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Un espejo, lleno de telarañas y rajado por diversas partes como un corazón roto, reflejó su rostro y el espíritu de su padre. Ella creía que era eso. Según el psiquiatra que seguía esperándola en su consulta, eso era una imagen distorsionada. Algo que nacía de la irracionalidad y del trastorno mental del tipo que fuera.

Se veía bella.

—Siempre has sido guapa, Pili —dijo al cristal, esperando que éste le contestara. En su lugar, lo hizo su padre.

—Sí. Siempre fuiste mi pequeña. Ahora has crecido y te enfrentas a ese amor que se siente por los hijos. A ese sufrimiento cuando los pierdes, pero ¿y cuando los hijos pierden a sus padres? ¿Sabes lo que se siente? No deberías haber creído en mí. No deberías haber hecho uso de esa tabla con letras, porque no quiero mencionar su nombre. No deberías haber invocado a nadie bajo los efectos del alcohol...

—¿Es una reprimenda, papá?

—No. No lo es. Es una advertencia que llega demasiado tarde. Yo me volví loco. Escuchaba voces. Me aplastaban contra la cama y ésta cedía hasta el suelo, pero nunca llegué a ver nada. En cambio, tú eras especial. Los veías a todos. Debiste avisarme. Ahora es tarde para mí, pero no para ti.

—¿Qué tratas de decirme?

Pili seguía viendo el reflejo de su padre a través del espejo.

—Que no se puede tantear con el más allá.

—Eso trae suerte

—Mira la tuya. Ni tu marido ha querido acompañarte porque cree vehementemente que estás loca. ¿Y tus hijos? ¿Mis nietos?

—Eso estaba escrito.

—No, donde están, eso no.

—¿Qué?

—Aquí, en esta masía, hay un pozo. Una puerta abierta. De momento no puedo ver más allá, porque incluso a los muertos no se nos deja pasar.

—Me estás asustando.

Ella se giró para verlo de frente.

Su padre ya no estaba.