinerados de la época. Sabemos que tuvo maestros españoles e italianos de renombre y que realizó estudios de Teología y Derecho en las universidades de Pisa y de Perusa, mientras su hermano Juan se embarcaba para España con Juan Luis, el mayor. Dicen que le tuvo envidia y hasta es posible que envidiara su futuro porque, aunque la carrera eclesiástica era siempre la más ventajosa, también sabemos que a él lo que le tentaba eran las armas.
Era obispo desde los 5 ó 6 años, fue arzobispo de Valencia a los 17 y cardenal a los 18. Cosas de la época, ya lo hemos dicho. Hipólito de Este fue cardenal a los 15 años y Alejandro Farnesio, el hermano de la bella Julia y futuro papa Pablo III, a los 18. El mismo día que César Borgia recibió el capello cardenalicio, lo recibieron otros ocho jóvenes, todos ellos de familias de la alta sociedad, entre ellos un canciller de Enrique VII de Inglaterra, un hijo del dux de Venecia y el hijo del rey de Polonia. Eran príncipes eclesiásticos cuya misión era puramente política y no pastoral. Eran los obispos quienes tenían (y siguen teniendo) encomendada la misión de pastores de almas. Por su título valenciano, César era conocido por el Valentino.
Pero con tantos estudios y con tantos títulos eclesiásticos, César Borgia pudo concebir algún tipo de sensación de inferioridad ante la nobleza de sus amigos.
Su padre quiso que fuera uña y carne, «una sola carne y una sola sangre» con Juan de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, que llegaría a ser papa con el nombre de León X. También Juan de Médicis era cardenal, y por cierto el más joven del Colegio Cardenalicio. Se lo concedió el papa Inocencio VIII para premiar su alianza con los Médicis, pues había casado a su hijo Francisco con una hermana de Juan, Magdalena.
Ambos rivalizaron en conocimientos, en juegos intelectuales, en mil cosas, pero Juan era un Médicis, que ya entonces era una estirpe noble de banqueros florentinos y él, César, era el hijo bastardo de un cardenal que llegaría a papa. Es indudable que hubo diferencias sociales entre éste y otros amigos similares con los que César se codeó en su infancia y en su adolescencia.
Por tanto, era ya obispo cuando estudiaba en Pisa y en Perugia, pero el ser obispo no evitó que viviera como todos los estudiantes con dinero en el bolsillo, intercalando diversiones, juegos, escarceos y amoríos entre libro y libro. Así es como vivían sus compañeros de estudios, de juegos y de diversiones, todos ellos eclesiásticos. Eclesiásticos sin elegir su carrera. No eran tiempos en los que los jóvenes pudieran intervenir en su destino. Las mujeres eran prendas de paz para sellar alianzas matrimoniales con otras familias, y los varones se dedicaban a las armas, a la Iglesia o a la profesión de la familia.
Antes de ser cardenal, se emitieron para él un par de documentos. El primero señalaba que era hijo legítimo de un matrimonio legal entre Domingo Giannozzi de Rignano y Vannozza, hija de Jacopo Cattanei, viuda en el momento del nacimiento de César. Este documento es anterior al capello cardenalicio.
Pero hay otro documento emitido por el papa Sixto IV, según el cual no debía mencionarse en el futuro la oscuridad de los orígenes del señor César Borgia, es decir, que le daba el apellido de su padre, que era entonces el cardenal Rodrigo Borgia. Para aclarar las cosas, el papa Borgia emitió una bula definitiva señalando que César era hijo suyo, habido de una mujer casada, cuando él era obispo de Albano. Ya vimos anteriormente que había innumerables hijos de madre desconocida y padre célebre. César fue uno de ellos.
Pero era indispensable que tuviera orígenes claros antes de nombrarle cardenal. A los 18 años fue obispo de Valencia y cardenal, de la misma manera que aquel conde de Vermandois fue, a la tierna edad de 5 años, obispo y conde. Ya hemos visto que ser obispo equivalía social y económicamente a un título nobiliario, porque las rentas de un obispado nada tenían que envidiar a las de un condado. Y si el obispo debe pastorear las almas de su diócesis, el conde ha de hacer lo propio con los cuerpos de su feudo.
César Borgia retratado por Giorgione. César fue el hijo más célebre del papa Borgia. De cardenal se convirtió en general de los ejércitos pontificios y cosechó innumerables victorias en la lucha contra los usurpadores de los territorios de la Iglesia. Peleó también con éxito junto al rey Luis XII de Francia. Su estrella se eclipsó a la muerte de su padre.
No sabemos cuánto le costó a César convencer a su padre de que todo aquello del ropón rojo y el báculo no era para él, puesto que él prefería mil veces la espada, algo que, además, demostró que sabía utilizar cuando estuvo al mando del ejército pontificio en tiempos de la invasión de Carlos VIII.
Él no quería servir a Dios, sino servir a Italia, al menos al pedazo de Italia que podría conquistar para sí. Solamente quería vivir con intensidad y alcanzar un alto grado de poder, no de poder místico, sino político. Según Maquiavelo, eso era precisamente lo que necesitaba Italia, hombres con deseo de poder y con una buena dosis de crueldad para no echarse atrás en situaciones límite. Gracias a su ansia de poder y a su crueldad, César reorganizó la Romaña, aquel territorio pontificio usurpado por nobles predadores, reunió los territorios y les devolvió la paz y la lealtad. Y no lo consiguió a base de buenas palabras, de armisticios o de sermones religiosos, sino con las armas en la mano y la crueldad en el alma. Era frío, sereno y calculador para sus enemigos, pero le vencía un furor incontrolable cuando alguien atacaba a su familia. Debió, pues, ir acumulando resentimiento contra aquellos usurpadores que se enseñorearon de las tierras del papado y contra aquellos traidores que engañaron a su padre.
Ya hemos visto que no tenía vocación religiosa, sino militar, y en cuanto pudo cambió de ropas, de carrera y de destino. Tampoco tenía vocación religiosa y sí muy grande vocación militar el gran enemigo del Papa, aquel Juliano della Rovere que resultó ser mejor emperador y guerrero que papa y que pasó gran parte de su papado vestido de militar. Tampoco la tuvo la mayoría de los que accedían al papado, al cardenalato o al obispado para medrar, para cosechar triunfos personales o para satisfacer sus ansias de poder y de dinero. Al menos, César abandonó en cuanto le fue posible.
Se han dicho muchas cosas de César Borgia, pero la más acertada es quizá la de que tuvo, como tantos hombres del Renacimiento, alma de bandido en un cuerpo de semidiós. Ya hemos visto cómo el placer por los bellos mármoles y el amor por los juegos intelectuales solía guardar, sin ocultarlo, un carácter brutal, un instinto asesino y un talante traidor. Ya hemos visto también que estaba de moda lo políticamente incorrecto.
Cuando murió Juan Borgia, César partió para Nápoles a coronar a Federico II. Aprovechando el viaje, mantuvo un romance con una bella napolitana hija del conde de Alife, María Díaz Garlón. Un año después, convivía en Roma con una siciliana. En aquella época sólo pensaba en divertirse. No asistía a actos religio sos más que cuando resultaba imprescindible, y su vida pública tenía un gran eco en la sociedad. Hablaba cinco idiomas y vivía rodeado de artistas e intelectuales, como todos los personajes renacentistas. Era capaz de pasar muchas noches de juerga y muchos días durmiendo para recuperarse. Muchos cardenales vivían igual que él, hemos visto anteriormente un ejemplo en Pedro Riario, pero a él le estorbaba el ropón rojo porque se moría por atacar a los enemigos del papa y de la familia. Algunos autores afirman que el hecho de que un cardenal dimitiera era un escándalo. Sin embargo, parece que no lo era el que un cardenal viviera como vivían Pedro Riario y muchos otros.
Hay quien dice que fue el mismo Papa quien ordenó a su hijo que dejara el estado eclesiástico y asumiera el mando de los ejércitos pontificios, porque era necesario poner orden en los territorios papales. Esto es muy lógico. Muerto Juan, quedaba Jofré, pero ya dijimos que no tenía temperamento para las armas. El Papa vio muy claro que el siguiente general de la Iglesia había de ser César. Seguramente había ambicionado para él el papado, pero también seguramente se dio cuenta de que esa idea no tenía futuro.
Lo decidiera el Papa o lo solicitara él, lo cierto es que, en diciembre de 1497, César Borgia devolvió la púrpura, dejó la carrera eclesiástica y emprendió la militar. Eso tenía su trámite, que consistía en argumentar algo similar a lo que hoy aducen las parejas para anular el matrimonio. Declaró ante el Colegio Cardenalicio que nunca tuvo vocación religiosa, reconoció que la dignidad que se le había otorgado no se avenía con la vida que realmente llevaba y señaló que el hábito sagrado entraba claramente en conflicto con los impulsos de su naturaleza, lo cual ponía su alma en peligro. Esto sirvió para que los cardenales transmitiesen al Papa la petición de concluir su carrera en la Iglesia y para que el Papa emitiese la bula correspondiente.
Lo que no arguyó César Borgia fue que tenía una tarea histórica que cumplir, recuperar el centro de Italia y devolver el dominio a la Iglesia, sin olvidarse de sí mismo.
Una vez seglar, lo primero que tuvo que hacer fue casarse. No eran tiempos para exponerse a morir sin descendencia ni para perder la oportunidad de establecer una alianza matrimonial con algún país o personaje importante. Ya vimos que la esposa fue, finalmente, Carlota d'Albret, hija de Alain d'Albret, duque de Guyena y hermanastra del rey de Navarra. El suegro aprovechó para ofrecer una dote escasa y para exigir numerosas condiciones. Seguramente sabía del rechazo de la otra Carlota, la que se negó a que la llamaran la cardenala. Pero César fue generoso y aceptó todo lo que impuso su suegro. A cambio, la esposa renunciaría a sus derechos de sucesión, pero heredaría a su marido en caso de quedar viuda, cosa también muy fácil en aquella época y más con la nueva carrera que iba a emprender César Borgia. Una carrera que tuvo que iniciar inmediatamente, porque Luis XII, con el que acababa de establecer una firme alianza, como vimos en el capítulo anterior, tenía prisa por conquistar el ducado de Milán y reclamaba los servicios de su nuevo súbdito.
También vimos cómo pasó de Valentino, título italiano, a Valentinois, título francés. De Valencia a Valence. Y de cardenal italiano, a noble francés. César Borgia o el Valentino se convirtió en César Borgia de Francia o el Valentinois. Así pudo añadir en su emblema la flor de lis al toro rojo de los Borgia, con tres franjas de arena.
Su nueva posición le proporcionó una vida corta con numerosos éxitos. Resultó un personaje notable que mostró grandes dotes de gobernante y, cosa rara, fue capaz de conseguir que sus súbditos le apreciasen. Se transformó de un mal cardenal en un buen condottiero renacentista.

UNA TAREA HISTÓRICA

La tarea de César Borgia no era fácil. En primer lugar, los usurpadores eran poderosos, fuertes y estaban afincados desde mucho tiempo atrás en su posición de poder. En segundo lugar, los que no habían usurpado un estado sino que lo tenían por derecho pero lo gobernaban de manera autónoma sin responder a sus obligaciones con la Santa Sede, estaban asimismo asentados en esa forma de hacer las cosas y no era fácil hacerles cambiar. En tercer lugar, prácticamente todos ellos eran condottieri, es decir, disponían de grandes ejércitos bien equipados y dispuestos a luchar hasta morir, y los que no lo eran no tenían problema alguno en conseguir tropas, pues la mayoría de los revoltosos habían establecido alianzas no solamente entre sí, sino con otros estados poderosos rivales o enemigos del papado. Unos eran aliados de Venecia, otros de Génova, otros de Florencia y otros de Rímini.
Todos ellos eran tiranos que gobernaban en nombre del papa, pero hacían y deshacían a su antojo. Todos eran ambiciosos, crueles, desenfrenados, engañosos, y la mayoría odiados por la población, que ya sabemos que siempre odiaba al tirano que la gobernaba y estaba deseando que viniera otro a derrocarle, para luego odiarle y esperar al siguiente. Los pueblos vivían oprimidos y exprimidos por impuestos y cargas abusivos y muy lejos de conseguir aquella paz y aquella justicia que debían recibir a cambio de su trabajo. En realidad, todos los príncipes y los señores de entonces eran más o menos de la misma calaña. Todos jugaban al juego cambiante del poder y todos eran caudillos ambiciosos que se sentían llamados a gobernar y que, sobre todo, se creían por encima del bien y del mal.
Era preciso, en primer lugar, pacificar a los que guerreaban. En segundo lugar, arrebatar los territorios a los que los usurpaban o los gobernaban de forma indigna. Esa era la tarea de César Borgia. Hay autores que aseguran que con él cambió la historia de la Iglesia, pero no es cierto, porque la Iglesia llevaba ya muchos siglos con la espada en alto, unas veces para defenderse, y otras para atacar.
La Romaña pertenecía a la órbita pontificia desde tiempos de Pipino el Breve. Era uno de aquellos territorios que el rey franco arrebató al caudillo lombardo y que, en lugar de devolver a Bizancio, a quien pertenecían, se los entregó al papa Esteban II a cambio de la unción sacramental que iniciaría la dinastía carolingia.
Según Maquiavelo, era el refugio de los peores bribones de toda Italia. Lo primero que hizo el Papa para dar carácter oficial a la contienda fue emitir una bula por la que despojaba a los vicarios revoltosos o usurpadores de sus títulos y los destituía de sus feudos, por lo que tenían la obligación de devolver el dominio de los territorios a la Santa Sede. Aquello fue una forma de declarar la guerra porque, como era de esperar, ningún barón pensaba obedecer la orden pontificia.
Pero no vayamos a pensar que la bula que destituía a los vicarios era un documento emitido arbitrariamente y sin respaldo legal alguno, sino que su emisión estuvo a cargo de un tribunal pontificio que se reunió para analizar y decidir la extinción de los derechos de los vicarios de la Iglesia que gobernaban en su nombre los territorios de la Romaña. Hubo un plazo para la devolución de los feudos, transcurrido el cual los ejércitos pontificios se pusieron en marcha.
Ya hemos dicho que el papa Borgia fue el primero en disponer de ejército propio, pero tampoco fue un ejército en nómina, sino que se formó con la contratación directa de condottieri que aportaron tropas, todos ellos mercenarios. Tan mercenarios como eran los soldados con los que luchaban los príncipes y hasta el mismo emperador Carlos V, de los que ya contamos en el capítulo anterior el triste episodio del saco de Roma.
César Borgia emprendió una guerra sin cuartel contra los revoltosos y usurpadores que ocupaban los territorios de la Santa Sede en la Romaña. Consiguió vencerlos a todos y hacer desaparecer a los más peligrosos o a los más odiados. Después, él mismo se enseñoreó de algunos de aquellos territorios.
Por aquellas fechas el papa Borgia había llegado a aquel feliz acuerdo con el rey de Francia Luis XII, merced al cual César se convirtió en súbdito francés.
«El muy cristiano monarca» no solamente se hizo cargo de los cuantiosos gastos del nuevo duque de Valence, sino que le apoyó con tropas y fondos en la nueva tarea que el Papa le había encomendado, reconquistar la Romaña. A cambio, ya dijimos que Roma apoyaría las conquistas de los franceses en Milán y Nápoles.
Con este acuerdo y los nombramientos del Papa, César Borgia se convirtió en la máxima autoridad militar romana, y al mismo tiempo en aristócrata francés.
Pero no sabía entonces que tales otorgamientos le podrían acarrear la desgracia, porque otro príncipe europeo, con quien se dice que César compartió la dedicatoria del famoso libro de Maquiavelo, El príncipe, nunca le perdonó que hubiera cambiado el título de Valentino por el de Valentinois.

