Llegó su fin de una historia corta y sin sacar provecho de nada. Vagando como una vagabunda por las calles heladas, aunque era verano. Sus manos se cortaban y sus labios se estiraban como chicles mientras se restregaba por las paredes. Sus lágrimas eran dos caudales de un fluvial. Y su penosa sonrisa no existía.
Entonces comprendió que había perdido a su hija para siempre.
Antonia se refugió en el alcohol y vio monstruos en las paredes, deslizándose como grandes arañas. Y abrazó las drogas, que hicieron que esos monstruos le hablaran.