Capítulo 11

LLEGARON a Nápoles cuando ya anochecía. Durante el trayecto de más de seiscientos kilómetros desde Milán, apenas hablaron. Los recuerdos eran demasiado asfixiantes, aunque Ellery no pudo evitar sentir un pequeño rayo de esperanza.

Leonardo miró a Ellery de reojo. Parecía cansada y algo triste. Los últimos días habían sido de locura y él mismo sentía los efectos por todo el cuerpo, sobre todo en el corazón.

Siempre había evitado aquello: implicarse emocionalmente y, que Dios no lo quisiera, sentir algo más. No estaba seguro de sentirlo, y no quería hablarle a Ellery de ello.

Agarró el volante con fuerza. Llevar a Ellery a Nápoles, a su pasado, era la mejor manera de asegurarse de que se marchara. Su orgullosa madre había rechazado su ofrecimiento de comprarle una casa mejor y seguía viviendo en el maltrecho piso en el que había crecido.

Quizás Ellery, como la mayoría de las mujeres, sólo estuviera interesada en el hombre en el que se había convertido, no en el que había sido. No en el que era. El que empezaba a mostrarse ante ella.

Resultaba aterrador. ¿Cómo conseguía que deseara revelarle sus secretos? ¿Qué iba a pensar del chico cuyo padre había negado conocerlo?

La compra del hogar paterno había resultado una victoria vacía pues el hombre al que de verdad hubiera querido impresionar estaba muerto. Pero no lo había comprendido hasta ver las enormes y vacías estancias a través de los ojos violetas de Ellery.

Con un suspiro condujo por las estrechas calles del barrio obrero. Aquello era su infancia, su hogar. Ellery contemplaba impávida las maltrechas fachadas de los edificios.

–Ya hemos llegado –aparcó el Porsche en un reducido hueco que encontró en la calle.

–¿Tu coche no...? –preguntó Ellery dubitativa.

–Aquí nadie se atrevería a tocarlo –él sonrió–. Me conocen, y conocen a mi madre.

Al ver la expresión sorprendida de Ellery, se preguntó cómo reaccionaría ante el destartalado apartamento de su madre, su asfixiante pasado obrero, su rechazo del mundo en el que él vivía. ¿Se sentiría tan abrumada por esa vida, ese amor, como se sentía él?

Había llamado a su madre para informarle de su visita y ella se había mostrado encantada. Pero, mientras caminaban por un estrecho callejón hasta uno de los edificios de la parte trasera, se preguntó si no estaría cometiendo el mayor, y desgarrador, error de su vida.

Aquello no era lo que se había esperado. Jamás hubiera pensado que la madre de Leonardo seguiría viviendo en un destartalado apartamento que desde luego no se encontraba en la mejor zona de Nápoles. A juzgar por la rigidez de su mandíbula, supuso que él preferiría que viviera en mejores condiciones. ¿Había rechazado su dinero? Para un hombre tan orgulloso, aquello debía de resultarle difícil de aceptar.

Empezaba a comprender por qué nunca llevaba a nadie a ese lugar, por qué se había resistido a llevarla a ella. Empezaba a comprender muchas cosas de ese hombre.

Buona sera! –una puerta se abrió de golpe y apareció una mujer de unos cincuenta años, de cabellos grises y rizados, y rostro sonriente. Abrazó a Leonardo y lo besó.

Ellery no entendió el torrente de palabras en italiano que le dedicó a su hijo, pero por el gesto sospechó que le estaba riñendo por no visitarla más a menudo.

Mamma, te presento a Ellery Dunant, lady...

–Encantada de conocerla –interrumpió Ellery. ¿Por qué demonios sacaba a relucir ese estúpido título?–. Por favor, llámeme Ellery.

–Soy Marina de Luca. Es un placer –la madre de Leonardo habló en un titubeante inglés.

Ellery no pudo evitar una expresión de sorpresa. Leonardo había bautizado su línea de alta costura con el nombre de su madre.

–Pasad –Marina les hizo entrar–. Tengo la cena preparada.

–Por supuesto –murmuró Leonardo al oído de una sonriente Ellery.

