El elefante
Habíamos pedido que nos preparasen un picnic para tomarlo en el coche, pues nuestra idea era pasar el día entero en el parque para ver el mayor número de animales posible y tomar algo en el coche cuando nos entrase hambre. Nos entregaron bocadillos, agua y una bolsa con una docena de manzanas, fruta que pedimos de forma explícita pues nos gusta mucho a los dos.
Armando, previsor, guardaba en el maletero una pequeña aspiradora, por si caía alguna miga en la tapicería o las alfombrillas poder eliminarla de inmediato. También un espray quitamanchas. Quería conservar el interior del coche tan impoluto como llegó de fábrica.
En estas condiciones nos dirigimos al parque natural. Yo estaba feliz como una cría; sí, los polvos nocturnos influían bastante en mi euforia, pero la idea de ver animales en un estado muy parecido a su entorno real, me entusiasmaba.
Entramos al parque y mostramos nuestra reserva. En la recepción nos dieron una larga lista de recomendaciones: velocidad máxima de veinte kilómetros por hora, seguir las indicaciones de los carteles, no acercarnos a los animales, y una en la que nos hicieron más hincapié fue la de no bajarnos del coche en las zonas donde están sueltos. ¡Desde luego ni loca se me iba a ocurrir! Los aminales salvajes me causaban un gran respeto, por mucho que me encantara verlos. Sin embargo, la protección que nos ofrecía el automóvil me daba cierta seguridad.
Habíamos elegido la opción de la visita en nuestro propio vehículo, porque los viajes organizados no nos gustaban en demasía. La idea de adaptarnos a los tiempos establecidos por otros nos frenaba. Además… ¡cualquiera privaba a Armando del placer de conducir su coche!
Nunca le he visto la diversión a eso de conducir, hace años intenté sacarme el carné pero decidí dejarlo al poco tiempo. Me estresaba el tráfico, los otros conductores, las marchas, el freno, el embrague. ¡Todo! Y para colmo no me podía tomar una copa sin arriesgarme a una multa. Cuando viajo me gusta disfrutar del paisaje, y también de una buena comida con su vino o su copa después. Por suerte a mi marido le encanta conducir, con lo que estoy más feliz que una perdiz. ¡Todos contentos! Él hace de chófer y yo disfruto del paseo.
Entramos al parque sobre las diez de la mañana. Pasamos por varios de los enclaves más visitados: jirafas, hipopótamos gorilas, vimos los leones marinos y el espectáculo de las rapaces. Armando me miraba consciente de lo mucho que estaba disfrutando. A veces soltaba el volante con mucho cuidado y me acariciaba la rodilla durante unos segundos.
Al final, cerca del mediodía, y antes de parar a comer, le pedí que nos acercáramos al recinto de los elefantes. ¡Eran preciosos! Se veían tan adaptados, tan grandes… tan fuertes… moviéndose con ese andar que los caracterizaba, mirando hacia nosotros con relativa curiosidad, aunque supongo que deben estar acostumbrados a la presencia humana.
Teníamos el coche parado a bastante distancia de la cerca de piedra y la mayoría de ellos se mantenían lejos. Solo uno se acercó despacio y se detuvo a una distancia prudencial.
—Acércate más —le pedí a mi marido—. A ver si puedo darle de comer a ese grandote que está cerca.
—Sonia —me dijo cauteloso—. Nos han recomendado que no bajemos del coche ni nos acerquemos a los animales salvajes.
—No nos vamos a bajar, sacaré la mano por la ventanilla y le pondré un poco de comida en la valla. Con suerte vendrá a cogerlo y lo grabo mientras come. ¡Lo que voy a presumir el lunes en el trabajo! No hay peligro, Armando, además tiene pinta de ser bastante pacífico. ¿No ves cómo nos mira? ¿No sientes que te está pidiendo algo de comer? Seguro que con ese corpachón siempre está hambriento.
—De acuerdo; pero no demasiado, no quiero rozar la carrocería.
—No lo harás, eres un conductor estupendo.
