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—¿No puedes comer sin hacer ruido? —preguntó Antonia, visiblemente enojada.

—No hago ruido —respondió José María. Era un tipo de estatura baja, delgado y con poco pelo. Siempre iba bien afeitado y sus dientes brillaban como la cal de las casas de Andalucía. Apenas su pecho llegaba al borde de la mesa, y sus manos estaban prietas en un tenedor y un trozo de pan.

—Perdí a mis hijos por tu culpa —terció ella cambiando de tema, y de paso, recordándoselo como tantas veces hacía. Lo miraba con la cara arrugada y unos labios mordisqueados e inflamados.

—Yo no tengo la culpa de ello —dijo él sintiéndose liberado como cada vez que lo decía. Se llevó el pan a la boca. Él no dejaba de masticar.

—Los echaste de casa en silencio —se alborotó ella dejando el tenedor sobre la mesa con un ruido metálico que rebotó en el techo.

—Juan se casó y se fue a vivir con su mujer. Tu hija Pili también se ha casado y está viviendo con su marido y sus hijos. ¿Eso es echarles de casa?

Hubo un repentino silencio ominoso miraras por donde lo miraras. Un silencio que presagiaba algo aterrador. El inicio de una muerte súbita.

Por fin, después de un buen rato, ella prorrumpió:

—¡Mis hijos tienen que estar aquí!

Golpeó la mesa con la mano abierta y el sonoro golpe fue engullido por las paredes. El sol entraba como navajas que cortaban el aire y parte de la mesa. El hombre hundió la cabeza en sus hombros, como de costumbre.

No contestó.