Se alegraba de verlo fuera de su elemento y, al mismo tiempo, tan dentro de él. Pero también resultaba inquietante, pues demostraba que no era el hombre que ella había pensado que era. El hombre que quería hacer creer al mundo que era.

A ese hombre podría llegar a amarlo.

Contempló con detenimiento el salón. La estancia resultaba acogedora a pesar de cierta decrepitud, y estaba a miles de kilómetros de las lujosas y asépticas suites de hotel de Leonardo. Aquello era su hogar.

–A cenar –Marina sacó una enorme fuente de rigatoni del horno de la diminuta cocina y la llevó a la mesa–. Debéis de tener hambre.

–Tiene un aspecto delicioso –murmuró Ellery–. Siento no hablar italiano, pero su inglés es muy bueno.

–Me enseñó Leonardo –el rostro de Marina resplandecía.

–¿En serio? –Ellery miró a Leonardo que se encogió de hombros.

Parecía incómodo, casi avergonzado. Era evidente que no le gustaba mostrar esa parte de sí mismo.

–Comed –insistió la mujer mayor.

De postre les sirvió dos tacitas de café expreso con un delicioso bizcocho.

–Leonardo nunca trae a nadie de visita –se quejó–. A veces creo que se avergüenza de mí.

Mamma, sabes que no es verdad –contestó el aludido.

–Sé lo alto que has llegado en la vida –ella se encogió de hombros–, y entiendo que para ti esto es bajar un peldaño.

–No lo es –protestó él en voz baja.

–Leonardo quería que viviera en una gran casa a las afueras de la ciudad –Marina se volvió a Ellery–. ¿Te lo imaginas? ¿Qué dirían los vecinos? ¿Quién iría a verme?

A pesar de comprender las razones de la mujer, Ellery sintió pena por Leonardo. Había intentado mejorar la vida de su madre, y ella se negaba a aceptar su dinero, su amor.

–Aparte de Leonardo, claro. Y él sólo viene unas cuantas veces al año...

–Está muy ocupado –Ellery sonrió.

–Sí, claro –asintió la otra mujer–. Pero nadie debería estar demasiado ocupado, ¿no?

–Necesito hacer unas llamadas –Leonardo se levantó de la mesa.

Entre las dos mujeres se hizo un silencio que Ellery no supo si identificar como amistoso o no. Marina la miraba con una curiosidad que le ponía nerviosa. En su mente bullía toda la información que había recibido aquel día. Necesitaba tiempo para procesarlo. Aceptarlo.

–Estaba delicioso –exclamó al fin–. Muchas gracias.

–Nunca había traído a una mujer –observó Marina–. ¿Me entiendes? Una mujer... amiga.

–Sí, desde luego –Ellery se sonrojó.

–Pero tú. A ti sí te ha traído –sacudió la cabeza–. Una chica inglesa. No sé...

–No es... –empezó Ellery sin saber qué decir ni cómo explicarlo. Ni siquiera ella misma comprendía la relación que mantenía con Leonardo. Al menos una parte de ella deseaba más, pero tenía mucho miedo. Todo iba demasiado deprisa, con demasiada intensidad.

–¿No le irás a romper el corazón, verdad? –Marina entornó los ojos–. Sé que tiene dinero, pero por dentro no es más que un pobre chico de ciudad. Eso es lo que siempre fue, y nunca lo olvidará –suspiró–. He cometido muchos errores.

–No pretendo romperle el corazón a nadie –le aseguró Ellery con un nudo en la garganta.

Ambas se quedaron en silencio hasta el regreso de Leonardo a la habitación.

–He reservado una habitación en un hotel –anunció mientras besaba a su madre en la mejilla–. Es tarde, mamma, pero mañana volveremos. Podríamos dar un paseo.

Caminaron sin hablar hasta el coche y ella se sentó en el asiento del acompañante.

–Gracias por traerme.

–Ahora ya lo sabes.

«¿Saber qué?», se preguntó Ellery mientras se dirigían al casco histórico de la ciudad. ¿Saber de dónde venía? ¿Saber lo que había padecido? ¿Saber que aunque tuviera dinero, poder y prestigio seguía siendo el pobre chico de ciudad? ¿Saber que lo amaba por ello?