MAL ENEMIGO

Hemos dicho que una de las concesiones de Luis XII al papa Borgia cuando firmaron su pacto de amistad y alianza fue reconocerle como único vicario de Cristo en la tierra y como cabeza de la cristiandad a quien los reyes deben obediencia. Dijimos también que esta cláusula era una garantía contra las muchas posibilidades existentes de que algunos cardenales enemigos llevasen a cabo alguna acción para quitarle la tiara, que era un deseo habitual, deponer al papa actual y coronarse ellos. El papa Borgia no andaba desencaminado, porque en aquellos momentos era su antiguo amigo, el cardenal Ascanio Sforza, quien había decidido aproximarse a los Reyes Católicos para procurar la deposición de Alejandro VI con una larga lista de acusaciones.
Y fue muy oportuno el cardenal Sforza, porque lanzó sus acusaciones en el momento mismo en el que Fernando el Católico se irritaba enormemente al ver que el Papa, español como él, se ponía al lado del rey francés, firmaba con el él una alianza, le entregaba a su hijo como paladín y general de sus tropas y le apoyaba en la invasión de Milán y de Nápoles.
Este fue uno de los motivos más graves que enfrentaron al Rey Católico con el papa Borgia. Su irritación llegó al extremo de enviarle a sus embajadores con la exigencia de que respondiera a las citadas acusaciones, so pena de solicitar del emperador Maximiliano la convocatoria de un concilio en el que se le obligara a abdicar. Pero como el Papa tenía a su lado la fuerza del rey francés no se asustó demasiado ante la amenaza y respondió a las mencionadas acusaciones.
Blasco Ibáñez cuenta que la mayor acusación fue la de simonía, a la que el Papa opuso que su pontificado era mucho más lícito que la investidura de los reyes de Castilla, quienes habían conseguido la corona usurpándola a su dueña legítima, la princesa Juana, aquella que terminó en un convento bajo la celosa vigilancia de Isabel la Católica y que quedó para la historia con el sobrenombre de la Beltraneja. Y suponemos que también les recordó el matrimonio de ambos basado en una falsificación. Parece que entre las acusaciones no figuraba la de haber tenido varios hijos ilegítimos, dado el gran número de bastardos con los que contaba el muy católico rey don Fernando. Finalmente, los reproches quedaron en un intercambio de acusaciones y en la ruptura de la amistad y la alianza entre los reyes de España y el pontífice español.
Es bastante probable que, como apunta Blasco Ibáñez, el mismo rey de Francia tranquilizase al Papa respecto a las amenazas del rey de España haciéndole ver que mientras trataba de intimidarle mostrándole su malestar por su cambio de bando, estaba negociando con el francés para pasarse al mismo bando.
Toda esta declaración de hostilidades se produjo poco antes de que Fernando el Católico firmara con el Luis XII el Tratado de Granada por el que se repartirían Nápoles, pero el Papa nada sabía de las intenciones de ambos reyes, ya que de haberlo sabido no hubiera tenido siquiera que defenderse de la amenaza de deposición que el Rey Católico esgrimía. La jugada de Fernando el Católico fue muy del estilo de la época, o al menos del estilo que describe Maquiavelo, porque su pacto con el rey de Francia no llegó solo, sino acompañado de una declaración de enemistad para el papa Borgia por la sencilla razón de que acababa de hacer lo mismo que él, es decir, pactar con el francés.
Los Borgia se habían procurado un mal enemigo y no tardarían mucho en pagar las consecuencias. Fernando el Católico se tomaba sus venganzas sin prisa. Ya dijimos que sabía esperar el momento oportuno.
A principios del siglo XV, el papa Borgia vio la necesidad de reforzar los Estados Pontificios para mantener la autoridad de la Iglesia de Roma. Uno de los estados más conflictivos era la Romaña, ocupada por vicarios rebeldes, a los que hubo que expropiar y expulsar.

LA CONQUISTA DE LA ROMAÑA

El siglo XVI se inició con un gran cambio político para Italia, porque los estados más grandes, como Milán y Nápoles, pasaron a depender de Francia o de España. Recordemos que Luis XII y Fernando el Católico se los repartieron en el Tratado de Granada.
Nada más empezar el nuevo siglo, César había tomado ya dos plazas importantes, Ímola y Forli. No había ido solo, sino que ya por entonces disponía de tropas francesas cedidas por Luis XII que había concluido su conquista de Milán.
También se le añadieron algunos capitanes españoles, entre ellos Hugo de Moncada y García de Paredes. Para entonces, franceses y españoles habían hecho las paces en dicho Tratado y había cambiado el juego de las alianzas. Como ya sabemos que las tropas guerreaban a sueldo, tanto les daba luchar contra unos o contra otros. El caso era ganarse el pan y el botín.
La plaza de Ímola estaba defendida por Dionisio de Naldo, el capitán que mandaba las tropas mercenarias de la señora de Ímola, Catalina Sforza, hermana del duque de Milán, aquella virago cruelísima de la que hablamos anteriormente. Así la llaman unos autores. Otros, la califican directamente de marimacho. Hoy podemos entender que se trataba de una mujer fuerte y guerrera, todo un carácter, que no se dejaba avasallar fácilmente. Es posible que, con ánimo de defender su patrimonio y de detener a aquel conquistador imparable que era César Borgia, Catalina intentase envenenar al Papa. Pero no lo consiguió, porque encargó de ello a un camarero pontificio, oriundo de Forli, demasiado locuaz, que contó su misión a un amigo, quien a su vez la contó a otro. Finalmente, todos terminaron confesando en los interrogatorios de Sant'Angelo.
El acto más peculiar de aquella mujer fue lo que se llamó «arremangamiento de faldas». Su pueblo se sublevó en cuanto conoció la proximidad de la llegada del libertador, César Borgia. Querían abrirle de par en par las puertas de la ciudad, pero Catalina se fortificó en el castillo de Forli y se dispuso a presentarle la más dura batalla.
Cuando César llegó a Forli, el pueblo se echó a sus pies pidiéndole que antes de entrar a sangre y fuego negociase con Catalina Sforza, que era, al fin y al cabo, la princesa que mandaba aquellas plazas. Lo mismo parece que sugirió o suplicó Dionisio de Naldo en Ímola. Todos tenían miedo al hijo del Papa, porque ya se había oído hablar de sus victorias en la toma de Milán.
Catalina, sin embargo, no estaba dispuesta a ceder. En vista de que no se avenía a dejar entrar a las tropas del Valentinois, el pueblo sublevado apresó a los hijos de la Sforza y la amenazó con matarlos si no entregaba la fortaleza. Esta situación se ha repetido en la historia hasta la saturación. O quizá en la leyenda.
Recordemos a Guzmán el Bueno, al general Moscardó y a tantos otros. Catalina no se comportó de manera menos heroica que los protagonistas de otros asedios. Su respuesta fue muda pero contundente. Se arremangó las faldas y se golpeó el vientre con la palma de la mano. Esto es algo que ningún héroe varón hubiera podido hacer. Si mataban a sus hijos, allí estaba su vientre para concebir otros, tantos como fuera necesario.
Y si se negó a abrir la puerta ante las súplicas de su gente, más aún cuando César Borgia bramó desde abajo instándola a entregar la plaza. Su respuesta fue una carcajada estentórea. Pero su risa poco pudo contra los cañones del Valentinois, que no tardaron en abrir en el muro la brecha suficiente como para adentrarse en la ciudad. Allí se enfrentaron el asaltante y la defensora. Unos autores aseguran que la trató con deferencia. Otros, que se acostó con ella. Lo más probable es que sintieran, cuando menos, una mezcla de admiración y desprecio el uno por el otro. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que César la envió prisionera a Roma, que vivió una larga temporada en el castillo de Sant'Angelo con todas las comodidades y que el Papa la liberó al año siguiente, disponiendo incluso una pensión para sus hijos. No olvidemos que eran hijos de aquel Jerónimo Riario que fue sobrino de Sixto IV, un papa que se portó muy bien con el entonces cardenal Rodrigo Borgia.
También sabemos que Catalina Sforza no tuvo precisamente un final desgraciado. Fue primero amante del capitán francés Yves d'Alegre y terminó casándose con Juan de Médicis. No parece que volviera a Forli, porque su capitán, Dionisio de Naldo, se pasó inmediatamente a las tropas de César Borgia. No eran tiempos para lealtades.
Después de la toma de estas dos ciudades hubo que detener la conquista de la Romaña porque se produjo una rebelión en Milán y el rey francés llamó a sus tropas. César tuvo que volver a Roma, donde fue recibido con todos los honores.
Entre lo mucho que el Papa gustaba del fasto, la pompa y el boato y lo mucho que gustaba el pueblo de recibir al vencedor como a un dios y al vencido como a un enemigo, los festejos que se organizaron para recibir al capitán general de la Iglesia fueron impresionantes y duraderos. En esos días, marzo de 1500, entre procesiones, desfiles e himnos triunfales, César Borgia recibió el título de Portaestandarte, que era el de general de los ejércitos pontificios, y el vicariato de la Romaña. Ya sólo quedaba terminar de conquistarla.
Las siguientes ciudades fueron Pésaro, Rímini y Faenza, pero antes de lanzarse a su conquista acaeció uno de los sucesos más terribles que mayor huella dejaron en la familia Borgia. Lucrecia, tras la anulación de su matrimonio con Juan Galeazzo Sforza, el de Milán, se había vuelto a casar, aquella vez con el hermano de Sancha, Alfonso de Nápoles, con el que vivió probablemente los años más felices de su vida.
Pero Alfonso murió en una situación muy compleja que analizaremos en su momento. Herido en un ataque callejero similar al de Juan Borgia, curaba sus heridas en la cama cuando, una mañana, amaneció degollado. Muchos autores imputaron esta muerte a su cuñado César, pero no existen pruebas al respecto. Es una muerte misteriosa de la que hablaremos en el capítulo dedicado a Lucrecia Borgia.
La primera ciudad que se entregó sin lucha fue Pésaro, de la que era señor el anterior marido de Lucrecia, el Sforzino. Como era habitual, los habitantes de Pésaro entregaron la ciudad a César Borgia tan pronto supieron que venía con ánimo de conquistarla.
En Rímini gobernaban los Malatesta, y en Faenza, los Manfredi. El caso de Rímini fue tan fácil como Pésaro, pues los propios ciudadanos enviaron a César Borgia una comisión de ancianos para rogarle que tomara su ciudad y los librara de las extorsiones y malos tratos de sus tiranos, los Malatesta.
Sin embargo, los venecianos, que eran aliados de ambas ciudades, enviaron en su ayuda al condottiero Bartolomé de Alviano, con tropas y pertrechos para defenderlas. César negoció con Pandulfo Malatesta y obtuvo su rendición. Los Malatesta se retiraron a Ravena, pero los Manfredi no se rindieron y lucharon denodadamente hasta el final, aunque de poco les valió, porque las tropas del general de la Iglesia hicieron caer la ciudad y los dos Manfredi, Ástor y Juan Bautista, fueron hechos prisioneros y enviados al castillo de Sant'Angelo. Un año después, los cadáveres de ambos hermanos aparecerían flotando en el río Tíber.
Aquí también se dividen las opiniones de los historiadores. Muchos de ellos culpan a César Borgia, señalando que aunque los Manfredi finalmente se rindieron y decidieron mantenerse al lado de su vencedor, al que honraron con su amistad, éste fue implacable con los que le habían hecho frente, y siguiendo las pautas de Maquiavelo sobre lo que era políticamente correcto e incorrecto se había deshecho de sus enemigos. Al fin y al cabo, los Manfredi, vencidos o no, eran los señores legítimos de Faenza y siempre podían reclamar sus derechos al señorío de la ciudad. Y quien se había enfrentado una vez podía hacerlo más veces.
Sin embargo hay, como decimos, opiniones encontradas. Algunos autores aseguran que tras la rendición los hermanos Manfredi convinieron en permanecer al lado de César Borgia, en sus filas. Si fue así, no eran enemigos y no era necesario matarlos. Otros afirman que el pueblo de Faenza adoraba a su defensor, Ástor Manfredi, un bello efebo que no había cumplido aún los dieciocho años. Por tanto, no se trataba de libertar a un pueblo de su tirano, sino de arrancar una ciudad a sus gobernantes y darla a la Iglesia. Los Manfredi eran señores de Faenza desde el siglo XIII, pero eran gibelinos, es decir, partidarios del emperador, por tanto, opuestos al papa, y venían luchando contra él desde el siglo XIV. Se habían enfrentado a Clemente VI, a Gregorio XI y ahora se enfrentaban a Alejandro VI. Debían de haber escuchado de sus mayores las espantosas narraciones de los sitios anteriores, pero no se arredraron. Cuando lucharon contra el papa Gregorio XI, por ejemplo, la toma de la ciudad fue atroz. Las tropas del papa eran entonces un ejército mercenario inglés que entró en la ciudad y cometió las mayores brutalidades. ¿El motivo de los enfrentamientos? El de todos los territorios papales. Los señores se consideraban propietarios y se negaban a reconocer al papa como señor feudal, por tanto, le negaban los tributos y el acatamiento. La familia Manfredi se extinguió con Ástor, que era el último de su estirpe y que murió a los dieciocho o diecinueve años sin herederos.
Ástor Manfredi no había heredado el poder en Faenza, sino que le había sido entregado directamente por el pueblo. Era hijo de Galeotto Manfredi y Francisca Bentivoglio, protagonistas, por cierto, de una historia truculenta muy de la época. Se contaba que, en un viaje que hizo a Ferrara, Galeotto Manfredi se enamoró de una mujer y se la llevó a Faenza disfrazada de monja.
Pero su mujer, que no confiaba en absoluto en la fidelidad de su marido, llegó a enterarse del engaño y le preparó un escarmiento, más que teatral, folletinesco. Dijo encontrarse enferma y mandó cerrar a cal y canto las ventanas de su alcoba. Una vez sumida en la oscuridad, hizo llamar al esposo infiel para que viniera a paliar sus dolencias. Cuando éste entró en la habitación, se abalanzaron sobre él varios sicarios armados de dagas y puñales, que le esperaban agazapados en las tinieblas. Después de acuchillarle, Francisca se atrincheró con su hijo mayor, Ástor, en el castillo, esperando a que viniera su padre desde Bolonia, Juan Bentivoglio, para ocupar Faenza con sus secuaces y darle a ella el poder absoluto. Le falló el plan cuando intervino la Señoría de Florencia y obligó a Bentivoglio a volverse a Bolonia de vacío. El pueblo de Faenza, viendo el comportamiento de la que quería ser su señora, entregó el poder a Ástor, que no era más que un adolescente.
La muerte de Ástor Manfredi y su hermano Juan Bautista, sobre todo la de Ástor, ha dado lugar a numerosas suposiciones y especulaciones. Hay incluso quien ha señalado que, dada la belleza del joven señor de Faenza, César Borgia se enamoró de él, y como fue rechazado, le hizo matar. Algo así escribió Alejandro Dumas en uno de aquellos folletines que hicieron furor en el siglo XIX.
Esto significa suponer que César Borgia era homosexual, lo cual no tendría nada de particular si no fuera porque no hay ningún otro caso en su vida y sí los hay de relaciones amorosas con mujeres. Lo más probable es que se trate de un añadido truculento y morboso, que haría sin duda mucho más vendible la novela. El añadido pudo muy bien proceder de alguno de los numerosos escritos que han rodeado siempre la fama de la familia Borgia. Y, seguramente, quien lo escribió creyó de buena fe que la homosexualidad es un vicio.
Resulta mucho más plausible la idea de que César Borgia le hiciera matar siguiendo ese modelo de príncipe implacable para quien la tierra se queda demasiado pequeña para que convivan él y sus enemigos, sobre todo, los enemigos peligrosos. César tuvo muchos y a muchos dejó con vida, desde la misma Catalina Sforza hasta Juan Galeazzo Sforza. A ambos los expulsó de sus ciudades pero los dejó con vida. Sin embargo, los jóvenes Manfredi aparecieron muertos en el río Tíber. Con toda su encantadora juventud, eran mucho más peligrosos que los otros, porque eran amados por sus gentes. Ningún ciudadano ni campesino hubiera movido un dedo por recuperar a la Sforza o al Sforzino, pero todos los de Faenza adoraban a Ástor Manfredi. Y eso sí que es un peligro para el vencedor. Ya advirtió Maquiavelo que la única manera de la que un príncipe puede asegurar su principado es eliminando a la estirpe que lo gobernara anteriormente.
Juan Bentivoglio y su esposa. La familia Bentivoglio ostentaba la señoría de Bolonia. César Borgia venció a Juan Bentivoglio el 3 de mayo de 1500 y le obligó a proclamarse aliado del papa Borgia. En 1507, el papa Julio II sitió la ciudad y obligó a Bentivoglio a refugiarse en Milán, de donde regresó a Bolonia en 1511.
Después cayó Bolonia, donde la familia gobernante había suplantado a otra familia aliada del papa Borgia, los Marescotti. El señorío boloñés lo ostentaba la familia Bentivoglio también desde el siglo XIII, aunque algunos lo remontaban a la primera Cruzada, en el siglo XI, pero el aliado de los Borgia era Marescotti y él era quien tenía que gobernar y no Bentivoglio. Además, los Marescotti no solamente eran aliados de los Borgia, sino que se habían mostrado dispuestos a entregarles el dominio de Bolonia, a lo que los Bentivoglio, naturalmente, se negaban. Bolonia pertenecía, asimismo, a la Iglesia, formaba parte de los Estados Pontificios.
Juan Bentivoglio trató de obtener, equivocadamente, ayuda de Francia, pero finalmente tuvo que rendirse y declararse aliado de la Santa Sede. Era mayo de 1500. Lo que no sabían entonces es que, siete años más tarde, otro papa, Julio II, insistiría en apoderarse de la ciudad y terminaría por conseguirlo. Entonces no fue suficiente con declararse aliado, sino que tuvo que huir a Milán y abandonar sus derechos sobre Bolonia. Este papa, que tenía grandes delirios de grandeza, mandó a Miguel Ángel construir una escultura suya de tamaño colosal para colocarla en la fachada de la iglesia de San Patronio. Pero Juan Bentivoglio retomó el poder de su ciudad en 1511 y el pueblo, para darle la bienvenida, destruyó la estatua de Julio II. Siempre hay un tirano peor que otro.

