Rebeca y Buenaventura llevaban ocho años de casados, y todavía no habían tenido hijos. Buenaventura se sentía profundamente desilusionado; siempre había soñado con tener una familia numerosa; pero a Rebeca no le importaba en lo más mínimo. Si tenían hijos, no podría bailar y confundirse con la naturaleza, como siempre había hecho.
Rebeca tenía muchos amigos entre los artistas de San Juan, y a menudo los invitaba a su casa. En las noches, se sentaban en el jardín junto a la laguna a hablar de poesía y de pintura. Buenaventura estaba enterado de estas soirées artísticas, como las llamaba Rebeca, pero estaba muy ocupado y no les daba importancia. Salía de la casa a las siete de la mañana y no regresaba hasta las ocho de la noche, listo para comer, bañarse y meterse en la cama. Rebeca podía disponer de todo el día y hacer lo que le diera la gana. Escribía poesía en la mañana, practicaba su ballet improvisado en el jardín junto a la laguna en las tardes y cenaba con sus amigos en las noches.
En 1925, Buenaventura decidió que deberían mudarse a una casa que estuviese más a tono con sus nuevas circunstancias. La propiedad sobre la cual se encontraba su modesta casa era espléndida, y ésta se podía derribar sin dificultad para hacerle sitio a un nuevo edificio. Un día, Buenaventura iba manejando su Packard por la avenida Ponce de León cuando vio una mansión que estaban construyendo sobre una loma sembrada de palmas reales. La casa lo dejó pasmado. Allí, todo era espacio abierto: por los miradores se respiraba la brisa salutífera del Atlántico; las verandas parecían trasladadas desde los brumosos templos de Kioto; los pasillos eran ventisqueros por los que el espacio interior fluía sin detenerse. Sus muros, sombreados de plantas y arbustos tropicales, estaban decorados con mosaicos de veinticuatro quilates que relumbraban al sol. Buenaventura se dijo que él quería una casa como aquélla, sólo que todavía más grande y más lujosa.
Detuvo el carro para inspeccionar la obra de cerca. Los obreros iban y venían, empujando carretillas llenas de cemento, arena y piedra, y preguntó que dónde estaba el arquitecto de la construcción. El obrero señaló hacia un hombre de pelo crespo y piel cetrina, que llevaba una capa de raso negro sobre los hombros. Buenaventura se acercó para saludarlo y decirle lo mucho que le gustaba la casa, pero el hombre lo miró con gesto hosco y no le devolvió el saludo. Se alejó mascullando algo incomprensible.
Quintín hizo una investigación histórica sobre Milan Pavel, y estuvo a punto de escribir un libro sobre él, antes de que Mendizábal y Compañía se lo tragara por completo. Pavel tenía diez años cuando su familia emigró de Praga a Chicago, y era hijo de un carpintero checo. Nunca estudió arquitectura formalmente, pero se hizo aprendiz de Frank Lloyd Wright desde muy joven. Trabajaba como delineante en su oficina, y copiaba sus planos en unos rollos enormes de papel azul. Chicago se encontraba entonces a la vanguardia de una revolución arquitectónica: eran los años dorados del Prairie School. Cuando Pavel ahorró suficiente dinero, estableció su propia firma constructora y empezó a edificar las casas que Wright diseñaba. Casi todas se encontraban en el West End, un suburbio de Chicago donde residían los inmigrantes acomodados.
Pavel tenía una habilidad natural para el diseño; sus dibujos arquitectónicos eran exquisitamente delicados y ejecutados con mano precisa. Tenía también una memoria fotográfica y era capaz de reproducir los planos del maestro línea por línea. Su admiración por Wright era tan grande que llegó a obsesionarse. Casi no comía ni dormía. Era incapaz de copiar a su maestro, pero hubiese dado su mano derecha por diseñar una de aquellas casas.
Unos años después de establecer su compañía constructora, sucedió algo que cambió, drásticamente, la vida de Pavel. En 1898 se casó con María Straub, una bella violinista de la Sinfónica de Chicago, de ascendencia bohemia. Pavel era feo y taciturno; tenía la cara picada de viruela, como los mascarones de granito negro de las casas de Praga, y, poco después de la boda, la joven se buscó un amante. Una tarde que Pavel regresó temprano a la casa de su trabajo, los descubrió juntos en la cama. Le propinó una paliza al intruso, y otra a María, y luego la empujó por las escaleras. Pavel creyó haberla matado, y huyó de allí, presa del pánico.
Abandonó Chicago con una copia del Wasmuth Portfolio debajo del brazo, y se estableció anónimamente en Jacksonville, Florida. Jacksonville estaba pasando por un momento de grandes cambios. Se construían muchos edificios nuevos, ya que, en el gran fuego de 1901, la mayor parte del centro urbano había quedado destruido. Pavel confiaba encontrar trabajo allí. Empezó a asistir a la iglesia Episcopal Metodista, porque quería pedirle perdón a Dios por el crimen que creía haber cometido. Se hizo amigo del ministro, y se enteró de que los parroquianos querían edificar una nueva iglesia. Pavel se ofreció a diseñar los planos sin costo alguno, y el ministro se mostró encantado. Pavel diseñó un edificio hermoso: una versión exacta de una de las iglesias que Wright le había comisionado construir en Chicago. Pero alguien del comité de la parroquia conocía la obra de Wright, y acusó de plagio a Milan. Pavel lo miró sorprendido; no podía comprender cómo podía hacer una denuncia semejante. Su iglesia era una recreación fiel, piedra por piedra, de la obra del maestro, y no una vil copia. Era su manera de rendirle el homenaje máximo.