«Ahora ya lo sabes», Ellery tragó con dificultad. En el fondo se sentía como si no supiera nada. Estaba llena de dudas, y también de una diminuta y preciosa esperanza.

Se dirigieron al lujoso hotel Excelsior, en la bahía de Nápoles. Mientras contemplaba estupefacta el lujo y la opulencia a su alrededor, se dio cuenta de que aquélla no era ella, ni siquiera Leonardo. Sólo una forma, muy lujosa, de mantenerse alejados de la vida real.

Estaba llena de esperanzas que no se atrevía a formular en voz alta. Tenía demasiado miedo. Habían sucedido demasiadas cosas y con demasiada rapidez y ni siquiera estaba segura de que todo aquello fuera real. Se dejó caer en la cama y cerró los ojos.

¿Por qué le ponía tan triste la idea de abandonarlo?

–No llores, cara –susurró él con dulzura mientras le acariciaba la mejilla.

Leonardo se arrodilló frente a ella y la miró con tal expresión de compasión que una nueva lágrima resbaló por el rostro de Ellery, que no se había dado cuenta de que lloraba.

–No sé por qué estoy llorando.

–Qué curioso, ¿verdad? –observó él–. En muy poco tiempo han sucedido muchas cosas. Uno no sabe bien qué pensar.

«Ni qué sentir», pensó Ellery. Aun así, sentada en la penumbra de la habitación, recordó la noche en Maddock Manor cuando Leonardo la había abrazado y permitido decidir.

Después habían hecho el amor. Y, quizás, ella se había enamorado.

¿Era amor? Esa inquietud, la feroz esperanza, la profunda necesidad, ¿era amor?

Lo amaba. Quizás desde el momento en que lo había visto aparecer en la mansión. Era un hombre de origen humilde que se preocupaba por su madre. Un hombre capaz de lavarle los cabellos y enjugarle las lágrimas. Un hombre tan asustado como ella del amor y el daño que podía provocarle.

La idea era maravillosa y aterradora a un tiempo. Pues no tenía ni idea de si era correspondida y tenía demasiado miedo como para intentar averiguarlo. Miedo de comprobar la solidez del puente que Leonardo había construido sobre el abismo.

En la penumbra de la habitación no veía bien el rostro de Leonardo. Quiso hablarle de sus sentimientos, pero las palabras quedaron atascadas en su garganta.

Leonardo le acarició nuevamente la mejilla mientras un rayo de luna le iluminaba el rostro y la expresión de feroz esperanza, casi desesperación.

–Ellery...

El móvil empezó a sonar y lo apagó tras soltar un juramento.

–No –sonó la voz de Ellery, producto del miedo que impedía que aflorara el amor–, deberías contestar. A lo mejor es tu madre...

–No es más que una llamada de negocios –espetó él tras consultar la pantalla del móvil.

Ellery se levantó de la cama. No sabía lo que decía, sólo que tenía miedo de dar el salto, de permitirse sentir. Amar.

Ser herida.

–Deberías contestar –insistió con voz ridículamente falsa–. Seguro que es importante.

–¿Quieres que conteste? –preguntó él con expresión perpleja.

–Sí –Ellery se obligó a pronunciar la solitaria palabra.

–Maldita sea, Ellery... –rugió él.

–Contesta, Leonardo –le estaba pidiendo mucho más que contestar a una llamada y el corazón se le rompía en pedazos. Lo estaba apartando de su lado y no era capaz de parar.

Leonardo soltó otro juramento antes de contestar la llamada.

Y Ellery abandonó la habitación.

Leonardo colgó el teléfono y lo arrojó sobre la mesilla de noche. Una estúpida llamada de negocios había arruinado uno de los momentos más importantes de su vida. O casi.

Sintió ira y algo peor, mucho peor: dolor.

Era un estúpido idiota por haber permitido que alguien se le acercara lo suficiente como para hacerle daño, algo que jamás permitía, no desde el día en que había caminado hasta el palazzo de su padre. No desde que su padre lo había mirado con suma frialdad.

«Soy el hijo de Marina de Luca», le había dicho el muchacho alto y huesudo de catorce años. «Quería conocerte».

«No te conozco».