EL EFECTO FRANKENSTEIN

La historia del doctor Frankenstein es muy conocida. Un científico quiso crear vida y formó un ser grande, fuerte y poderoso, que al final se le fue de las manos. No pudo controlarlo, y lo que pudo ser un gran descubrimiento se convirtió en una amenaza para el mundo. Algo así debió de sucederle al papa Borgia con su hijo César.
Dicen que Alejandro VI fue un gran político y que no tenía la menor intención de desmembrar los territorios pontificios, sino que quería fortificarlos para defender mejor la autoridad de la Iglesia de sus enemigos. Esta misma idea fue la que llevó a la curia del siglo VIII a falsificar la Donación de Constantino. Ningún papa quería que su seguridad estuviera a expensas del aliado de turno. Querían ser autónomos y autosuficientes y no depender de favores ni de auxilios externos. Esto se debió, exclusivamente, al poder temporal de la Iglesia. Las demás iglesias o religiones tienen ideas, templos, sacerdotes, adeptos, correligionarios, incluso palacios, pero ninguna otra religión tiene un país. Un país con sus organismos administrativos, financieros, educativos, de justicia, con representación diplomática en todos los países del mundo y con sus instituciones y organizaciones que le procuran la autofinanciación. Un país como todos los demás países. Actualmente es muy pequeño, porque se reduce a la ciudad del Vaticano, pero en otros tiempos fue, como dijimos anteriormente, muy extenso.
Pero los reyes y emperadores que luchaban contra el papa no eran enemigos de la Iglesia, sino enemigos del papa. Un noble germano medieval, un duque de Brünswick, se hizo acuñar monedas con la inscripción «Amigo de Dios, enemigo del papa», del papa contra quien luchaba en aquellos momentos, no enemigo de todos los papas. Los príncipes han luchado contra los papas por el poder temporal. Nos han dicho que también lucharon por el poder espiritual, pero no es cierto. El poder espiritual por el que ha habido batallas no ha sido el poder para perdonar los pecados o para convertir el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo. El poder espiritual por el que han luchado los papas y los príncipes a lo largo de los siglos ha sido el poder para nombrar y deponer reyes, emperadores, nobles, papas, obispos y cardenales. Y tanto los reyes, los nobles como los papas, los obispos y los cardenales llevaban consigo el poder temporal en forma de rentas, prebendas, cargos y otros beneficios siempre temporales. No ha habido, por tanto, lucha por el poder espiritual de la Iglesia, sino por el poder temporal de los eclesiásticos.
Lo que pretendía, por tanto, el papa Borgia era lo mismo que pretendieron antes que él y que siguieron pretendiendo después de él todos los papas, que era la independencia temporal de la Iglesia, es decir, la independencia del país o del Estado que regenta la Iglesia. Nadie ha ido a quitarle a la Iglesia su poder para expulsar demonios o confirmar milagros, reliquias o sacramentos, sino a quitarle sus tierras, sus rentas y sus tesoros.
Por tanto, acrecentar y fortalecer la autoridad de la Iglesia no suponía ni supuso nunca fortalecer y acrecentar su autoridad para explicar el Evangelio o para perdonar los pecados, sino su autoridad para dirigir el mundo temporal, para investir reyes y obispos o para otorgar, con una bula, un derecho único sobre un bien temporal, llámese tierras, mares o esposa.
El papa Borgia destinó a su hijo César a ser general de los ejércitos de la Iglesia como antes había destinado a Juan, con la diferencia de que Juan jamás tuvo vocación militar y César la tuvo desde el principio. Pero, además de vocación, César tenía carácter, un carácter fuerte y una capacidad de análisis y síntesis fuera de lo común. Y voluntad tampoco le faltaba. Era, pues, fuerte, y su padre le hizo poderoso. Tan fuerte y tan poderoso que cuando quiso darse cuenta se le había ido de las manos.
Con la bendición de su padre y el apoyo militar del rey de Francia, César Borgia fue reconstruyendo el poder de la Iglesia, es decir, el poder temporal del papado, porque los Estados Pontificios eran feudo del papa, fuera quien fuese.
Y aquel poder temporal fortificado y engrandecido empezó un buen día a preocupar a otros estados italianos, como Ferrara, Mantua o Florencia.
Además de reconstruir el poder temporal de la Iglesia, César Borgia construyó el suyo propio. Ya hemos dicho que el papa no pensaba desmembrar los Estados Pontificios, sino fortalecerlos y legarlos a su sucesor. Pero César no era un eclesiástico, sino un laico, y no debía estar demasiado satisfecho con ganar todas aquellas batallas, con hacer desaparecer a todos aquellos enemigos para que todo lo conquistado pasara a la Iglesia, que no era su padre, sino su padre y sus sucesores. El papa Borgia debía de tener alrededor de setenta años y no se esperaba que viviera mucho más, aunque se mantenía fuerte y juvenil de carácter, y después de muerto todo pasaría a su sucesor. Es lógico, por tanto, que César tratara de conservar algo para sí. Al fin y al cabo tenía una hija, pero también tenía pocos años y aún podría tener muchos hijos que le heredaran. Y si no tenía más hijos, le sobraba ambición.
Así pues, sin contar con el beneplácito de la Santa Sede y ante la sorpresa de todos, un buen día César Borgia se lanzó a la conquista de Florencia. Parece que fue la primera vez que el duque de Valence se atrevió a desafiar la autoridad paterna, y con ella la autoridad de la Iglesia.
Cuando el Papa lo supo, dio orden a César de que regresara a Roma. Pero no fue una orden directa, sino una orden entregada en mano al embajador florentino que acudió a Roma a quejarse. Cuando le entregaron la orden papal, César accedió a retirarse de Florencia, pero puso condiciones. Debían entregarle 300
soldados durante tres años, es decir, exigió una condotta, y junto con ella el pago de un sueldo de condottiero. No era ninguna tontería. César debía de conocer la calidad perecedera de las alianzas de su tiempo, y de la misma forma que quería independizarse de la Iglesia apropiándose de alguna plaza lucrativa quería probablemente independizarse de la ayuda francesa y disponer de sus propias tropas.
Florencia en el siglo XV. César Borgia se lanzó a la conquista de Florencia contraviniendo la autoridad de su padre, el papa. Éste fue su primer enfrentamiento. Florencia había sido ciudad de los Médicis hasta que fueron expulsados por Savonarola. Entonces se convirtió en una república. Los Médicis recuperaron su poder en Florencia con ayuda española, ya en 1512.
Esta salida de tono de César Borgia pudo haberles costado cara a su padre y a él, porque Florencia era protegida del rey de Francia y fue éste quien conminó al Papa a que ordenara a su hijo retirarse del asalto. Lo hizo, como vemos, pero con condiciones. Es decir, que si Florencia no le hubiera entregado la condotta, no sabemos si hubiera terminado atacando la ciudad y atrayendo sobre sí las iras de Luis XII, no solamente por proteger esta ciudad, sino porque el francés se aprestaba a la invasión de Nápoles y quería reunir a todas sus tropas, incluidas las que mandaba el Valentinois.
Pero César Borgia no era tonto y sabía a lo que se exponía. Es posible que incluso hubiera calculado con antelación lo que podía obtener de su retirada de Florencia, contando con la orden de retirada del Rey y del Papa. Sin embargo, sus hombres se sintieron frustrados porque, si no había ataque, no había saqueo ni botín. Ellos estaban allí para luchar, y para demostrar su desacuerdo y desahogar su rabia, de camino a Roma, cometieron toda clase de tropelías al pasar por Orvieto, una ciudad totalmente entregada al papado. La queja de sus habitantes llegó a Roma al mismo tiempo que César y sus tropas. Preguntaban si era oficio de los soldados del papa depredar las tierras de la Iglesia. Y es que, igual que el Papa había perdido el control de su hijo, éste perdió, al menos temporalmente, el control de sus tropas.
Por aquellas fechas, César Borgia trabó conocimiento con tres personajes importantes. El primero, del que ya hemos hablado en numerosas ocasiones, fue Nicolás Maquiavelo, que tenía un cargo diplomático al servicio del gobierno republicano de Florencia, aunque no se encontraron en esa ciudad, sino en Urbino. El segundo, fue un sabio errante a quien Italia todavía no había descubierto ni apreciado, al que César entregó su amistad y su confianza porque, como todo gran señor del Renacimiento, sabía rodearse de artistas y de intelectuales. Se ofreció a él como ingeniero y como arquitecto para construir canales, ingenios y catapultas en tiempo de guerra y edificios en tiempo de paz. Se llamaba Leonardo da Vinci. Desde el primer momento César le contrató como consejero de guerra, y Leonardo alternó la corte del duque Valentino con la de los Orsini, los Farnesio, los Manfredi, los Moncada y todos cuantos requirieron sus servicios. El tercer personaje que entró asimismo al servicio de César Borgia fue un magnífico pintor llamado el Pinturicchio, al que la familia encomendaría la decoración de las estancias Borgia en el Vaticano. Él fue quien pintó el bello retrato que lleva siglos produciendo confusión y que hemos mencionado en el capítulo III. Para unos, se trata de Lucrecia Borgia. Para otros, es sin duda la bella Julia Farnesio.
Pero como hemos visto, finalmente César Borgia obedeció al papa y al rey y partió con sus tropas hacia Capua, donde debía reunirse con otros dos ejércitos franceses. Era precisamente el momento en que franceses y españoles habían decidido invadir el reino de Nápoles desde dos puntos diferentes, obligando a Federico II, el pobre don Fadrique, a dividir sus fuerzas defensivas.
Entre otros, Fabricio Colonna se hallaba a las puertas de Capua para defender la ciudad de la invasión. Los franceses le hicieron saber el convenio que habían firmado su rey y el Rey Católico para repartirse el reino, por lo que debía dejarles paso franco. Pero Colonna se negó y confirmó que él estaba allí para defender el trono de su rey don Fadrique. Tras varios días de cañonazos, destrucción de murallas y reparaciones nocturnas, la ciudad se rindió a las tropas del rey de Francia.
LEONARDO DA VINCI
Leonardo da Vinci encarnó como nadie al nuevo hombre del Renacimiento con sus múltiples y variopintos conocimientos, descubrimientos y talentos. Tuvo la inmejorable idea de recoger en una vasta enciclopedia todas las ramas del saber, algo que no consiguió pero que no le impidió reunir hasta 5.500 páginas de apuntes y dibujos y dejarnos un legado importantísimo que reúne sus conocimientos y la aportación de ideas tan avanzadas como la necesidad de someter el saber no ya a la contemplación, sino al experimento y a la demostración matemática.

