Le llevó cinco minutos mirar hacia el fondo.
El pensamiento se interrumpió en seco cuando se dio cuenta de que había algo detrás de ella, y en el techo. Era como mirar por el rabillo del ojo. La sensación era tan vívida que Pili llegó a escuchar incluso la voz de su madre Antonia, allá en los tiempos de la casa de Bonmati. Aunque era evidente que no sabía lo que escuchaba. Eran voces. Sonidos extorsionados. Estrangulados. Giró en redondo al tiempo que levantaba las manos para protegerse el rostro, y tuvo delante una imagen distorsionada. Era algo como una sombra, que cobraba forma en tres dimensiones. Rugosa y amorfa. Agitó los brazos para mantener el equilibrio, estuvo a punto de conseguirlo, luego lo perdió. Tuvo tiempo de pensar "mierda", y por fin cayó.
Aquella forma se había convertido en muchas, y lo que habitaba en el techo eran sombras errantes que se deformaban. Ella cayó dentro del pozo y consiguió esquivar el borde superior de aquella boca pedregosa. Y pensó: «me he librado de partirme la crisma», pero su cuerpo ya era algo inerte, cayendo al vacío oscuro y tenebroso.
Pero se dijo que, si se hubiera dado un golpe lo suficientemente fuerte contra alguna de aquellas piedras, ya se podía despedir de este mundo. Sin embargo, en cierta manera, ya lo estaba haciendo mientras perdía gravedad.
La vela se apagó en lo alto del todo. En el suelo. Sobre el cemento.
La caída fue al final, afortunada, ya que chocó con algo esponjoso y mohoso. El golpe no fue tan brutal como una piedra que cae desde el cielo. Había caído de culo y, por suerte, ese día llevaba puestos unos vaqueros. No obstante, de su garganta había despegado, como un avión, el grito de Tarzán, pero a los pocos segundos el llanto había amainado hasta quedar reducido a una serie de sollozos aislados y los jadeos entrecortados que son, a menudo, lo que llaman las resacas de las emociones fuertes.
Allí abajo todo estaba pringoso.
Sus manos chapoteaban en algún tipo de baba.
Y todo.
Todo estaba muy oscuro.