Antonia cogió el teléfono móvil de la mesilla cuando el sol quería entrar por la fuerza por las rajas de la persiana, pero aun así no podía hacerlo. Sin embargo, sí había algo de luz —aunque amarillenta— abrigando el hueco de la habitación sin muebles excepto la citada mesilla y la cama. Marcó un número de teléfono cuando el teclado brillaba como un tiovivo y se lo pegó a la oreja. Tras dos tonos de llamada le prosiguió un tuuuuuuuuuuuuuuu. ¿Eres la más bonita?
—Mierda —musitó, y se echó a llorar sobre la almohada. José María se había ido a trabajar y, por lo tanto, su hueco estaba más helado que un fiambre. Era como si tocase una figura de mármol.
Antonia se sentía sola y odiada a la vez.