Sus desencuentros y rivalidades con Miguel Ángel le llevaron a abandonar Italia y a establecerse en Francia, donde el rey Francisco I le acogió y protegió.
César Borgia no tomó parte en el asalto porque enfrente había tropas españolas y dijo claramente que, aunque servía a Francia, su sangre seguía siendo española. Y no debió de ser la única vez que hizo algo así. Parece que, en el fondo, hubiera preferido servir a los Reyes Católicos que a Luis XII, pero las cosas se habían desarrollado de otra manera. El Rey Católico supo esta preferencia por el Gran Capitán y le escribió recomendándole que le tratara «con dulces palabras». Es incluso posible que se le hubiera acallado el rencor, al menos de momento, mientras duró la alianza con Francia, porque ya veremos que se recrudeció cuando ambos países volvieron a enfrentarse.
Rendida la ciudad, las tropas entraron en Nápoles. En el capítulo anterior narramos la marcha del rey de Nápoles y de su familia y explicamos cómo don Fadrique se refugió en Francia y cómo su hijo don Fernando acabó en la corte española de Carlos V y llegó a casarse con la viuda del Rey Católico. En cuanto al defensor, Fabricio Colonna, recibió trato de prisionero de guerra, que entonces consistía en mantenerle con vida hasta cobrar el rescate.
Un año después de la toma de Capua, César Borgia, que no había vuelto a combatir desde entonces, reunió sus tropas y convocó a cuatro condottieri, Francisco y Julio Orsini, el duque de Gravina y Vitellozzo Vittelli. Había finalizado la guerra de Nápoles, todavía no se había iniciado la guerra entre franceses y españoles, aunque ya se sentían las primeras tensiones, y César Borgia tenía que continuar su tarea de blindar los Estados Pontificios, acabando con todos y cada uno de los vicarios que los gobernaban, porque a la postre todos resultaban, cuando menos, peligrosos. El 12 de junio de 1502, César Borgia salía de Roma para reunirse con su ejército.
En aquellos momentos, Arezzo, ciudad en la órbita florentina, se había sublevado contra la Señoría de Florencia, y siguiendo una vez más el ya mencionado refrán del río revuelto y la ganancia de los pescadores, Vitellozzo Vittelli decidió aprovechar la coyuntura para invadir Florencia, que era una ciudad que despertaba el interés y la codicia de todos, sin duda por los tesoros y las riquezas de los Médicis, los célebres banqueros.
Pero no seguía una orden de su general, porque la ciudad que realmente deseaba conquistar César Borgia y que finalmente conquistó fue Urbino. Cayó sobre la ciudad con veinte mil hombres, después de cortar el paso al duque de Urbino por tierra y por mar para impedirle escapar, pues quería atraparle vivo.
Afortunadamente para él, el Duque consiguió huir disfrazado y refugiarse en Mantua con su mujer. César no se preocupó demasiado por no haber conseguido atraparle, arguyendo que si no tenía al duque, tenía el ducado.
Oficialmente, el duque de Urbino, Guidobaldo de Montefeltro, al que vimos anteriormente acompañando a Juan Borgia en sus primeras campañas, no era un súbdito leal, porque apoyaba en secreto a los de Varanno, señores de Camerino, que eran enemigos del papa. Además, se negaba a cumplir sus obligaciones de vicario para con la Santa Sede. Este fue el pretexto que puso César para atacar Urbino, ya que lo hizo sin autorización de su padre. Un nuevo caso de pérdida de control del Papa, porque César no justificó su ataque a Urbino antes de llevarlo a cabo, sino después, cuando ya lo había realizado y se había apoderado de la ciudad. Le ofreció esa justificación cuando el Papa protestó por lo que consideró un abuso. Y le convenció hasta el punto de que su padre, que ya vimos que era incapaz de negar nada a sus hijos, le concedió el premio deseado, el título de duque de Urbino.
El motivo de César Borgia para apoderarse de Urbino ha sido otro de los temas debatidos por los autores. Pero si consideramos lo que era aquel ducado en la época en que lo conquistó, podremos entenderlo. Federico de Montefeltro, el padre del actual duque Guidobaldo de Montefeltro, había sido capaz de convertir un estado pobre y montañoso en un centro de cultura y de vida artística, con una corte esplendorosa en la que brillaban personalidades como Rafael Sanzio o Baltasar Castiglione, protegidos por Isabel de Gonzaga, esposa de Guidobaldo y duquesa de Urbino.
En tiempos de Federico de Montefeltro, el ducado tenía 150.000 habitantes y se componía de unos 400 pequeños pueblos y una capital, Urbino. Pero Federico, además de gran condottiero que supo imponer una rígida disciplina a sus tropas, fue un buen gobernante y un mecenas liberal y dadivoso. Aficionado a los torneos, perdió un ojo en uno de ellos y siempre se hacía retratar de costado para ocultar el lado derecho.
En la época de Guidobaldo de Montefeltro, Urbino era el único pequeño estado que podía compararse a Florencia en prosperidad, arte y cultura, y su corte era, asimismo, la única que podía compararse a la de los Médicis.
Expulsados de Urbino por César Borgia, Guidobaldo y su esposa, Isabel de Gonzaga, vivieron unos pocos años en Mantua, con su familia, hasta que el papa Julio II les devolvió el dominio de su ducado. Guidobaldo, sin duda recordando los tiempos en que servía al papa Borgia y hacía de maestro de armas de Juan, perdonó a César Borgia las malas artes con las que se apoderó de su estado.
Pero Urbino no fue el único estado que volvió a su antiguo soberano, ya fuera el papa o un noble. La idea del papa Borgia fue dar a César en usufructo las ciudades o territorios que conquistara, pero de manera que luego volvieran a la Iglesia, a su muerte, pero también hemos visto que el Valentinois no siempre obedecía a su padre y señor, sino que elegía sus objetivos e iba a por ellos. Lo más probable es que nunca compartiera la idea de su padre de devolver nada a la Santa Sede, más bien fue el siguiente papa Julio II, quien le obligó a devolverlo.
Mientras César Borgia estaba en Urbino, llegó a esa ciudad un embajador de Florencia al que acompañaba un filósofo llamado Nicolás Maquiavelo, que quedó fascinado por la forma en la que el héroe del momento manejaba la situación y organizaba a sus tropas. Las tropas pontificias, por el contrario que las de los condottieri, no se componían de mercenarios, sino de ciudadanos libres que amaban a su general, quien, a su vez, los trataba con generosidad y los animaba siempre a la victoria. Arrojo, voluntad y energía eran, al parecer, las mayores virtudes del general de la Iglesia, al menos las que Maquiavelo supo apreciar como cualidades propias de un soldado o de un político. Le pareció un señor espléndido que, pese a su juventud, pues tendría alrededor de veinticuatro años, sabía lo que quería, por qué lo quería, cuándo lo quería, cómo y con quién lo quería.
El despacho de Federico de Montefeltro. La corte de Urbino era la única que se podía igualar a la de los Médicis en cuanto al esplendor del espíritu renacentista. Federico de Montefeltro, duque de Urbino, se ocupó de convertir el estado en un centro de cultura y de vida artística. César Borgia se apoderó del ducado para su propio beneficio, asegurando que lo hacía por el bien de la Santa Sede.
Y seguramente advirtió estas destrezas porque cuando los legados florentinos llegaron ante César Borgia lo primero que les hizo saber sin dudas ni ambages fue que el gobierno de Florencia no era precisamente de su gusto porque no le ofrecía confianza alguna, y puesto que no era momento para vivir con incertidumbre, les instaba a cambiar ese gobierno, a menos que estuvieran dispuestos a enfrentarse con él como enemigo.
Dicen que el obispo Soderini, que formaba parte de la legación como diplomático, opinó, seguramente con razón, que a César Borgia se le habían subido los éxitos a la cabeza, que no había sabido digerir las consecutivas victorias que estaba cosechando y que había que dejarle madurar. Pero Maquiavelo no fue de la misma opinión, porque entendió que César había conseguido llegar en poco tiempo a donde otros nunca llegaron o llegaron al cabo de los años. Observó que sus soldados eran excelentes y que sabía tratarlos y ganarse su admiración y su aprecio, cosa sumamente importante en aquellos tiempos de sublevaciones y traiciones. Para Maquiavelo, César Borgia había llegado a su destino desconcertando a su mundo, porque la mayoría de la gente aún no sabía cuál era el origen de aquel soldado a quien las empresas guerreras no bastaban. Era ya un señor poderoso y victorioso, poseedor de las mejores tropas y de una fortuna que calificó de insolente.
Insolente era, por cierto, porque allí estaba exigiendo a los embajadores florentinos que promovieran en su estado un cambio de gobierno, para lo cual les daba cuatro días de plazo, al término del cual entraría en acción y sabrían lo que era un enemigo como él.
Mientras discurría el plazo fijado, se rindió la ciudad de Camerino, porque odiaban a su señor, Berardo de Varanno, quien había asesinado a sus hermanos para hacerse con el poder. Francisco Orsini, uno de los condottieri de César Borgia, entró triunfante en la ciudad con los mismos aires de libertador con que entraban todos los conquistadores a los que el pueblo les abría las puertas. Los historiadores no se ponen de acuerdo, como es habitual, en la muerte de Berardo de Varanno. Para unos, fue César Borgia quien le mandó ejecutar. Para otros, su mismo pueblo se ocupó de matarlo junto con su mujer y sus hijos, furiosos contra el usurpador y asesino de sus hermanos.
Esta familia de Varanno eran señores feudales de la Marca de Camerino, una provincia delimitada siglos atrás por Carlomagno, y se alineaban con el partido güelfo, es decir, eran partidarios del papa en sus luchas contra el emperador. Los Varanno gobernaban Camerino desde el siglo XIII, y uno de ellos había sido general de la Iglesia y había vencido a los Malatesta en Rímini, obligándoles a someterse al papa.
Mientras César Borgia entraba en Camerino tras la conquista de Francisco Orsini, Vitellozzo Vittelli atacaba, como dijimos antes, Florencia. Pero también dijimos que Florencia era terreno protegido por Luis XII de Francia y que obligó a César y a su capitán a retirarse. Era julio de 1502 y el rey de Francia se había instalado en Italia como árbitro de las rencillas y continuas querellas entre los estados. Aseguraba, en su misión pacificadora, que todos los franceses eran italianos y que él estaba allí para solucionar sus reyertas. En parte tenía razón, porque lo cierto es que los italianos se sometían de buen grado a los franceses que, por malos que fueran, siempre eran mejores que quienes les gobernaban.
Pero ya dijimos también que el rey francés no supo capitalizar su poder y su carisma en suelo italiano y que finalmente lo perdió a manos de los españoles y de los austriacos.