Era cierto. Había visto a Armando meter el coche por sitios increíbles. Estrechos, elevados. Si decía que pasaba, es que pasaba. El viejo, claro. Con este era más cuidadoso, o al menos lo sería durante un tiempo.
Nos acercamos a la valla de piedra de media altura. Yo bajé el cristal, me solté el cinturón de seguridad y me aupé para sacar un poco el cuerpo por la ventanilla. Alargué el brazo y coloqué sobre la cerca dos de las manzanas de las que llevaba por si nos entraba hambre a lo largo del día. No tenía muy claro qué comen esos enormes animales, solo que son herbívoros, y pensé que, al igual que a los caballos, podía gustarles la fruta dulce y jugosa. En verdad todo el coche olía a manzanas.
Coloqué la fruta en equilibrio y vi como el gigante gris se acercaba a ella, la cogía con la trompa y las engullía, una detrás de otra, en cuestión de pocos minutos.
Yo saqué el móvil y comencé a grabar, llena de entusiasmo.
—¡Mira, Armando, le gusta!
—Eso parece.
El animal me dirigió una mirada que se me antojó lastimera y suplicante. Seguro que con tan exiguo bocado no había satisfecho el hambre que podía tener. ¡Debía ser casi imposible llenar un estómago de semejante calibre!
—¡Voy a darle otra! Pobrecito, parece famélico. Seguro que no le dan suficiente comida.
—Se ha acercado mucho… ten cuidado.
—No me bajaré, estamos en el coche… Solo voy a alargar el brazo, como antes.
Abrí de nuevo la bolsa de las manzanas para coger una, o quizás dos más, y aquel animal enorme y que parecía tan torpe, en cuestión de segundos introdujo la trompa por la ventanilla en busca de la bolsa de plástico, fuente de su alimento. No me dio casi tiempo a percatarme de su movimiento y, de repente, me encontré con la enorme trompa agitándose delante de mi cara.
—¡Sonia, cuidado! —gritó Armando, demasiado tarde.
—¡Ayyy! —lo secundé yo, aterrada. Me recosté contra el respaldo tratando de evitar el contacto y con gesto mecánico pulsé el botón de cierre automático de la ventanilla, ese tan sofisticado, imaginando que el elefante, al verlo, sacaría la trompa de inmediato. No fue así. El animal, al verse atrapado lanzó un sonoro barrito que me estremeció entera, alzó la trompa y… el coche comenzó a moverse.
—¡¡Está levantando el coche!! —gritó mi marido, más asustado por el vehículo que por mí, que tenía el apéndice a escasos centímetros de la cara, agitándose con movimientos convulsos—. ¡Abre la ventanilla!
Nerviosa, atiné a pulsar el botón de bajada… o el de subida. En aquel momento de pánico no lo tuve claro, ver aquello tan cerca me tenía aterrada. Me gustaban los animales, pero no tanto. Sobre todo, no tan cerca. El caso es que el cristal no descendió, y el elefante barritó de nuevo, como si le estuviera haciendo daño. Mucho daño, y yo solo pensaba en el que podía causarme a mí, a mi cara.
—No, no, bonito… No pasa nada —trataba de calmarlo yo como si fuera un animalillo doméstico que se hubiera lastimado. Los ojos de gruesos párpados me miraban con expresión asesina. Volví a pulsar el botón, esta vez asegurándome de que era el de bajada, pero el mecanismo parecía atascado.
Entonces encogió la trompa tratando de soltarse, pero en vez de eso arrastró el coche consigo. Contra la valla de piedra. Sentí el estruendo y el impacto de la chapa abollándose en el costado de la pierna, y el sonido cada vez más fuerte del animal, barritando desesperado. Contemplé de reojo la cara más pálida que le había visto nunca a Armando. Y su mirada más asesina aún que la del elefante.
—¡¡Abre la puta ventanilla de una vez!! Se va a cargar el coche.
No quise decirle que ya se lo había cargado. Que contra mi rodilla podía sentir algo que antes no había.
—No puedo. Se ha atascado el mecanismo. ¡No sé qué hacer!
