El pozo estaba descubierto y situado justamente en el centro del sótano, levemente iluminado por una lengua macerada de luz que sabía Dios de donde provenía. Era como un maquillaje empobrecido, pero destellaba. El hedor era insoportable, y recordó aquellas películas chinas o tailandesas en las que salía una mujer distorsionada de allí mientras croaba como las ranas.
Evidentemente, nada de eso pasó. Solo se apoyó en las piedras de esa boca abierta y se inclinó para ver en su interior. La leve luz de la vela solo le mostraba unas piedras apiladas que formaban la estructura de la pared. Estaban húmedas y mohosas —esa palabra que siempre se repite en todas las novelas de miedo—, y al final del trayecto de la luz de mantequilla solo había oscuridad.
Sin embargo, le asustó el profundo silencio que brotaba del interior.