LA CONJURA DE LA MAGIONE

Tanta victoria y tanto triunfo no podían por menos que traer alguna desgracia o algún mal paso. Los príncipes despojados de sus territorios estaban sin duda aguardando el momento oportuno para rebelarse y tomar venganza contra su vencedor. Y aprovecharon la visita de Luis XII a Italia para intentar enemistarle con César Borgia. El rey estaba en Milán y allí acudieron uno tras otro Juan Galeazzo Sforza, el ex cuñado humillado y despojado de su señorío de Pésaro, los Varanno, los Montefeltro, unos en nombre propio y otros en nombre de sus súbditos. Todos llevaban una queja porque todos habían sido despojados, ofendidos y humillados. Y todos viajaron a Milán con la esperanza de que el rey Luis castigase a César por sus desafueros.
Pero no fue así, sino que regresaron a sus lugares mucho más ofendidos y humillados que antes. César Borgia, que se enteró de que iban a ver al rey, se plantó de un salto en Milán y el rey, que sabía nadar y guardar la ropa, le recibió como a un hijo, le dio la bienvenida y le trató como a un pariente, llamándole mon cousin y prodigándole abrazos. Pero, por otra parte, Luis XII seguía apoyando a los pequeños estados italianos, sin dejar de fortalecer su alianza con los Borgia. Hoy los necesitaba, pero mañana podía necesitar a los otros y había que dejar la puerta abierta.
En el verano de 1502, se vio a César Borgia recorrer triunfalmente las ciudades del norte de Italia al lado del rey francés. Como uña y carne pasearon por Génova, por Asti y por Milán. Todos creyeron que, puesto que Luis XII se volvía desde allí a Francia, César iría con él para reunirse en Blois con su mujer y con su hija. Pero César tramaba otra cosa. Estaba esperando a que el patrono francés se marchara para poner en marcha su plan de atacar de nuevo Bolonia. Le quedaba mucho trabajo por hacer.
Sin embargo, las ciudades conquistadas no estaban desatendidas. Mientras César se exhibía junto a Luis XII para que todo el mundo supiera de su buen entendimiento, Leonardo da Vinci se encargaba de reconstruir lo destruido por la guerra, pues ya dijimos que César Borgia le había contratado como arquitecto e ingeniero, además de como artista.
En 2003 se celebró en Romaña una exposición titulada Arte, Historia y Ciencia en Romaña, 1500-1503, para conmemorar el paso de tres personajes ilustres en aquellas fechas, César Borgia, Leonardo da Vinci y Nicolás Maquiavelo. No sabemos con seguridad si los tres llegaron a encontrarse, pero sí que anduvieron los mismos pasos y que, al menos de dos en dos, trabaron conocimiento y compartieron el tiempo. Mientras Maquiavelo elaboraba una propuesta política para la que años después utilizaría la figura de César Borgia como modelo de príncipe renacentista, Leonardo se ocupaba de rehabilitar castillos y murallas en Rímini, Cesena, Faenza e Ímola.
Y mientras los tres personajes se cruzaban en los caminos de Romaña, los capitanes y condottieri se conjuraban contra el general de la Iglesia. En primer lugar, el hecho de que César Borgia, obedeciendo a Luis XII, les hubiera obligado a abandonar el ataque a Florencia, había sido para ellos una frustración, pues ya sabemos que sin ataque no hay saqueo y sin saqueo no hay botín. En segundo lugar, no olvidemos que todos aquellos personajes procedían del mismo lugar y que, por tanto, entre ellos siempre había lazos de familia o de amistad. Los Varanno, los Petrucci, los Baglione eran enemigos del papa a los que había que combatir, pero los que los combatían, los Vittelli, los Orsini, eran convecinos y estaban emparentados con ellos. De hecho, sabemos que al año siguiente de estos sucesos, es decir, en 1503, los Orsini y los Vittelli volvieron a colocar en el gobierno de Camerino a Juan María de Varanno, sobrino del usurpador despojado del poder por César Borgia. Era muy difícil, por tanto, conseguir la adhesión incondicional de los condottieri, porque o eran parientes de los vicarios a despojar o temían, con bastante acierto, que ellos serían los siguientes en ser expoliados de sus tierras.
El empeño de Vitellozzo Vittelli en atacar los territorios de Florencia no era solamente por el botín, sino porque quería venganza ya que en Pisa, ciudad situada en la órbita florentina, habían ejecutado a su hermano Vitello Vittelli creyéndole traidor. El Papa llegó a dar a César su consentimiento para atacar Pisa, pero Luis XII seguía negándose y César no tenía más remedio que obedecerle ya que, merced al tratado que firmaron tiempo atrás, él era súbdito francés y tenía que serlo para lo bueno y para lo malo.
El Papa había intentado recabar la alianza de Venecia, porque la invasión de Nápoles por parte de tropas francesas y españolas no le había dejado muy tranquilo. Aunque César fuera súbdito y noble francés y aunque Luis XII se proclamase su aliado a los cuatro vientos, no podía fiarse. Al fin y al cabo, era extranjero y sus intereses no coincidían precisamente con los intereses de Italia. Su perspicacia le había advertido que su aliado francés le protegía siempre y cuando sus puntos de vista no discreparan, pero que se hacía el sordo cuando no estaba de acuerdo con él.
Por otro lado, estaban las revueltas y subversiones de los vicarios de la Romaña, a los que había que enfrentarse y las tropas no podían estar en todos los sitios a la vez. Un tratado entre Venecia y la Santa Sede hubiera quizá aportado a Italia la estabilidad que necesitaba en aquellos momentos, pero los venecianos eran fríos y calculadores y no se interesaban, al parecer, por nada que no fuesen sus intereses comerciales. Unos meses atrás, en marzo de 1503, Alejandro VI había presentado una propuesta formal de alianza al dux de la República Serenísima de Venecia, pero no prosperó.
Y no prosperó porque, en primer lugar, Venecia estaba entonces pactando una alianza secreta con el Rey Católico, y el Rey Católico estaba por entonces enfrentado con el rey francés a causa de aquellos desacuerdos que mencionamos en el reparto de los territorios napolitanos. No prosperó porque, en segundo lugar, el embajador de Venecia era uno de los mayores enemigos del papa Borgia.
Él fue uno de los autores de la leyenda negra y, por tanto, no solamente no creyó en las razones del Papa para solicitar la alianza con Venecia, sino que las malentendió y les dio una interpretación subjetiva. No pudo o no quiso entender que lo que el Papa pedía a Venecia era que le ayudara a independizar los Estados Pontificios para dejar de depender del rey de Francia y librar de una vez a Italia de extranjeros. Y guiado por la inquina que sentía por el papa español, el embajador veneciano Giustiniani no solamente llevó al dux los informes tergiversados, sino que cuando el Papa le presionó para conseguir la deseada alianza le contó a Luis XII lo que estaba tramando a sus espaldas. Una vez más vemos que los odios e inquinas personales redundaban en perjuicio del país, pero también seguimos viendo que nadie sentía que Italia fuera su país. Los venecianos se sentían venecianos, los napolitanos se sentían napolitanos y los milaneses se sentían milaneses, y por ello tanto les daba que el vecino recurriera a un extranjero o que el extranjero le invadiera.
La república de Venecia desoyó la petición del papa Borgia para aliarse y fortificar Italia evitando injerencias extranjeras. En aquella época, lo único que interesaba a Venecia era su expansión comercial y únicamente se preocupaba por lo que pudiera poner en peligro su actividad comercial, que refleja esta pintura de Leandro Bassano.
Pero los organizadores de la rebelión no la habían terminado de organizar. No todos estaban seguros de contar con sus súbditos para enfrentarse con el papa y no se atrevían a dar el primer paso y atacar. Todo se volvían dudas y un ir de acá para allá sin decidirse a iniciar el combate. En lugar de atacar el frente del ejército de César Borgia, comenzaron a dispersarse, y una vez dispersos empezaron a conquistar ciudades aliadas del papa. En el fondo, debían temer la reacción del Papa, y sobre todo de su hijo. Y hacían bien.
Guidobaldo de Montefeltro fue el primero que se atrevió a recuperar Urbino, porque sabía que contaba con su pueblo que le había de recibir con los brazos abiertos. Sin embargo, cuando de Varanno volvió a tomar el gobierno de Camerino fue recibido con disgusto y rechazo. Luego vino el ataque de los Orsini, que entraron en Calmazzo y apresaron al almirante Hugo de Moncada quien, procedente de una ilustre familia de Cataluña, había sido virrey de Nápoles y de Sicilia. Moncada había luchado a las órdenes de César Borgia cuando éste inició los combates en Romaña, pero dejó su servicio cuando supo que era aliado de Luis XII, puesto que él siempre se había considerado enemigo de los franceses.
Cuando César Borgia regresó del norte de Italia, ya estaba organizado el complot para acabar con él, incluso se habían dado un plazo máximo de un año.
El motivo era simple y llanamente que aquella parecía la única manera de poner freno a su ambición. Los principales nombres de aquella conjura que se fraguó en Magione, en Perusa, eran el duque de Gravina, el cardenal Pagolo, tres miembros de la familia Orsini, Vitellozzo Vittelli, Oliverotto de Fermo, Juan Pablo Baglione, tirano de Perusa, y Antonio de Venafro, enviado de Pandolfo Petrucci, jefe del gobierno de Siena. Pero no eran ellos solos los conjurados, sino varios de los vicarios de la Iglesia a los que se suponía que los condottieri tenían que atacar en cumplimiento de las órdenes de su general. Mientras, la Serenísima República de Venecia y la Señoría de Florencia se frotaban las manos esperando el desastre.
Es probable que César se hubiera imaginado lo que tramaban sus capitanes, porque en aquellas fechas el Papa y él solicitaban de Luis XII tropas y pertrechos para luchar contra los conjurados. Por tanto, cada parte se aprestaba a luchar contra la otra. Tras recabar el apoyo del rey francés, Alejandro VI envió un mensaje a los tres Bentivoglio que se repartían el gobierno de Bolonia, Juan y sus hijos Aníbal y Alejandro, conminándoles a restablecer el orden, puesto que había recibido quejas de sus súbditos, que se sentían oprimidos y descontentos. No olvidemos que Bolonia era feudo de la Iglesia y el papa tenía, por tanto, derechos sobre sus gobernantes. El mensaje les daba quince días de plazo para tomar las medidas necesarias y someterse a la autoridad pontificia. Esto es, al menos, lo que dicen algunos autores. Si hacemos caso de la crónica que Nicolás Maquiavelo redactó precisamente en 1502, el interés de César Borgia por Bolonia nada tenía que ver con las quejas de los boloñeses, sino que se había propuesto que aquella fuera la capital del ducado de Romaña, el estado que estaba conquistando para sí. De hecho, tras sus conquistas recibió el título de duque de Romaña de manos de su padre.
Tras la rebelión y toma de Urbino, los demás conjurados supieron que no había un minuto que perder y que había que reconquistar todas las plazas y ciudades que seguían en poder de César Borgia. Quisieron que Florencia se les uniera, pero los florentinos no estaban dispuestos a secundar la rebelión porque estaban enfrentados con los Orsini y con los Vittelli. Además, allí estaba el secretario de la República, el mayor admirador del duque de Romaña, Nicolás Maquiavelo, que se puso al lado de su admirado príncipe y le ofreció su ayuda y su cobijo si necesitaba escapar en algún momento de sus atacantes.
César Borgia no necesitaba el asilo de Florencia, pero sí le vino bien saber que al menos contaba con un estado amigo entre tantos enemigos, y aquel ofrecimiento le dio ánimos para enfrentarse a los conjurados. Además, Luis XII, haciendo honor a sus compromisos, le envió un ejército que equivalía en número al que habían reunido los condottieri revoltosos. Analizando con Maquiavelo la situación en Florencia, César llegó a reírse de sus enemigos porque había vislumbrado sus recelos e incertidumbres y sabía que, mientras se entendían entre ellos para atacarle, a él le enviaban cartas amistosas y engañosas con protestas de lealtad. Aquel tiempo de dudas e incertidumbre fue un tiempo precioso que él supo aprovechar para reorganizarse y esperar el momento oportuno. Mientras, escuchaba paciente las protestas de adhesión de los rebeldes.
Y es que César ya sabía lo que iba a suceder. Eran demasiados para entenderse y para respetar cada uno lo de los otros, y ya habían empezado a disputar por las ciudades y los territorios. Había mucho que conquistar y mucho que repartir.
Vitellozzo Vittelli encabezó la conjura de Magione, en la que varios condottieri de la Romaña se unieron para acabar con César Borgia y para recuperar los territorios que éste estaba conquistando. La venganza de César Borgia fue terrible, pese a que su padre, el papa, le pidió que no se excediera en castigar a los rebeldes.
Los primeros en ofrecer un pacto entre condottieri fueron los Orsini, que presentaron una propuesta según la cual cada uno debía respetar los territorios de los demás, pero los otros no estuvieron de acuerdo, seguramente por lo que ya dijimos de que había mucho que conquistar y que ganar, y una vez declarada la rebelión ya se podía aplicar la ley del más fuerte. Así, Baglione entró a saco en el dominio de Pésaro, el que fuera territorio del Sforzino, y lo devastó, mientras Oliverotto saqueaba Camerino, y Vitellozzo entraba en Urbino y asesinaba a todos los funcionarios que se mantenían fieles a César Borgia. Como siempre, el pago más alto recayó en quien menos culpa tenía, que era el pueblo. Unos por otros sufrieron saqueos, devastación y toda clase de brutalidades.
Mientras los conspiradores disputaban y se perjudicaban entre sí, César Borgia aprovechaba el tiempo y reclutaba soldados entre la población de la Romaña. Muchos capitanes autóctonos se unieron a sus filas, así como numerosos desertores de los ejércitos conjurados y otros soldados procedentes de Ferrara, de Roma, de Siena o de Lombardía. Al poco tiempo, su ejército era numeroso y poseía una enorme cantidad de artillería.
Pronto se inició la desbandada de los enemigos. Las alianzas no funcionaron y algunos de ellos, como Bentivoglio y Petrucci, decidieron hablar con César a espaldas de los demás conjurados, mientras el cardenal Orsini, en nombre de su familia, actuaba como nexo entre los Borgia y los conspiradores, negociando la paz con el Papa.
César Borgia también prefería negociar y escuchó a cuantos se dirigieron a él con buenas palabras para pedirle reingresar en sus filas. De alguna manera, él les hizo saber que nunca había querido posesionarse de los territorios que ellos gobernaban en la Romaña, sino únicamente tener el título de duque, pero que serían ellos quienes se beneficiasen de las rentas de sus feudos. Como vemos, cada uno contaba a los demás lo que le interesaba. Era el momento de dejar la guerra de lado, al menos hasta la siguiente ocasión, que no tardaría en presentarse.
En noviembre de 1502, Pablo Orsini llegó a Ímola con un documento en el que se habían redactado las condiciones del armisticio. Todos los rebeldes volverían al servicio de César Borgia, pero no juntos, sino sucesivamente uno tras otro. Como César había conquistado Urbino y había obtenido el título de duque, el único que salió perdiendo fue Guidobaldo de Montefeltro, que perdió su ducado. Abandonó la ciudad tras recomendar a sus ex súbditos que fueran leales al nuevo gobernante. Por su parte, él se refugió en Mantua.

