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Buenaventura llega a la Isla

Buenaventura desembarcó del Virgen de Covadonga con veintitrés años recién cumplidos y sin un centavo en el bolsillo. Huérfano de padre y madre desde los quince años, había sido criado por dos tías solteronas ya ancianas, a las que había dejado atrás en España. Era un joven muy bien parecido. Medía uno ochenta de estatura, tenía la piel bronceada y unos ojos tan azules que daban ganas de nadar mar afuera cada vez que una los miraba. Cuando éramos novios, Quintín me contó la historia de su llegada y, muchos años después, se la repetía de vez en cuando a nuestros hijos, para recordarles quiénes eran y de dónde venían.

Durante su travesía por el Atlántico, Buenaventura se preguntaba cómo sería la isla de Puerto Rico. Había leído algo sobre la historia del Caribe antes de zarpar de Cádiz, pero también se enteró de muchas cosas de primera mano, conversando con personas que habían viajado por el área. La guerra hispanoamericana había llegado a su fin hacía ya diecinueve años, pero se encontraba —todavía— fresca en la mente de muchos españoles. Buenaventura sabía que España había peleado con uñas y dientes por retener a Cuba, la joya más preciada de la Corona. Al finalizar la Guerra de los Siete Años, en 1763, España intercambió Cuba, que se encontraba entonces en manos de los ingleses, por la Florida. Un siglo después, miles de españoles murieron en Punta Brava, Dos Ríos y Camagüey, abatidos en combate sangriento por los rebeldes cubanos durante la revolución. Pero cuando España perdió a Cuba, dejó ir también a Puerto Rico. «¿Será una isla tan pobre que no vale la pena luchar por ella? —se preguntaba Buenaventura—. ¿O estaría España tan exhausta al final de la guerra hispanoamericana que no le fue posible seguir luchando?»

Buenaventura llegó al puerto de San Juan el 4 de julio de 1917. El presidente Wilson acababa de firmar la Ley Jones por aquellos días, y había mandado a buscar para ello la pluma de oro de don Luis Muñoz Rivera, el Comisionado Residente en Washington, que acababa de fallecer. Luis Muñoz Rivera fue un poeta muy querido en la Isla, y, en el Congreso norteamericano, logró cultivar las artes malabaristas más complejas, para mantener contentos a los extranjeros mientras apuraba, solapadamente, la yegüita de la independencia.

Mientras el Virgen de Covadonga se acercaba al puerto, se daba inicio —con bombos y platillos— a las festividades que celebraban aquel magno suceso. Cada puertorriqueño tendría ahora derecho a un pasaporte americano, a ese talismán tan poderoso que era la envidia de todos los extranjeros, porque abría las puertas del mundo. Desde el desembarco de los americanos por Guánica en 1898, los isleños nos habíamos visto obligados a vivir en el limbo. España nos concedió la autonomía seis meses antes de perder la guerra hispanoamericana, pero la ciudadanía puertorriqueña se malogró. Teníamos que viajar con pasaporte español, y lo perdimos al finalizar la guerra.

«Ser ciudadanos de ninguna parte no puede ser una experiencia muy agradable —pensó Buenaventura mientras observaba desde la cubierta del barco la hermosa ciudad, rodeada de imponentes murallones, que se acercaba lentamente—. Y aún peor, no viajar a ningún lado.» Había oído decir que la mayor parte de la población de la Isla estaba constituida por inmigrantes, gentes de las islas Canarias, de las Baleares, de Cataluña, así como también por franceses y corsos. Algunos habían llegado de Venezuela y de las islas vecinas, huyéndole a las guerras de independencia que inevitablemente causaban la ruina —si no la muerte— a la gente bien. Los puertorriqueños estaban acostumbrados a transitar de isla en isla y de continente en continente como aves cuya condición natural era el tránsito. El viaje les hacía posible el multifacético trueque, la enriquecedora transacción comercial, y no tener un pasaporte los condenaba a empobrecerse cada vez más de año en año.

Buenaventura observó el ancla hundirse en el agua como una enorme flecha, alejándose hacia las profundidades. Vivir prisioneros en unos doscientos setenta kilómetros cuadrados —el tamaño de la Isla, según lo había verificado en el atlas antes de salir de España— debía de ser algo terrible. Y ése había sido, precisamente, el destino de los puertorriqueños durante los últimos diecinueve años. Por eso, sin duda, la noticia de que les habían concedido la ciudadanía norteamericana, así como el pasaporte con el águila áurea estampada encima, estaba celebrándose con aquellas fiestas extraordinarias. De ahora en adelante, sería su escudo mágico; podrían viajar a cualquier país del mundo, por más peligroso o exótico que fuera; tendrían derecho al asilo político en la embajada norteamericana, y el embajador los ayudaría en cualquier situación.

