El aniversario
Qué bonito es cumplir años de casados. Celebrar el amor, la pasión y la felicidad. A mi marido y a mí nos encantaba. Y lo digo en pasado, porque ya nos gusta menos, sobre todo a él. De hecho, éramos de los que lo celebrábamos todo, y no de la forma tradicional. Nada de irnos a un spa, o de cena romántica y ni siquiera a una cabañita con chimenea a morrearnos y hacer el amor a todas horas. Eso ya lo hacíamos a menudo, en casa. Los aniversarios tenían que ser sonados. Para recordarlos siempre. Y estoy segura de que jamás, por muchos años que vivamos, olvidaremos el tercero.
Para empezar, nos hicimos un regalo por todo lo alto para los dos. ¡Un coche nuevo! Porque nos apasiona viajar, siempre que teníamos unos días libres nos íbamos por ahí en busca de aventuras. En esta ocasión la aventura nos encontró a nosotros.
Sabiendo que me encantan los animales, llegó a casa dos días antes con la cara que pone cuando quiere darme una sorpresa. Se me acercó meloso mientras preparaba la cena y me rodeó la cintura desde atrás, besándome en el cuello como sabía que me gustaba.
—Hummm —ronroneé mimosa—. ¿Alguien está buscando algo?
—Siempre busco «algo», ya lo sabes. Pero en esta ocasión mi intención es otra. Voy a darte tu regalo de aniversario.
—Pensaba que el regalo este año sería el coche, para los dos.
—¿Un aniversario sin sorpresa?’ ¿Tan mal me conoces?
Reí bajito. Por supuesto que esperaba algo más, a Armando le encantaba sorprenderme y, aunque nos habíamos gastado un dineral en el coche, estaba segura de que aún no había terminado con los regalos.
Me giré dispuesta a recibir lo que fuera que me hubiera comprado, y depositó un sobre blanco en mis manos.
—¿Un viaje? —No era la primera vez que nos obsequiaba con un fin de semana fuera de casa.
—Ábrelo.
Dentro encontré una reserva para una noche de hotel, de esos con encanto que tanto nos gustaban, en un paraje de ensueño, y dos entradas para un parque natural en el que los animales están en semilibertad. Sabía cuánto me gustaban y que nunca he querido una mascota por no tenerla en un piso.
Cuando me llevaban de pequeña al zoo de mi ciudad, sufría lo indecible al ver a los pobres animalitos encerrados, a menudo sucios y rodeados de sus propios excrementos de varios días. Sus miradas tristes me llegaban al alma, me imaginaba a mí misma, espíritu inquieto y libre donde los haya, metida en una jaula viendo el mundo a mi alrededor y sin poder disfrutarlo.
En el folleto observé que podría ver jirafas, monos de diversas especies, y toda suerte de fauna salvaje en una recreación de su entorno natural.
—Algún día te llevaré a verlos en sus países de origen, te debo un safari en toda regla. Pero este año, cariño… nos tenemos que conformar con esto
—Me encanta, Armando —respondí colgándome entusiasmada de su cuello y besándolo apasionadamente, y deseosa de mostrarle mi entusiasmo en el dormitorio más tarde.
***
El viernes a mediodía salimos eufóricos, dispuestos a pasar un fin de semana memorable y, de paso, estrenar nuestro flamante coche en su primer viaje largo: un Ford Puma equipado con todos los adelantos y accesorios que la tecnología puede ofrecer.
Armando era muy aficionado a las pijadas y cuando compraba algo, no le importaba aguardar para tener exactamente lo que quería. El vehículo tuvo que esperar dos años a que nuestro presupuesto se lo pudiera permitir, pero una vez llegado el momento le añadió todo lo que se le puede añadir a un coche: asientos reclinables hasta convertirse en cama, con ajuste de reposacabezas y zona lumbar, un sensible mecanismo de apertura y cierre de ventanillas que, según me explicó, ofrecía una seguridad poco común, y un sin fin de cosas más que escuché sin demasiado interés. Para mí bastaba con que tuviera un buen motor y fuera cómodo. Y no había duda de que lo era.
Él, sin embargo, estaba tan feliz como un niño el día de Reyes con el nuevo juguetito o como un padre contemplando a su retoño. Tanto que llegué a sentirme celosa, porque los primeros días su atención era casi en exclusiva para el «nuevo miembro de la familia», como empezó a llamarlo.
Bajaba con frecuencia al garaje a verlo; por supuesto teníamos plaza de garaje, no pensaba dejar a «su bebé» en la calle. A pesar de tenerlo a cubierto, le pasaba una bayeta especial atrapapolvo que compró por Internet y, como ya he dicho, pasaba por el garaje varias veces al día para asegurarse de que nadie lo había rayado o ensuciado.
Llegamos al hotel casi anochecido, y nos instalamos en la preciosa habitación reservada días atrás. Nuestro Puma aparcado debajo del balcón, para tenerlo a la vista. Una buena cena acorde al acontecimiento que celebrábamos y nuestro amor, que no había hecho más que crecer y afianzarse en los tres años de matrimonio.
Yo me pongo muy tierna y muy moña en los momentos especiales y aquella noche no faltó un detalle. Cena de lujo a base de las especialidades de la zona, buen vino, y miradas llenas de promesas. Una botella de cava en la habitación y sexo apasionado hasta la madrugada.
Todo ello nos hizo levantarnos de un excelente humor y, tras un buen desayuno, decidimos emprender la segunda parte de nuestra celebración.