LA CONJURA DE SINIGAGLIA

Después de firmar la paz César Borgia se dirigió a Cesena, donde pasó varios días negociando con los Vittelli y con los Orsini acerca de las nuevas campañas militares que pensaba emprender. Oliverotto de Fermo se unió a las negociaciones para señalar que, si deseaba iniciar la conquista de la Toscana, todos le seguirían. En caso contrario se dirigirían a Sinigaglia. Pero la Toscana era protegida de Luis XII y era, por tanto, intocable. Recordemos que Vitellozzo Vittelli tenía mucho interés en atacar Siena, que es una ciudad de la Toscana. César Borgia dijo, por tanto, que no era posible atacar Toscana, pero sí Sinigaglia, ciudad de la Marca próxima al Adriático.
La ciudad se rindió rápidamente, pero la fortaleza no, porque quien la mandaba, Andrea Doria, no estaba dispuesto a entregarla más que directamente al duque de Romaña y no a sus esbirros. Así pues, César Borgia tuvo que encaminarse a Sinigaglia para recibir las llaves de la ciudadela. Era diciembre de 1502. Es importante saber la fecha, porque se acercaba 1503, un año de importancia crucial para los Borgia, para sus enemigos y para todos aquellos vicarios de la Iglesia.
Cuando César Borgia se dirigió a Sinigaglia, debió de imaginarse que algo raro sucedía. Los condottieri habían acordado servir en sus filas de uno en uno, pero de alguna manera pudo saber que todos ellos se dirigían hacia la misma ciudad. ¿Por qué iban todos juntos? No sabemos si ya entonces conocía el compromiso que había contraído tiempo atrás Ramiro de Lorca, gobernador de la Romaña y vicecomandante del ejército pontificio, con los Baglione y con los Orsini para matarle de un tiro de ballesta. El compromiso incluía entregarles la cabeza de César Borgia como trofeo.
Este Ramiro de Lorca, lugarteniente de César Borgia, tuvo un motivo especial de enfrentamiento. Cuando César llegó a Cesena para discutir con los Vittelli y con los Orsini la siguiente campaña, los habitantes de la ciudad le llevaron graves quejas de Ramiro y de otros dirigentes, quienes llevaban tiempo traficando con el trigo que se producía en la región, mientras las gentes morían de hambre. La respuesta del duque de Romaña fue definitiva. Mandó traer trigo para el pueblo y ordenó una investigación que condujera a los culpables ante su presencia. Entre ellos estaba precisamente Ramiro de Lorca. Sin pensarlo dos veces, mandó ejecutarlos tras un juicio sumario. De este modo, los habitantes de Cesena vieron en la plaza el cuerpo decapitado de quien poco antes era su gobernador, y junto a él la cabeza clavada en una pica.
La sedición de los Orsini y los Baglione con Ramiro de Lorca quedó, por tanto, desbaratada con antelación. No sabemos si César Borgia la conocía, pero lo que es cierto es que se anticipó cortando la cabeza de quien había prometido cortar la suya.
El problema de guerrear con mercenarios era, como vemos, que un día se podía pisar fuerte y lanzarse con firmeza a una conquista o a un ataque, y al día siguiente uno podía sentir el suelo abrirse bajo los pies. Eso es lo que debió de sentir César Borgia cuando supo de la conjura de Magione y cuando conoció la siguiente, la de Sinigaglia.
Y la conoció porque sabemos que escribió al Papa desde Romaña, señalando que los condottieri habían planificado asesinarle, pues los Orsini y sus cómplices, tras haberles perdonado la anterior traición y haberle llevado en mano el armisticio, pensaban acudir a Sinigaglia juntos, contraviniendo el acuerdo de participar por turnos. Además, querían dar a entender que llevarían muy pocos soldados, cuando en realidad iban a aportar un gran número. Se habían puesto de acuerdo con el castellano de la ciudadela de Sinigaglia, Andrea Doria, para acabar con él y arrebatarle lo que él les había arrebatado a ellos. También supo que el principal instigador de esta nueva rebelión había sido el tirano de Siena, Pandolfo Petrucci.
Aquella traición fue calificada de felonía por todos cuantos la conocieron, el Papa, el rey francés, Maquiavelo y todos estuvieron de acuerdo en que era necesario dar un castigo ejemplar a los traidores. Por una carta que escribió el Papa al embajador de Venecia, aquel con el que mantenía conversaciones para ver cómo asociarle a la causa italiana, sabemos también que Ramiro de Lorca había confesado esta nueva conjura antes de morir en Cesena por el asunto del trigo. Una vez que César Borgia decidió y ejecutó su venganza, recibió plácemes y enhorabuenas de todos, incluidos los gobernantes de Florencia y de Venecia. Es lógico. Era un tiempo en que se alababa a los vencedores y se aplastaba a los perdedores.
El único que pidió comedimiento en el castigo fue el Papa, seguramente más por miedo que por piedad, porque César estaba muy lejos de Roma y los Orsini muy cerca. No olvidemos que en la conjura había dos Orsini involucrados y que, en cuanto recibieran el castigo, sus parientes romanos se vengarían. El Papa, pues, corría peligro si César se excedía en su castigo, por mucho que los demás lo consideraran justo. Pero ya dijimos que, igual que a Frankenstein se le fue de las manos su criatura, Alejandro VI había perdido gran parte de su control sobre su hijo y nada ni nadie iba a impedir que castigara a los rebeldes a su manera, es decir, sin piedad.
Todos se reunieron en Sinigaglia. César Borgia y sus capitanes. Cada uno pensó que había tendido una trampa al otro, y al final ganó el que se anticipó a los demás. Todo era cuestión de aprovechar el momento. Se reunieron en el palacio en el que César iba a alojarse durante su estancia en la ciudad. Allí invitó a comer a sus capitanes, que acudieron dejando las tropas a las puertas de la ciudad. Pero tan pronto entraron, los soldados de César cumplieron la primera orden, que fue cerrar las puertas a cal y canto. De esa manera, los capitanes quedaron aislados de sus tropas. Un capitán sin tropas no es nadie, pero una tropa sin capitán, tampoco. La tropa necesita alguien que le diga lo que ha de hacer y lo hará ciegamente, pero hay que mandarla. Por tanto, la jugada de César tenía una doble vertiente. Pudo castigar a los capitanes sin que sus soldados pudieran auxiliarles y pudo dispersar las tropas que, una vez quedaron sin jefes, huyeron a la voz de «sálvese quien pueda».
Cerradas la puertas de la ciudad y del palacio en que se habían reunido para comer, sólo fue preciso que entrara la guardia a arrestarlos, que se formara un tribunal y que se iniciara el juicio por sedición. Era el 31 de diciembre de 1502, y en vez de celebrar la salida y entrada de año se celebró el juicio sumarísimo.
Antes de morir, Vitellozzo Vittelli reconoció haberse entendido con Ramiro de Lorca, igual que éste lo había admitido antes de su muerte. Todos fueron ajusticiados excepto los dos Orsini, Pablo y Francisco, que fueron enviados prisioneros a Roma. Eran súbditos del papa y a él correspondía juzgarles. Además, César tenía cierta amistad con ellos, porque pertenecía a la misma orden militar, la Orden de San Miguel, que impedía que los hermanos se enfrentasen entre ellos con las armas.
La captura de los dos Orsini supuso el levantamiento de los restantes miembros de la familia que atacaron los dominios pontificios, y mientras César Borgia cosechaba triunfos en Romaña y organizaba el castigo para los capitanes rebeldes, Alejandro VI se defendía como podía de los esbirros de la familia Orsini, que ya habían tomado unas cuantas fortalezas y se hallaban ante las mismas puertas de Roma. Pero no se habían levantado solos, sino que habían arrastrado consigo a las restantes familias romanas e incluso habían pactado una tregua con sus eternos enemigos, los Colonna, para atacar el Vaticano y liberar a los Orsini prisioneros.
Cuando supo que Orsini y Colonna se agolpaban a las puertas de Roma el Papa debió de temblar, y llamó a César para que acudiera con su ejército, pero César estaba muy ocupado con sus castigos y sus conquistas y no obedeció. Por tanto, como su hijo no venía a ayudarle, Alejandro VI decidió cortar la rebelión por lo sano e hizo encarcelar en Sant'Angelo a los Orsini de Roma, incluyendo a Juan Bautista, el cardenal jefe del clan, quien debido a la vida licenciosa que llevaba a base de diversiones y de juergas nocturnas se hallaba casi ciego y con muy mala salud. En vista de su edad y de su enfermedad, el Colegio Cardenalicio en pleno pidió piedad al Papa, pero no la hubo. Moriría en prisión el 22 de febrero de 1503, porque su precaria salud no le permitió soportar las condiciones carcelarias de Sant'Angelo. Se había iniciado el año crucial con un juicio sumarísimo en Sinigaglia, que continuó en Roma con el castigo para la familia Orsini.
Ya hemos dicho que César Borgia no era partidario de ejecutarlos y que el Papa, por el contrario, sabía que la sedición se repetiría constantemente. Por tanto, dejaron que decidiera el rey de Francia. Si todo lo que se cuenta de la afición de los Borgia a envenenar a sus enemigos fuera cierto, no cabe duda de que el Papa hubiera hecho envenenar a los Orsini prisioneros, pero no lo hizo, sino que los sometió a juicio.
Aun así, primero debía de estar presente César, quien no tenía deseo alguno de acudir a Roma y dejar sus posesiones romañolas. Entre el Papa y el Rey tuvieron que obligarle a obedecer y llegó finalmente a Roma en febrero de 1503.
A finales de febrero se celebró el juicio por el que los Orsini y los Colonna fueron obligados a devolver todas las posesiones usurpadas a la Sede Apostólica, es decir, todos los territorios y sus títulos correspondientes. Ambas familias tuvieron que abandonar las tierras del patrimonio de la Iglesia. Se dice que, tras su marcha, imperaron el orden y la tranquilidad. En cuanto a los dos condottieri traidores, Pablo y Francisco Orsini, fueron ajusticiados en Citta di Castello, junto con los militares rebeldes de la familia. No fue fácil atraparlos. Como César no obedeció a su padre, tuvo que ocuparse Jofré de dirigir las tropas pontificias para capturar a los últimos enemigos del papa.
Aquel año de 1503, las diferencias políticas entre Alejandro VI y César Borgia se hicieron más grandes y más visibles. César había dejado de obedecerle en varias ocasiones, porque para él lo más importante era consolidar sus conquistas en Romaña y formar un estado fuerte en el que preservar sus títulos y posesiones cuando su padre faltara, lo que estaba muy próximo porque el Papa había cumplido 72 años, aunque gozaba de buena salud.
El Papa, sin embargo, tenía una perspectiva más amplia en el espacio y en el tiempo, pues lo que pretendía era, como hemos dicho, fortificar las posesiones de la Iglesia de manera que su autonomía perdurase más allá de su pontificado.
Tampoco se entendían demasiado bien padre e hijo en cuanto a su percepción de Luis XII. Alejandro VI no se había arrepentido de su alianza, pero prefería tenerle lejos, porque siempre le vio como a un extranjero ávido de tierra italiana, mientras que César le veía como el apoyo que necesitaba para consolidar su ducado y su posición.
Hacía muy bien el Papa en no fiarse del rey de Francia, porque sabemos que el único de los condottieri traidores que se libró del castigo fue precisamente el cerebro de la conjura, Pandolfo Petrucci, y no se salvó por méritos propios, sino porque pagó una buena suma a Luis XII para que le protegiera de las iras de César Borgia.
Ya sabemos que Luis XII, como todos los políticos de su tiempo y muchos de ahora, jugaba a dos barajas, pero es que había algo más. Es indudable que ya no necesitaba a los Borgia y que prefería la alianza con los estados italianos que iban a resultarle más rentables.
Pero no vayamos a pensar que Pandolfo Petrucci se libró para siempre. Tan pronto como César Borgia tuvo ocasión fue a por él, y es que Petrucci, quien ya dijimos que había pagado a Luis XII por su protección, no le pagó lo suficiente, es decir, todo lo estipulado, y además cometió el grave error de no poner de su lado a su pueblo. Aquellos señores estaban habituados a contar mucho con los poderosos y poco o nada con los aparentemente débiles. El pueblo era débil, a menos que se uniera en contra de un tirano, y eso fue lo que le sucedió a Petrucci. Cuando César Borgia cayó con toda su fuerza sobre Siena, los sieneses se pusieron de su parte y permitieron al duque de Romaña invadir la ciudad, pero Petrucci, que sabía dónde estaba su primer fallo, se apresuró a enviar al Rey la cifra convenida. Luis XII ordenó a César Borgia retirarse de Siena y éste, que todavía era su súbdito, no tuvo más remedio que obedecer.
Pero obedecer no significaba abandonar la venganza, sino solamente esperar una ocasión más propicia que, para quien supiera esperar, no iba a tardar en presentarse.
Sin embargo, el principal valedor de las órdenes reales no era el mismo Luis XII, sino el Papa, quien obligaba a su hijo, cuando éste no se le iba de las manos, a obedecer los acuerdos con el francés. El Papa era ya anciano y no iba a vivir mucho. César sólo tuvo que esperar a que su padre desapareciera para hacer pagar caro a Siena el haber acogido al traidor. Pero no necesitó ocupar la ciudad porque, cuando llegó a las puertas, los sieneses expulsaron al tirano para evitar que entrara a buscarle.
La protección que Luis XII había dado a Petrucci no solamente era señal de que ya no necesitaba de los Borgia, sino de que sus relaciones habían empezado a deteriorarse. Con ello se inició el ocaso de la familia Borgia. Con ello y con los 72 años que había cumplido el Papa, quien, comprendiendo el desvío del francés, había empezado a acercarse a España y a Venecia. Venecia ya vimos que no le prestó la menor atención. En cuanto a España, ya conocemos a Fernando el Católico como para saber que su respuesta dependería de las circunstancias. En principio, pareció aceptar la nueva alianza, pero más tarde cambió de parecer.
En agosto de 1503 murió Alejandro VI. Y murió sin haberlo previsto, es decir, sin haber pensado que podía morir de repente o en un plazo corto. Se había ocupado de dejar instalada a Lucrecia, casada por entonces con el duque de Ferrara, y a Jofré, quien como nunca se dedicó a la política ni a la guerra y únicamente mandó las tropas pontificias en momentos muy puntuales, no se había forjado enemistades ni odios y ya vimos que pudo terminar sus días tranquilamente en sus posesiones napolitanas. También dispuso posesiones para los hijos más pequeños, pero parece que se olvidó de César, al menos, se olvidó de darle algo seguro. Todo lo que tenía César, los ducados de Romaña y Urbino, los había conquistado aparentemente para la Iglesia, aunque sabemos que los conquistó para sí, pero como oficialmente no eran suyos, solamente lo fueron mientras vivió el Papa. Cuando murió, todo el castillo de naipes levantado a base de batallas, contratos, alianzas y traiciones se vino abajo en poco tiempo. Si seguimos comparando a César Borgia con la criatura que creó el profesor Frankenstein, hemos de acordar que su fuerza duró mientras su creador estuvo detrás.
Y parece que el Papa había previsto que algo similar iba a suceder, porque se lamentaba de lo que ocurriría a su muerte, viendo a su hijo caprichoso pedir cosas que él nunca le negaba y negarse a cosas que él le pedía. Una de las cosas que su padre le pidió y que él no aceptó fue recibir embajadores de estados que, a la hora de quedarse solo, hubieran podido serle de utilidad. Pero César, como todos los que se saben fuertes e invencibles, tenía un sentimiento de omnipotencia que le impidió comprender que la fuerza no era suya, sino prestada. La criatura de Frankenstein no era nada sin su sabio creador, y César Borgia no fue nada sin su padre. Con el ocaso de su padre, por tanto, llegó también el suyo.