Buenaventura descendió del Virgen de Covadonga a media mañana, y se dirigió hacia La Puntilla, el área cercana al puerto de San Juan, a la entrada de la bahía. Era allí donde los comerciantes españoles tenían situados sus almacenes de abastos. Su. tía Conchita le había escrito la dirección de don Miguel Santiesteban en un papel, que Buenaventura llevaba doblado cuidadosamente dentro del bolsillo del pantalón. Doña Ester, la esposa de don Miguel, era amiga de Angelita y Conchita. El matrimonio había emigrado de Extremadura treinta años antes, y le había ido muy bien. Don Miguel era comerciante, y se ofreció por carta a darle albergue al joven en su almacén de abastos durante los primeros días hasta que encontrara trabajo.

Buenaventura descubrió por fin cuál era el edificio de don Miguel, pero tenía las puertas cerradas. Golpeó con el puño en la entrada principal, y nadie le respondió. Se acercó entonces al guardián que velaba por el área, y se identificó como un pariente lejano del dueño, que acababa de llegar de Extremadura. El guardián lo miró de arriba abajo, y verificó por sus ropas que decía la verdad: el grueso chaquetón de gabardina gris y los toscos zapatones de campesino eran prendas que ningún isleño en sus cabales llevaría puestas. Le abrió la puerta del almacén y le permitió dejar adentro sus bártulos. Buenaventura le dio las gracias, se puso su sombrero cordobés y se dirigió alegremente calle arriba, hacia donde los festejos estaban celebrándose en pleno.

Hacía un calor endemoniado, y los pelícanos suicidas se arrojaban en picada contra el acero fundido de la bahía. Buenaventura se paseó por los muelles a lo largo del puerto, en donde admiró el Mississippi y el Virginia, los vapores de la New York and Puerto Rico Steamship Co., adornados con guirnaldas de banderines que aleteaban alegremente al viento. Caminó hasta el Correo Federal, y contempló el palacete rosado de la Aduana. Era un edificio espléndido, con tirabuzones de cerámica color guayaba en el techo y un friso del mismo material decorado con toronjas y piñas que colgaban en guirnaldas sobre los marcos de las ventanas.

Cerca de la Aduana estaba el edificio del National City Bank, que imitaba un templo de columnas corintias. Al pie del enorme laurel de la India que crecía en la plaza, una multitud de carritos pintados de colores alegres vendía unos bocadillos aparentemente muy sabrosos, porque la cola para comprarlos casi le daba la vuelta al nuevo edificio del Correo. Buenaventura preguntó qué quería decir hot dog, y cuando le dijeron «perro caliente», soltó una risotada. Compró uno y se lo comió. Le supo a una combinación entre salami italiano y salchicha alemana; pero, con aquel nombre, quién sabe qué tipo de carne tendría adentro. También había varios puestos de gente que vendía cerveza importada en barriles, pero a Buenaventura no le apeteció porque estaba tibia. Hubiese dado cualquier cosa por un vaso de vino tinto de Valdeverdeja, y transó por un vaso de guarapo de caña que le supo a gloria.

Subió la cuesta de la calle Tanca, y sintió que los adoquines azules se movían bajo sus pies como un oleaje rebelde. Se dirigió hacia la avenida más cercana, por donde había escuchado decir que pasaría, dentro de poco, el desfile del Cuatro de Julio. Una muchedumbre enorme se encontraba reunida sobre la acera para ver la parada. Una señora que llevaba una gorra blanca y almidonada sobre la cabeza, con una cruz roja cosida encima, se le acercó y le ofreció un banderín americano.

—Agite el banderín cuando pase el gobernador Yager en su Studebaker descapotable, y grite: «God Bless America!» —le dijo con entusiasmo. Buenaventura aceptó el banderín y le dio las gracias, quitándose el sombrero cortésmente.

