Estando en comisaria, recibió la llamada de su psiquiatra sin nombre, porque odiaba recordarlo. La voz era suave y prolongada en el tiempo, como si quisiera estirar las palabras y suspenderlas en el aire.
Pili estaba con los ojos hinchados y sus labios se parecían a dos gusanos hinchados y retorcidos de dolor. Su cabello, moreno y ondulado, estaba deslavazado como si hubiera salido del agua en ese momento con todos los dedos metidos en algún enchufe. El rímel había ensombrecido sus pómulos, y su rictus era malévolo.
—Mis hijos han desaparecido. ¿Le parece normal?
Hubo un extenuante silencio al otro lado de la comunicación. Al fin, algo jadeó como un perro.
—Ahora más que nunca necesitas ayuda...
—Pero no la tuya —casi gritó ella, y colgó. En el vacío del aire llegó ese tono prolongado como un zumbido molestoso y que muchas veces cabreaba escucharlo cuando llamabas a tu banco o a una financiera para reclamar algo.
Un policía local la miró de reojo y frunció el ceño con aspecto serio y moviendo la cabeza como si ésta estuviera colgada de un muelle.
—Señora. No puede hablar por teléfono.
Pili resopló como una máquina de tren a punto de descarrilar.
—Quiero ver a mis hijos.
—Y nosotros hacemos cuanto podemos —prorrumpió el escribiente (así lo llamaban los del pueblo de Anglés), en realidad, el agente que escribía el atestado.
Entonces, ella le escuchó.
Era Pedro.
Estaba justo delante de la ventana de la comisaría. Una de ellas. La que tenía enfrente. La más grande y que la persiana parecía el portal de un castillo. La raja o la brecha en su cabeza estaba necrósica y ya no supuraba materia gris ni sangre. Esta última preciosidad del cuerpo humano estaba tan reseca como el escudo de un soldado romano. Movía una de sus manos.
Y, como un susurro que se montaba sobre el sonido del aire acondicionado, ella escuchó:
«Pili. Tienes que buscar a tus hijos por ti misma. Esta gente no puede hacer nada. Es lo que has heredado. Ya te lo advertí. Yo mismo me volví loco y todavía hoy me arrepiento».
Y ella cabeceaba, asintiendo, ante la mirada atenta de los dos agentes, que estaban desconcertados por esa inquietud mostrada en ella. Y si hubieran dicho algo, Pili les hubiera respondido que ellos eran hombres de mármol. Sin sentimientos.
Los que tampoco tenía ella.
Hasta ahora.
Sí, hasta ahora.