UNA ESTRELLA QUE SE APAGA

El 2 de agosto de 1503, el cardenal Juan Borgia Lanzol, sobrino del Papa, murió de malaria. Mientras su tío le lloraba, algo cayó repentinamente a sus pies.
Asustado, el anciano papa miró aquel objeto y comprobó que era el cadáver de un búho. Mal presagio, un búho muerto en un velatorio.
Fue como una premonición. Tres días más tarde, padre e hijo cenaron en casa de Adrián de Corneto, un buen amigo de la familia Borgia, que celebraba haber recibido el capello cardenalicio. Y era algo que celebrar porque, como ya dijimos, todos los cardenales pagaban por recibirlo, pero Adrián Corneto era pobre y no disponía de fondos. Puesto que era un amigo leal, el Papa decidió nombrarle cardenal sin pago alguno y él, agradecido, le invitó a cenar. Pero, al día siguiente, todos los comensales, incluido el anfitrión, se sintieron gravemente enfermos.
Se habló de envenenamiento y se habló de peste. La peste, como dijimos, era el nombre genérico que recibían las epidemias. Entonces se desconocía la causa de las enfermedades infecciosas, cuyo origen fue solamente descubierto en el siglo XIX cuando Pasteur enunció su teoría sobre los gérmenes patógenos. Por tanto, todo eran venenos o peste. Todos sabían, además, que el verano arrojaba un número incalculable de muertos en Roma. Ya hemos visto cómo se trataban las aguas del río, y lo normal era que se produjesen epidemias de cólera, de tifus o de malaria. Los siguientes papas murieron también durante el verano, quizá asimismo por las miasmas procedentes del Tíber.
Pero como todos los comensales, uno tras otro, enfermaron al día siguiente, a las 18 horas de haberse celebrado el banquete, podemos pensar que se trataba de algún alimento en mal estado. No sabemos cómo se realizaría la manipulación de los alimentos, teniendo en cuenta las altas temperaturas del mes de agosto en Roma y, sobre todo, la posible falta de higiene.
César Borgia estuvo bastante tiempo entre la vida y la muerte, pero su padre, anciano, no pudo sobrevivir a la posible intoxicación y murió diez días más tarde. La rápida descomposición de su cadáver por efecto del calor y del proceso que le causó la muerte, junto con la fiebre y los síntomas de los demás comensales, consolidaron la teoría del veneno. El aspecto repugnante que debió de presentar el cadáver del Papa, con la lengua hinchada y el rostro ennegrecido, el olor fétido que exhalaba y que hizo acelerar al máximo el velatorio, debieron apuntalar la idea del envenenamiento y muchos han coincidido en ella durante siglos. Parece que el primero que negó esa posibilidad fue Voltaire, ya en el siglo XVIII, en plena Ilustración. Los médicos que han analizado los documentos de la época han descartado totalmente el veneno. Se ha hablado de malaria, de complicaciones cardíacas a causa de la edad o de cualquier fiebre endémica de Roma. Tanto César Borgia como Adrián Corneto presentaron los mismos síntomas, pero sobrevivieron simplemente porque eran más jóvenes.
Pero la teoría del envenenamiento duró bastante tiempo, hasta el punto de que otro papa, Julio II, el enemigo acérrimo de los Borgia, retiró la púrpura al cardenal Corneto, creyéndole culpable de envenenamiento o, al menos, creyéndole partícipe, puesto que sucedió durante una cena en su casa.
Sabemos por los escritos de Giustiniani, el embajador de Venecia, que el médico que atendió al Papa, Scipion, habló de catarro gripal y de apoplejía, mientras que el embajador de Ferrara, Constabili, hizo saber al duque de Este, esposo de Lucrecia, que el Papa padecía una terciana que se convirtió en cuartana. Durante los diez días que el Papa estuvo enfermo, nadie mencionó la palabra veneno, al menos nada consta en los documentos de la época.
Después de los funerales del papa Borgia, abreviados como dijimos debido a la rápida descomposición del cuerpo por el intenso calor, vinieron varios días de honras y fastos fúnebres, misas y celebraciones a las que, según cuentan, asistían cada vez menos eclesiásticos. Todos estaban muy ocupados con el nuevo papa, Pío III, sobrino de Pío II, aquel Piccolomini tan amigo de Calixto III.
Se había apagado, pues, la estrella de los Borgia. En 1610, el féretro del papa Borgia fue trasladado a la iglesia española de Santa María de Montserrat, donde estaba enterrado Calixto III. Allí se guardaron los huesos de ambos en una misma caja polvorienta con un rótulo, hasta 1889, en que fueron enviados a una capilla propia en Roma, en la iglesia de Montserrat y Santiago. En 1999, la Generalitat valenciana se hizo cargo de los gastos de restauración de aquel lugar que muchos dicen que es tan triste y desangelado como la memoria de la familia Borgia.
El mausoleo de los papas Borgia. La Generalitat de Valencia restauró en 1999 la capilla de la iglesia de Montserrat y Santiago de Roma, donde se encuentra el mausoleo de los dos papas Borgia, Calixto III y Alejandro VI.

UN CASTILLO QUE SE DESMORONA

La muerte del papa Borgia supuso, como dijimos, el desmoronamiento del castillo de naipes en cuya construcción empeñó César Borgia su vida y su esfuerzo.
Todo se vino abajo en los primeros tiempos. Al día siguiente del fallecimiento del Papa, los vicarios despojados empezaron a volver de sus exilios y a recuperar los poderes que les habían sido arrebatados. El primero fue Silvio Savelli y, el segundo, Próspero Colonna que se ocupó de liberar no sólo a los presos políticos del castillo de Sant'Angelo, sino también a los presos comunes, que se unieron a la orgía de robos, saqueos, violaciones, incendios y asesinatos que solían seguir a la muerte de cada papa.
César Borgia se debatió varios días entre la vida y la muerte, temiendo que en cualquier momento entrara un sicario a asesinarle, porque los Colonna, los Orsini y los Savelli invadían y saqueaban ya las casas y propiedades de los afectos a los Borgia, como hemos visto que era la costumbre. Tuvo con él al fiel Michelotto, como llamaban por su pequeña estatura a su amigo íntimo Miguel de Corella, así como a los cardenales españoles. El cardenal Casanova, que había sido tesorero de Alejandro VI, realizó un inventario de los tesoros personales del difunto papa y lo entregó a su hijo. Eso dicen unos autores. Otros aseguran que Miguel Corella sacó oportunamente su daga del cinto y que el cardenal le entregó inmediatamente el tesoro. Otros cuentan que los hombres de César Borgia recorrieron como buitres las estancias vaticanas y se llevaron todo cuanto encontraron de valor, pero, debido a su prisa y a su ansiedad, dejaron de registrar una pequeña sala situada tras la alcoba del papa, donde más tarde los notarios encontraron su tesoro personal, un cofre repleto de joyas y piedras preciosas.
El caso es que el tesoro pontificio apareció vacío cuando llegaron los cardenales, como también había sucedido en los casos anteriores y sucedería en los siguientes. Ya hemos visto que nadie perdía el tiempo.
Mientras César luchaba por vivir, los vicarios volvían a sus ciudades. Unos, como Montefeltro o Varanno, fueron bien acogidos. Otros, como Baglione, tuvieron que entrar por la fuerza a recuperar sus posesiones. Poco tiempo después de la muerte del Papa, los tiranos que César Borgia expulsó se encontraban de nuevo en sus puestos. La vida seguía igual para todos, menos para el hijo del Papa muerto. Los que encontraron fuertes resistencias solicitaron ayuda a Venecia y la obtuvieron inmediatamente, porque los venecianos deseaban ardientemente ocupar tierras pontificias. Así, los territorios de la Iglesia pasaron en gran parte a manos de usurpadores y César Borgia se quedó sin nada. Así se lo contó a Maquiavelo, cuando se recuperó de su enfermedad. Había previsto que sucediera cualquier cosa a la muerte de su padre, menos hallarse él también moribundo.
Cuando supo que los exiliados volvían por sus fueros, César esperó en vano que los españoles le ayudaran. Al fin y al cabo, él no había querido luchar en Nápoles contra ellos, dejándose llevar por su sangre española y Fernando el Católico se lo había alabado. En vista de que ni el rey de España ni el Gran Capitán movían un dedo por proteger todo lo que él había recuperado, se dirigió inesperadamente a un enemigo, a Próspero Colonna, asegurándole que los españoles que habían quedado gobernando plazas en la Romaña le eran fieles y que él podía conseguir que le entregasen las propiedades a él y no a los venecianos o a otros enemigos. Dicen que Próspero Colonna se rió muchísimo cuando recibió el mensaje, porque ya no quedaba nada que proteger. Todo había sido reconquistado, recuperado, usurpado o expoliado. La ley del más fuerte seguía imperando.
Pero a quien sabe esperar y perseverar, siempre se le enciende una luz en las más espantosas tinieblas, y la luz de César fue Luis XII. Le envió un mensaje por medio de su embajador, ofreciéndose y ofreciéndole todo cuanto poseía a cambio de ayuda. Aún quedaba un puñado de plazas en la Romaña que se habían resistido y no había sido posible recuperar. Querían que fuese él y no los anteriores tiranos quien les gobernara. Podía ser un punto de partida para volver a empezar.
Luis XII aceptó, y ante la sorpresa de todos, hizo saber que él seguía protegiendo a su súbdito el Valentinois. Pero no vayamos a pensar que le iba a proteger gratis, sino a cambio de algo importante. En primer lugar, César Borgia le hizo creer, no sabemos si era cierto, que poseía grandes tesoros en manos de los banqueros genoveses. En segundo lugar, el número de cardenales españoles nombrados por Alejandro VI era muy elevado y sus votos podían llevar a la silla de San Pedro a quien César recomendase. Y el rey francés quería que fuese el cardenal de Rohan, Jorge d'Amboise.
Cuando supieron que el rey le amparaba, todos los cardenales del Sacro Colegio obligaron a las familias revoltosas a abandonar Roma para que ellos pudieran reunirse en paz y elegir nuevo papa.
César Borgia tenía, como vemos, muchas cartas aún que jugar, pero le falló la más importante. Siguiendo los consejos de Maquiavelo había exterminado a la mayor parte de los vicarios despojados, para evitar que volviesen a reclamar sus gobiernos y para impedir que el siguiente papa los restituyese. Tenía consigo a muchos nobles romanos y, además, manejaba gran parte del Colegio Cardenalicio, con lo que podía conseguir el nombramiento del nuevo papa. Lo único que le faltó fue consolidar poderes, es decir, tierras y súbditos, que le permitieran resistir un ataque a la muerte de su padre. De haber conseguido todo esto, hubiera podido mantenerse en el poder mucho tiempo, pero había perdido prácticamente toda la Romaña y del segundo estado que intentó conquistar, Toscana, solamente obtuvo tres ciudades; Pisa, Perugia y Piombino. No había tenido tiempo de conquistar ni de consolidar más, porque apenas hacía cinco años que guerreaba espada en mano y no fue tiempo suficiente. El Papa murió antes de que él consiguiera su objetivo.
Pero todavía faltaba el toque de una mano larga y poderosa que, desde España, controlaba lo que sucedía en Italia. Veintitantos días después de la muerte del Papa, Fernando el Católico escribió a su embajador, Francisco de Rojas, advirtiéndole del control que sabía que César Borgia ejercía sobre el Colegio Cardenalicio y previniéndole de que era absolutamente necesario que no eligiesen un papa francés. Exactamente lo contrario de lo que exigía Luis XII.
Como vemos una vez más, la asistencia del Espíritu Santo sobre el Cónclave no es más que una quimera, y la simonía que innegablemente cometió el papa Borgia estaba a la orden del día. Allí se iba a elegir el papa que uno de los dos reyes poderosos decidiera. Y salió el cardenal Piccolomini con el nombre de Pío III. Salió porque su nombre fue el que César Borgia dictó a los cardenales a los que controlaba. Los Piccolomini eran, como sabemos, leales a los Borgia y el nuevo papa era una garantía de seguridad para el objetivo del Valentinois. Además, eso era lo que hubiera deseado Alejandro VI. Pero hubo otro fallo. Pío III tenía ochenta años y apenas vivió veintisiete días tras su coronación.
A su muerte, César cometió un nuevo error. Antes de la elección de Pío III, el enemigo mortal de su padre, Juliano della Rovere, había ido a verle para pedirle el voto, pero no pudo atenderle porque dijo tener que cumplir la última voluntad de su padre. En esta segunda ocasión, sí se lo dio. Confió en él olvidando que había sido traidor en aquellos días en que se pasó al lado enemigo, a Francia, con Carlos VIII y que, quien traiciona una vez, bien puede traicionar dos.