Muy cerca de allí se estaba construyendo el nuevo edificio del Capitolio, cuya cúpula, «será una copia exacta de la de Montichello, la casa del presidente Tomás Jefferson, cuando esté terminada», le comentó orgullosamente un peatón en la calle. Buenaventura caminó en esa dirección, y subió varios escalones del edificio en construcción. Desde allí, observó pasar las carrozas tiradas por mulas, adornadas con banderas norteamericanas hasta en las ruedas, las cuales desfilaron llevando a unas hermosas jovencitas con bandas azules cruzadas al pecho, escarchadas con los nombres de los Estados de la Unión. Las aceras a ambos lados de la avenida estaban atestadas de niños que agitaban sus banderines cada vez que pasaba una carroza nueva. Cuando más gritaron fue cuando pasó el Tío Sam montado en zancos, con unos hermosos pantalones de satén a rayas rojas y blancas y un sombrero de copa negro, recubierto de estrellas. Iba arrojando puñados de centavos nuevos, que brillaban sobre el piso como si fueran de oro.

Buenaventura observó con interés el aspecto de las gentes que se apiñaban a su alrededor. Había venido a aquella isla para quedarse, y cualquier conocimiento adelantado del medio le sería útil. Un enorme templete de madera había sido construido frente al nuevo Capitolio, aún sin terminar. Los dignatarios sentados sobre el templete, así como los soldados que desfilaban por la calle, seguramente eran extranjeros: altos, rubios y fornidos. Pero la gente que se arremolinaba en la acera era de estatura mediana y de constitución delicada. Los que se habían estacionado en coches y calesas con asientos de cuero y guardalados acharolados para ver pasar el desfile bajo las sombrillas abiertas, vestían a la última moda europea: los hombres de paño negro, y las mujeres de tamina blanca con encajes al cuello y en las mangas. Los que permanecían de pie sobre la acera, sin embargo, eran sumamente delgados, como si comiesen poco y mal, pero se veían alegres y dicharacheros. La mayoría iba descalza, y llevaba sombreros de paja con el borde deshilachado y volteado hacia arriba.

En el templete ceremonial estaba sentado el gobernador, un señor alto y vestido de frac, con bigotes de manubrio de bicicleta y sombrero de copa en la mano, acompañado por una señora con una pamela adornada con rosas de repollo y un velo que parecía un mosquitero. Los cadetes marchaban detrás de la banda de la marina al compás del Semper Fidelis, de Philip Sousa, con los rifles apoyados sobre el hombro derecho y gorras rojas con visera de charol. Aquella música era tan alegre que se le metía a uno por los poros. A Buenaventura le dieron ganas de ponerse a marchar detrás de los cadetes. El calor atosigante, el sol que le derretía a uno los sesos, la gritería de los chiquillos, nada de eso le importaba, con tal de participar del optimismo que salía a borbotones por las cornetas, los trombones y los tambores de aquella joven nación entusiasta.

En todo aquello había un ingenuidad refrescante, una confianza en el futuro y en la bondad del prójimo, que le resultaban asombrosas. España era un país caduco, donde los edificios se desmoronaban de viejos alrededor de sus habitantes. En su pueblo natal de Valdeverdeja, el aguador todavía iba por las calles con sus vasijas de barro atadas a los ijares de su asno, y la gente se transportaba en carretas tiradas por mulas. En España, ya no se creía en nada ni en nadie: la religión era una convención de respetabilidad, y el desengaño del mundo estaba estampado en la frente de sus habitantes desde la época de Segismundo. En estos rostros jóvenes y sonrientes, por el contrario, triunfaba la mirada anhelante, el optimismo del «God bless America, and America will bless you!» que le había escuchado gritar con tanta emoción a la señora de la Cruz Roja.

Buenaventura estaba allí parado todavía, viendo desfilar a la gente, cuando escuchó a alguien anunciar por los megáfonos que los que desearan alistarse como voluntarios en el ejército norteamericano podrían hacerlo aquella misma tarde. Las mesas de inscripción se encontraban al final de la avenida Ponce de León, debajo de un enorme retrato del Tío Sam, y allí podrían acudir los interesados al terminar el desfile. Buenaventura pensó que nadie acudiría, y se rió para sus adentros al escuchar aquel llamado, pero se llevó un chasco monumental. Sucedió todo lo contrario. El alistamiento empezó en cuanto se terminó el desfile, y en tres horas se cubrió la cuota que se le había asignado al nuevo territorio.

«Razones tendrán para irse —le comentó Buenaventura a un amigo al día siguiente en una carta—. Sospecho que aquí ha habido una hambruna más gorda que en Valdeverdeja. Había que verlo para creer el frenesí con que los hombres se alinearon frente al Buford, el barco de transporte militar norteamericano anclado en el muelle. En Extremadura no me hubiese sorprendido, porque es un páramo reseco de cuero gris. Pero, en esta Isla, no debería existir el hambre. Aquí la clorofila es reina, y sólo hay que acuclillarse a la orilla del camino y cagar unas cuantas semillas de guayabo para que al día siguiente se cimbree allí mismo un árbol cargado de frutas y flores. Y menos ahora, con los miles de dólares que los norteamericanos están invirtiendo en ella. Esto debe de ser el paraíso de los avaros; seguramente, no sólo la tierra está en manos de la burguesía, sino el agua y el aire también.»

