El anciano estaba curvado sobre un bastón, y de sus labios pendía una colilla humeando como un tren. Sus ojos estaban arrugados hasta las retinas, es decir, desde los párpados hasta el globo ocular. Si bien respiraba acompasadamente, se veía que necesitaba realizar algún que otro esfuerzo para ello. Vestía totalmente de negro, y lo que le llamó poderosamente la atención a Pili fue su faja oscura, liada a su cintura como la estola de un cura.
Su padre, que ahora no caminaba junto a ella, lo llevaba.
—¿Oiga, señor? ¿sabe si alquilan una de las masías de aquí?
El anciano levantó aquellos pesados párpados y la miró con unos ojos como aceitunas.
—Aquí no se alquila nada. Se regala.
Pili quedó gratamente sorprendida por la respuesta.
—¿Eso qué quiere decir exactamente?
—Lo que ha oído, señorita...
—Señora —rectificó ella.
El anciano escupió al suelo, y la colilla se perdió entre la mala hierba.
—Que puede quedarse con cualquiera de estas. —El hombre movió un dedo artrítico y señaló una de ellas. Tenía la puerta de madera astillada. En realidad, estaba agujereada y, en el centro de todo ese espectáculo, había una herradura como picaporte.
Casi le arranca una sonrisa ante el mal trago que estaba pasando.
No lo consiguió.
—Esa de ahí me recuerda a mi infancia —acució ella señalando la herradura.
—Qué bien. A mí me recuerda a la muerte.
Pili no comprendió muy bien aquellas palabras, pero pensó que quizá lo diría por su avanzada edad. El anciano rebuscó en el bolsillo que se había quedado atrapado bajo la faja. No pudo introducir los dedos y soltó un improperio.
Pili siguió hablando.
—De pequeña. Muy a menudo, venía aquí los veranos. Mi padre estaba vivo y pertenecíamos a una congregación evangélica. El Pastor nos daba el sermón todas las noches a las doce en punto cuando, a veces, la luna brillaba en lo alto del cielo despejado. Sin embargo, una de esas noches había comenzado a llover y teníamos que hacer una cosa. Orar al Señor mientras vagábamos, en la oscuridad de la noche, precisamente por este camino. «Era un ejercicio de fe», decía. Era para eliminar todo rastro de miedo. Una prueba de que el mal no existía si no queríamos. De que Dios estaba ahí, con todos nosotros. Y recuerdo haberme topado de bruces con esta misma puerta. Lo sé, porque toqué la herradura que cuelga. Es como si no hubiera envejecido nunca. Al día siguiente, ya a plena luz del día, la observé detenidamente, y tuve miedo de acercarme a la puerta. Creía haber visto algo a través del hueco. Qué cosa más absurda, ¿verdad?
El anciano se encogió de hombros, refunfuñando porque no encontraba un cigarrillo en sus bolsillos traseros.
—Si eso te hace feliz, allá tú.
Ella no comprendió tampoco esa respuesta.
—¿Perdón?
—Nada. Estoy cabreado porque no encuentro un jodido cigarro que llevarme a la boca. ¿Fumas?
—No.
—Pues, entonces, adiós.
Y, cuando el hombre de negro se dio la vuelta, ella le siguió con su profunda mirada.
—Lo siento —dijo.
—Quédese con la masía, señora. Nadie le recriminará nada.
Y el sol se estrelló contra una nube con cara de malas pulgas.