Se soltó a su vez el cinturón de seguridad y se tiró sobre mí, en plancha, para evitar la trompa y tratar de llegar hasta el botón de apertura. Justo en el momento en que el elefante alzó el coche de nuevo del suelo y lo golpeó otra vez, en esta ocasión ya no de forma lateral, sino implicando también la parte delantera y haciendo saltar el faro derecho, cuyos cristales se esparcieron en minúsculas astillas por el pavimento.
Libre del cinturón de seguridad, Armando se precipitó contra el salpicadero, golpeándose la mejilla y el hombro, y de paso el apéndice atrapado del pobre animal, que se enfureció más, golpeando de forma repetida la carrocería contra la piedra.
—¡Para, hijo de puta, para! ¡Sonia, sujétale la trompa, a ver si me deja abrir el cristal y liberarlo!
—¿La trompa? ¿Quieres que le toque eso? No puedooo.
El coche seguía moviéndose, Armando y yo gritándonos uno al otro, el elefante barritando y la chapa del coche abollándose contra la piedra.
Al fin, tras pulsar muchas veces el botón conseguí que el cristal bajara hasta perderse en la puerta con un chasquido extraño, que me hizo suponer que no volvería a subir sin pasar por el taller.
El elefante sacó la magullada trompa y se alejó a toda prisa, entre fuertes barritos. Las grandes patas pisoteaban el suelo y yo solo pude pensar que la frase «como un elefante en una cacharrería», ahora siempre sería para mí «como un elefante en una carrocería».
Armando se sentó en el asiento de nuevo y comenzó a llorar, presa de un histérico ataque de nervios. En el pómulo se le empezaba a formar un feo moretón a consecuencia del golpe y un arañazo le surcaba la frente a la altura de la sien.
—¡Mi coche! —gemía aferrado al volante—. Mi coche nuevo…
Yo me sentía paralizada por el miedo y la incredulidad, aunque ilesa. ¿De verdad nos había atacado un elefante y había destrozado nuestro vehículo? ¿Y de verdad mi marido estaba más preocupado por este que por la posibilidad de que el enorme animal me hubiera atacado a mí, a quien tenía a escasos centímetros?
En aquel momento un automóvil del personal del parque se acercaba a nosotros a mucha más velocidad de la permitida. Dos hombres salieron del mismo de forma apresurada, y con las caras lívidas.
—¿Están bien? —preguntó uno de ellos a través de la ventanilla de Armando—. Hemos visto lo sucedido por las cámaras de seguridad y hemos venido en seguida.
—Mi coche…
—¿Por qué habéis tardado tanto? —pregunté sintiendo la histeria apoderarse de mí por momentos. No es que antes hubiera estado tranquila, pero había podido controlarme un poco más. Temblaba de pies a cabeza, y la ansiedad se empezó a manifestar.
—Solo han pasado unos minutos —aseguró uno de ellos. Pude comprobar en el reloj del salpicadero que era cierto, que la escena había durado apenas seis minutos exactos.
—¿No se les advirtió que no se cercaran a los animales?
—Pensé que dentro del coche no existía peligro. Él estaba al otro lado de la valla Solo quería darle de comer. No imaginaba que…
—Podía haberle hecho daño. La trompa es muy musculosa
—¡Mi coche…! —Seguía gimiendo mi marido, como si le fuera la vida en ello.
Me empecé a enfadar al ser consciente de que el empleado tenía razón, que podía haber resultado herida de gravedad y que parecía no importarle. Ni siquiera se quejaba del golpe que se había dado en la mejilla.
—Será mejor que nos alejemos de aquí, el animal puede volver y en este momento tanto a ustedes como a nosotros nos considera una amenaza. Vengan al puesto de recepción para tranquilizarse.
Armando arrancó hecho un manojo de nervios, las manos le temblaban y yo no me encontraba en mejor estado. Seguimos a los empleados hasta el aparcamiento de la entrada. Nos bajamos, yo tuve que hacerlo por su portezuela porque la mía no se abrió debido a la chapa deformada, y con cara patética se acercó al lateral derecho. Una profunda abolladura en todo el costado que abarcaba las dos puertas, un faro reventado e inservible, el cristal de la ventanilla bajada y, por lo que parecía, imposible de subir de nuevo. Aunque no quise hacer el intento, por no alterarlo más de lo que ya estaba.