En un intento de explicarse, había empezado a balbucear. «No quiero nada de ti. Lo... entiendo. Sólo verte». Leonardo recordó la súplica en su voz. El rostro de su padre no había reflejado la menor compasión, aunque estaba seguro de que lo había reconocido.

«No te conozco. Adiós».

Le había cerrado la puerta y uno de los empleados lo había acompañado hasta la calle, dejándole claro que jamás debía regresar si no quería meterse en problemas.

Desde ese día, el corazón de Leonardo se había empezado a endurecer, metódica y deliberadamente. Jamás había permitido que nadie se le acercara. Jamás le había importado que se burlaran de él, como durante aquel horrible año en Eton. Su madre le había anunciado que había conseguido una beca, pero descubrió que su padre, en un arrebato de culpabilidad, había financiado su pobre educación.

Nada más averiguarlo, Leonardo había abandonado sus estudios. No aceptaría un céntimo de nadie, y menos del hombre que lo había engendrado.

Desde ese instante no había tenido ni un amigo. Nadie se había acercado a él.

Salvo Ellery.

Ella había conseguido atravesar sus defensas sin darse cuenta. Lo había tocado con sus ojos color violeta, el feroz orgullo y un dulce abandono.

Y en el preciso instante en que estaba a punto de decir... ¿qué? ¿Decirle que la amaba? No sabía qué le hubiera dicho, pero sí que habría surgido del corazón y que habría significado algo para él. Demasiado.

Y ella le había dicho que contestara esa maldita llamada.

Sentía la cabeza despejada, el corazón endurecido una vez más. Se sentía bien. A salvo. Ése era él. Así debía ser. Había estado muy cerca de cometer un terrible error.

Gracias a Dios que no lo había hecho.

Ellery permanecía sentada en el sofá del salón con la mirada en el vacío. Su mente buscaba respuestas a las preguntas de su corazón. ¿Por qué le había hecho contestar la llamada? ¿Por qué no le había dejado hablar?

¿Acaso tenía miedo de que fuera a decirle que no la amaba... o que sí la amaba?

El amor daba miedo. Te obligaba a abrirte al dolor. Un hombre como Leonardo...

«No es de esa clase de hombres. Es tu excusa, porque estás aterrorizada».

Emitió un suspiro muy parecido a un sollozo. Leonardo entró en la habitación y de inmediato sintió su opresivo silencio. Tenía que decir algo, cualquier cosa.

–No había estado en Italia desde el viaje de fin de curso en sexto...

–Ellery –el tono de voz era frío y tajante–. Se acabó.

–¿Se acabó? –ella se quedó boquiabierta y repitió sus palabras a falta de unas propias.

–Sí –cruzó hasta el minibar para servirse un whisky sin mirarla a la cara–. Tengo que regresar al trabajo. Te enviaré de regreso a Londres en un vuelo mañana por la mañana.

Ellery pestañeó. Debía haberse esperado algo así, pero considerando lo que acababa de suceder, lo que había temido que sucediera...

Lo que había deseado que sucediera.

–¿Así sin más?

–Ya conocías las reglas –él se encogió de hombros.

–Pero tú dijiste que entre nosotros no había reglas –le espetó con voz entrecortada. Ese dolor era lo que había temido, lo que había intentado evitar. De repente encontró el valor para luchar–. Leonardo, hace un rato me comporté de manera... extraña cuando te dije que contestaras al teléfono porque tenía miedo. Esto es nuevo para mí. Jamás había sentido...

–Se acabó –insistió él–. No te pongas en ridículo, por favor.

¿Eso creía que hacía? Ellery pestañeó con fuerza como si acabaran de abofetearla.

Estaba harta, helada, despejada y enfadada. Se levantó del sofá y le habló a la espalda.

–Muy bien –anunció con frialdad–. Ya que se ha acabado, puedes dormir en el sofá.

A punto de entrar en el dormitorio, oyó la voz de Leonardo.

–Por cierto, la llamada era de mi secretaria. Amelie quiere hacer las fotos la semana que viene. La tarifa habitual es de diez mil libras. Te enviaré un cheque.

–De acuerdo –con mano temblorosa, Ellery abrió la puerta del dormitorio y entró.