DOS VECES TRAIDOR

No está muy claro por qué César Borgia confió en Juliano della Rovere y aceptó darle los votos españoles. Pudo ser para evitar que se convirtiese en su enemigo o para hacerle olvidar la antigua enemistad que hubo entre él y su padre. Lo cierto es que le votó y que también le votaron el cardenal d'Amboise y el dux de Venecia, todos ellos, como ya se suponía, a cambio de algo, y ese algo fueron terrenos pontificios. César Borgia recibió Bertinoro y Cesena, el dux ocupó Faenza y Rímini y los florentinos se adueñaron de Citerna. A cambio de ello, el 1 de noviembre de 1503, Juliano della Rovere tomaba la tiara papal con el nombre de Julio II.
Según Maquiavelo, el nuevo papa encontró una Iglesia fuerte, con las arcas llenas y todos los nobles romanos sometidos a su autoridad. Él continuó la labor de Alejandro VI para consolidar los Estados Pontificios y se ocupó siempre de mencionar a su predecesor como el iniciador de la reconquista, con la diferencia de que todo lo hizo por engrandecer la Iglesia y no por favorecer a los suyos. Abatió a los tiranos y vicarios del patrimonio de la Iglesia, expulsó a los Bentivoglio de Bolonia para añadirla, junto con Perusa, a los territorios papales, derrotó a los venecianos que los ocupaban y echó a los franceses definitivamente de Italia.
Para conquistar Bolonia y Perusa, se alió con Luis XII quien le proporcionó tropas a cambio del nombramiento de varios cardenales franceses. Cuando quiso deshacerse de los franceses y de los venecianos, instituyó la Guardia Suiza, que fue desde entonces la fuerza pontificia.
Fue traidor dos veces. Primero, a Italia, porque con tal de desposeer de la tiara a su enemigo el papa Borgia y reemplazarle en la silla de San Pedro, trajo la invasión de Carlos VIII. Segundo, porque solicitó el apoyo, los votos y la influencia de César Borgia para ser papa y, cuando lo fue, le hizo encarcelar.
Su primera traición fue por ambición, para quitarle la tiara al padre. La segunda fue por miedo, porque temió que el hijo pusiera en pie de guerra toda la Romaña. Pero César solamente le había pedido, a cambio de los votos españoles, que le permitiera conservar las plazas que le seguían siendo fieles en Romaña, no para apropiárselas, sino para mantenerlas en nombre de la Iglesia.
Así se lo prometió Juliano della Rovere, cuando todavía era cardenal. Eso y la garantía de continuar habitando el Vaticano.
Julio II instituyó la Guardia Suiza, el ejército pontificio con el que luchó contra Venecia y contra Francia. Fue también protector de las artes y su megalomanía le llevó a construir el mausoleo más grande que se hubiera visto jamás, para legar a la posteridad un testimonio de su grandeza. Los guardias suizos aparecen aquí vistiendo el uniforme que para ellos diseñó Miguel Ángel.
Pero las promesas y los acuerdos entre dos pillos no podían generar confianza y cada uno temía el engaño del otro. Finalmente, la intervención de un tercero decidió el desenlace. Fernando el Católico temía a César Borgia tanto como el cardenal della Rovere, por lo que no tardó en llegar a un acuerdo con él para, entre ambos, librarse del Valentinois.
Juliano della Rovere olvidó, tan pronto fue papa, lo que había prometido de cardenal, y él mismo se apresuró a poner sobre aviso al Rey Católico del peligro que corrían las posesiones pontificias en manos de César Borgia. Fernando el Católico olvidó a su vez que había recomendado al Gran Capitán tratarle como amigo «con dulces palabras» y se apresuró también a ofrecer al Papa las tropas necesarias para apresarle.
Todavía se mostraba inseguro Julio II, porque, en el fondo, acariciaba la tentadora idea de continuar la reconquista de las posesiones pontificias para mayor engrandecimiento de la Iglesia, y era precisamente César Borgia quien la había iniciado de la mano de su padre Alejandro VI. Parece que ambos mantuvieron conversaciones al respecto, pero que Julio II seguía sin confiar en el ambicioso Borgia, porque llegó a temer, según cuenta Antonio Onieva, que después de conquistar toda la Romaña, la Toscana, Venencia y Nápoles, fuera capaz de arrojarle a él del Vaticano.
No sabemos si sus temores eran fundados o infundados. Él intentó una vez arrojar al papa Borgia del Vaticano, pero César tampoco era corto de ambiciones.
En todo caso, la duda se resolvió de nuevo por terceros. Guidobaldo de Montefeltro y Jordano Orsini se presentaron un día en las estancias papales para recomendarle que hiciera asesinar a César Borgia y se libraría de un gran peligro.
El Papa le hizo llamar a su presencia y le conminó a devolver las posesiones que mantenía en Romaña. Recordemos que había expulsado a Guidobaldo de su feudo de Urbino. César Borgia, llorando de rabia e impotencia, tuvo que entregarle la contraseña que haría que sus capitanes españoles aceptasen la entrega sin presentar resistencia. Él, por su parte, se marcharía. Pidió que le llevasen al puerto de Ostia bajo la vigilancia de su amigo, el cardenal de la Santa Cruz Bernardino Carvajal. En el momento en que el Papa tuviese constancia de la devolución de las plazas de la Romaña, César Borgia quedaría en libertad.
Partieron, pues, para Ostia, César y Carvajal, y en el mismo instante envió el Papa un legado a Cesena para que le entregasen las llaves de la ciudad. Quería comprobar lo antes posible si se iba a cumplir lo pactado. Pero las cosas no se desarrollaron como debían, porque el capitán que mandaba la plaza de Cesena, aunque reconoció la firma de César Borgia en el documento que le entregó el legado papal, no creyó que la firma se hubiese obtenido voluntariamente, sino mediante alguna artimaña, por lo que no consideró que debiera devolver la plaza. Lo mismo sucedió en la ciudad de Bartinoro, por lo que el legado, que era el arzobispo de Ragusa, tuvo que regresar a Roma de vacío.
Cabe suponer lo que se enfurecería el «papa terribilísimo» ante la negativa del Valentinois que, desde su prisión preventiva de Ostia, parecía reírse de él.
Allá envió al Arzobispo con la orden de que trajese un escrito de puño y letra de Borgia, en el que ordenase claramente a sus capitanes entregar las plazas a la Santa Sede. De no hacerlo, le enviaría preso a Sant'Angelo.
Y cuentan lo mucho que César Borgia se rió de tal demanda y lo entretenido que tuvo al legado pontificio en Ostia, convidándole varios días a fiestas y comilonas para dilatar su decisión sobre el asunto. Ya sabemos que entonces la justicia aplicaba diferente rasero según el rango social del preso. Los pobres se pudrían en las mazmorras, mientras que los ricos disfrutaban de jaulas doradas en las que no faltaban festines y diversiones. Recordemos la prisión del príncipe turco Djem que le llevó, de cachupinada en cachupinada, al alcoholismo y a la tumba.
Seguramente, César Borgia sabía lo que hacía ganando tiempo y haciéndoselo perder al legado pontificio porque, entre festejo y festejo, un bien día aparecieron en el puerto de Ostia las galeras que enviaba su buen amigo el Gran Capitán, para llevarle a Nápoles, lejos de la mano amenazadora de Julio II.
Así se libró de un peligro y se metió en otro peor, porque si Julio II era peligroso y tenía la mano larga, más larga y peligrosa era la del Rey Católico, quien ordenó al Gran Capitán que, sin excusas, le hiciera enviar preso a España, donde él sabría ponerle a buen recaudo.
Dicen que Gonzalo Fernández de Córdoba se lamentó hasta el fin de sus días de no haber podido cumplir la promesa que hizo a César Borgia de protegerle cuando le envió las naves a Ostia, pero la orden de su rey estaba por encima de todo y no tuvo más remedio que obedecerle. La misma Lucrecia Borgia, que era entonces la respetabilísima duquesa de Ferrara, intervino para suplicar a la Reina Católica la libertad de su hermano. Pero la Reina Católica estaba a punto de fallecer, y cuando falleció, su inconsolable viudo no encontró qué utilidad podía tener para él el duque de Valence, que ni siquiera era una provincia española, sino francesa.
Julio II, llamado el papa terribilísimo, fue un mecenas, más guerrero que papa y dos veces traidor. Cuando era cardenal, traicionó a Italia para conseguir destituir a Alejandro VI y ocupar él la silla papal. Cuando fue papa, traicionó a César Borgia que le había dado su voto y su apoyo.
Tampoco olvidó la alianza que Alejandro VI y su hijo mantuvieron con Luis XII ni lo mucho que ayudaron al francés ni lo mucho que éste mimó a su nuevo súbdito, llamándole mon cousin y tratándole como a un hijo. Por otro lado, el Rey Católico no quería ponerse a mal con el papa, que se sentía burlado y hervía de furor. Así pues, en mayo de 1505, César Borgia ingresó en la no tan dorada prisión del castillo de la Mota, en Medina del Campo, donde murió Isabel la Católica y donde antes habitó la triste sombra de doña Juana la Loca.
Pero un año más tarde, en 1506, le llegó la oportunidad de escapar. Fernando el Católico había dejado Castilla y se había vuelto a su Aragón; Felipe el Hermoso había fallecido y su viuda había terminado, por lo que dicen, de perder el poco juicio que le quedaba, pero era la reina oficial de Castilla. Dicen que fue el duque de Benavente quien organizó la fuga de César Borgia. Precisamente, Fernando el Católico estaba en lucha contra Juan d'Albret, rey de Navarra y cuñado de César. Si éste corría a Navarra a pelear junto a su cuñado, el Rey Católico estaría lo suficientemente entretenido en Aragón como para olvidarse de Castilla y dejar que los castellanos se gobernaran sin él.
Aquella fue la última mano que se le tendió a César Borgia. La de su familia. Recordemos que su hermana Lucrecia intercedió sin éxito ante la Reina Católica. También lo intentó reiteradas veces su esposa, Carlota d'Albret, ante su señor el rey de Francia, pero Luis XII ya hacía tiempo que no necesitaba a César Borgia para nada y no prestó atención ni a las súplicas de la esposa ni a las demandas de él, que le pedía que le devolviera sus posesiones en Francia. En realidad, en aquellos días, Fernando el Católico y Luis XII estaban entablando las negociaciones que culminaron con aquel Segundo Tratado de Blois, por el que el Rey Católico se casó con la sobrina del rey francés.
Juan d'Albret tenía gran necesidad de un caudillo militar de la altura de su cuñado, por lo que le recibió con alborozo, le nombró capitán general, le puso al frente de su ejército y pensó que podía respirar tranquilo. En aquellos momentos, se libraba en Navarra una verdadera guerra civil entre agramonteses y beamonteses, al parecer, según dicen algunos autores, azuzados por el Rey Católico.
Pero le duró poco la tranquilidad, porque poco después, el 11 de marzo de 1507, César Borgia murió en una emboscada en Viana. Lástima. Si hubiera vivido unos seis años más, hubiera visto morir a Julio II y hubiera también visto acceder al solio papal a su buen amigo de la infancia, Juan de Médicis, aquel con el fue «una sola carne y una sola sangre» y que reinó con el nombre de León X. Pero el destino de un militar es la incertidumbre. Su esposa le esperó toda la vida, pero no volvió a verle. Su hija Luisa no llegó siquiera a conocerle. Al fin y al cabo, era un soldado.