Acarició la pintura raspada con la palma de la mano, como si de un hijo magullado se tratara.
«¡Y a mí que me den morcilla! Ni siquiera me ha peguntado si estoy bien», pensé ofuscada. Esa trompa capaz de levantar un coche en peso me ha podido arrancar la cabeza y solo se preocupa de su precioso coche.
—Una semana… solo tiene una semana… —volvió a gimotear.
—Vengan con nosotros. Le conseguiré un poco de hielo para la cara y le desinfectaremos el arañazo de la frente.
Uno de los hombres nos acompañó a una habitación pequeña amueblada con unos cómodos butacones y una mesa.
—¿Quieren que avise a un médico? El parque solo tiene un botiquín para emergencias, pero hay un ambulatorio en el pueblo más cercano.
—No necesito un médico, sino un mecánico. Lo de la cara no es nada.
—Le traeré un poco de hielo antes de que se inflame más. Y algo para que se tranquilicen.
—No quiero pastillas —afirmó tajante.
Nos dejaron solos y uno de ellos regresó minutos después con una bolsa de hielo y dos generosas copas de coñac.
Armando se negó a que le embadurnaran la frente con un desinfectante yodado que dejara un rastro de color, por lo que se limitaron a ofrecerle un algodón empapado en alcohol puro que le dejó un fuerte olor en la cara a ginebra de garrafón.
Nos tomamos el coñac despacio, para calmarnos. No es una bebida que me guste mucho, pero debo reconocer que me ayudó a templar los nervios y la agitación que sentía. No así el enfado, pero no era el momento de recriminar ni discutir, delante de terceros, de modo que lo dejé compadecerse de sí mismo un rato más. No tenía la menor intención de consolarlo.
—La dirección del centro les devolverá el importe de las entradas —dijo el empleado del parque.
—Y el de la reparación el coche. Ha quedado hecho un desastre —impuso mi marido, algo más calmado por efectos del coñac.
—Eso no puedo garantizárselo. El incidente se ha debido a una negligencia por su parte. Puede tramitar una reclamación, pero no creo que consigan nada. Incluso pudiera ser que les demanden a ustedes por conducta temeraria y causar daño a uno de los animales. No olvide que ha atrapado la trompa de un elefante con la ventanilla de su coche y hay grabaciones que lo demuestran.
—Maldita sea… ¿A pesar del susto vamos a tener que pagar un elefante nuevo?
—Señor, un elefante es un ser vivo, no una máquina que se puede reponer como su coche. Comprendo que esté disgustado y que se hayan llevado un buen susto, pero aún tenemos que calibrar si el animal ha sufrido algún tipo de lesión, así que mejor acepten el importe de las entradas y dejen estar lo demás.
Indignado, Armando tomó un largo trago de su copa con tanto ímpetu que se atragantó y parte del contenido de su boca cayó sobre la camisa dejando una evidente mancha. Solo se me ocurrió pensar que me costaría quitarla y que tal vez él tuviera que renunciar a una de sus camias preferidas. Eso me produjo un regustillo perverso dentro de mi creciente enfado.
—Vámonos, Sonia. —gruñó enfurruñado—. Ya hemos pasado demasiado tiempo en este espantoso lugar. ¡A saber qué más nos va a tocar vivir hoy! Atacados por un paquidermo, y encima con el riesgo de una denuncia sobre nuestras cabezas. ¡Maldita la hora en que se nos ocurrió venir!
Se puso de pie, airado, y soltó la bolsa de hielo sobre la mesa con gesto brusco. Yo musité una disculpa al contrito empleado y me levanté para seguirlo.
—Está muy nervioso todavía —me dijo este—. Quizás sería mejor que condujese usted.
—No sé hacerlo, y tampoco tengo carné.
—Trate de calmarlo entonces.
—No se preocupe, Armando es un experto conductor en cualquier estado de ánimo.
Era cierto. Era muy prudente y cuidadoso al volante, tanto en estado de euforia como enfadado o nervioso. Podía concentrarse sin problema en el tráfico aparcando cualquier otra cosa.