Buenaventura había adquirido un certificado de contador público en España, pero en la Isla no le servía de nada, porque no cumplía con los requisitos federales. Era prueba de su experiencia, sin embargo, y al día siguiente de su llegada, fue en busca de trabajo con el certificado en el bolsillo. Al pasar junto al muelle vio un barco cargado de barricas de ron, las cuales los marineros estaban arrojando por la borda, siguiendo las órdenes de varios inspectores del Gobierno que observaban la operación desde el muelle. Preguntó qué estaban haciendo, y le contestaron que el dueño del navío estaba cumpliendo con las ordenanzas de la ley seca, que acababa de implantarse en la Isla. Buenaventura se asombró de que los isleños quisieran cumplir la ley con tanto ahínco. Aquello era absurdo. Estaban acostumbrados a beber ron desde la cuna, y dejar de beberlo no los haría mejores ciudadanos norteamericanos.

Alquiló una calesa para dar un paseo por los alrededores, y a la salida divisó un edificio circular de dos plantas, pintado de un verde selvático, del cual salía una gritería vociferante. Preguntó qué era.

—Es una gallera —le contestó el cochero—. Una riña de gallos está a punto de comenzar.

Buenaventura se bajó de la calesa. Estaba apiñada de hombres que bebían y apostaban gritando. Aparentemente, el ron no estaba prohibido en las galleras, y allí a nadie le interesaba ser un buen ciudadano norteamericano.

Dos hombres en cuclillas sujetaban a una pareja de gallos —uno rubio, de plumas rojas y amarillas, y otro giro, de color grisáceo— y les soplaban buches de guardiente en el pico para hacerlos más feroces. Ambos gallos estaban pelados y descrestados, y tenían afeitadas las plumas del pescuezo y de los muslos, de manera que la carne descubierta y teñida de achiote les brillaba al rojo vivo. Los entrenadores soltaron sus gallos, los cuales volaron al instante y se engramparon como demonios. Buenaventura estaba acostumbrado a las corridas de toros en Valdeverdeja, pero las rodillas se le hicieron agua. Cuando el gallo rubio le abrió el vientre al giro, y éste empezó a arrastrar las tripas por el aserrín del piso, le dieron ganas de vomitar, y tuvo que salir al patio. Vomitó detrás de unas amapolas, se limpió el sudor frío de la frente con el pañuelo y volvió a subir a la calesa. Cuando se alejó de allí escuchó una sirena que se acercaba, y al mirar hacia atrás vio a una patrulla de la policía entrar a empellones en la gallera.

Esa noche, desde su cuartucho en el almacén de abastos de don Miguel, Buenaventura le escribió una larga carta a su amigo en Extremadura.

«Aquí hay que estar dando pruebas de lealtad ciudadana a diestra y siniestra. Los norteamericanos quieren imponer la ley seca y los isleños han accedido a tirar al mar miles de barricas de ron, porque eso dizque y que los hace mejores ciudadanos. Las peleas de gallos, que hieren el pundonor del Norte porque van en contra de los preceptos de la Sociedad Protectora de Animales, también están prohibidas. Pero no será fácil meter a estos congos y jelofes a puritanos, como si ayer mismo se hubiesen bajado del Mayflower», le comentaba en su carta.

A un primo que vivía en Valdeverdeja le escribió: «Éste va a ser pronto un pueblo de faquires, en donde todo el mundo sobrevivirá del aire. Al grito de “¡Con municiones de boca, ganaremos la guerra!”, los isleños se aprietan las correas de los pantalones, y reducen drásticamente su consumo de harina de trigo, de azúcar, de arroz y de leche; y todo para demostrarle a la nación norteamericana que ellos también pueden contribuir a alimentar a las tropas que luchan en ultramar. La venta de los Bonos de la Libertad y de la Victoria ha tenido un éxito rotundo, y hasta los niños de las escuelas públicas contribuyeron con sus centavos ahorrados para esa causa. Este pueblo rotoso y hambriento tiene mucho de Quijote, y ha comprado bonos por el valor de doce mil trescientos ochenta y tres dólares, para contribuir a la defensa de la poderosa nación que los ha adoptado».