Pavel solía pasearse por los muelles de Jacksonville en las noches, envuelto en su capa de raso negra, y durante aquellas caminatas había observado, a menudo, grupos de gentes hispanas que descendían de los transatlánticos y se subían a unas elegantes limosinas negras, que los trasladaban a la estación del tren. Preguntó que de dónde venían aquellas gentes, y le dijeron que de Puerto Rico, un territorio de Estados Unidos. Viajaban hasta Jacksonville en vapor desde una isla del Caribe, y allí abordaban el tren de la Florida Line que los llevaba al Norte.
Puerto Rico estaba a menudo en las noticias por aquel entonces. La prensa lo describía como un lugar exótico y bello, pero sin infraestructura de ninguna clase, en donde existía una gran necesidad de obras públicas. La Isla había sido colonia de España durante cuatrocientos años y, como señalaban los diarios de William Randolph Hearst a menudo, ésta se encontraba sumida en la pobreza más íngrima. Aquella miseria humana justificaba, con creces, el que Estados Unidos se hubiese posesionado de la Isla al terminar la guerra hispanoamericana. El noventa por ciento de la población era analfabeta, y la bilharziosis, la tuberculosis y la uncinariosis cundían por todas partes. El Gobierno Federal acababa de implantar una serie de proyectos de rehabilitación, para mejorar la situación de los habitantes.
Pavel era un buen observador. Se fijó en que los viajeros que descendían de los transatlánticos en Jacksonville se encontraban muy bien vestidos; y leyó, también, en la prensa sobre el lastimoso estado del pueblo puertorriqueño. Llegó a la conclusión de que existían dos Puerto Ricos: uno que sufría una gran necesidad, y otro que disfrutaba de una enorme bonanza. Ambos ofrecían amplias oportunidades para un arquitecto autodidacta como él, y decidió emigrar a la Isla. El lugar tenía, además, otra ventaja: Puerto Rico quedaba lo suficientemente alejado del mundo para que alguien hubiese oído hablar jamás sobre Frank Lloyd Wright.
Pavel se embarcó hacia su nuevo destino, y, por los próximos veintitrés años, hizo su sueño realidad. En San Juan reencarnó como su admirado ídolo; llenó la ciudad de recreaciones de las casas, las iglesias y los templos de Wright, que los puertorriqueños celebraron como joyas arquitectónicas originales y auténticas.
Poco después de su llegada a la capital, Pavel se hizo miembro de los Elks, y éstos lo recibieron con los brazos abiertos. Fue una decisión sabia. Era una fraternidad exclusiva, a la que sólo pertenecían extranjeros, y muchos eran masones, como lo era también Pavel. Hablaban inglés entre sí y se movían en manada de casa en casa y de club en club. Eran muy activos, tanto en la empresa privada como en la pública, y tenían conexiones valiosas con el Gobierno. Tuvieron mucho que ver con los proyectos para el desarrollo de la Isla, como la compañía del teléfono, la planta eléctrica, la planta de purificación de agua, la fundición y el tranvía eléctrico.
El día de su iniciación, Pavel inscribió su profesión en el libro de los Elks como arquitecto. Varios de los miembros le comisionaron que les diseñara sus casas, pero eran residencias modestas, porque los Elks eran puritanos y no creían en extravagancias. A través de los Elks, sin embargo, Pavel conoció a los hacendados criollos, quienes eran todos miembros de la Asociación de Productores de Azúcar. Era la gente que había visto desembarcar de los vapores en el muelle de Jacksonville; las damas con estolas de zorro plateado drapeadas alrededor de los hombros, y los caballeros que lucían costosos sombreros Stetson sobre la cabeza: los Calimano, los Behn-Luchetti, los Georgetti, los Shuck. Pronto, los barones del azúcar empezaron a pedirle a Pavel que les diseñara sus mansiones. No tenía que preocuparse del presupuesto para nada, dijeron. Podía gastar lo que se le antojase. En cuestión de dos años, Pavel se hizo el arquitecto más cotizado de la capital y formó su propia compañía de construcción.
Milan se propuso, desde un principio, desafiar, con el estilo avant-garde de sus casas, la mentalidad pacata de los burgueses puertorriqueños. Su popularidad en la Isla era un fenómeno extraño; él mismo no lograba explicárselo. Allí, la gente bien estaba acostumbrada a casas estilo español, con su tradicional techo de tejas, galerías de arcos y oscuros salones decorados con tapices, cortinas y otros colgajos por el estilo. Todo estaba dirigido a subrayar la prosperidad del ocupante.
A Milan, aquellas casas pomposas lo asfixiaban. Creía en el poder de la mente, y ese poder sólo se lograba viviendo una vida alejada de objetos superfluos, que entorpecían el vuelo del espíritu. Por eso, sus casas eran absolutamente sencillas. Sus ventanas no tenían cortinas. Había que estar en contacto con la naturaleza; dejar entrar el cielo, el mar y el viento dentro de la casa; dormir sobre tablones cubiertos por esteras de paja; sentarse en sillas sin acojinar, que mantuvieran la espalda recta y obligaran a uno a concentrarse, a «sacar de adentro el talento que dormía al fondo de nuestra desidia», como solía decir Pavel. Era por eso que se le hacía tan difícil entender la infatuación de sus admiradores burgueses con su trabajo. Se había puesto de moda; eso era todo. Y la moda era, como todos los instintos de la tribu, un fenómeno absurdo e inexplicable.
Buenaventura intentó ponerse en comunicación con Pavel varias veces, hasta que un día logró por fin que aceptara venir a almorzar con él y con Rebeca en el bungaló junto a la laguna. Antes de que les sirvieran la comida, Buenaventura se ofreció a darle a Milan una vuelta por la propiedad. Milan lo siguió, examinando cuidadosamente el predio en cuestión. Era un lugar verdaderamente paradisíaco. Para esa época, el suburbio de Alamares había sido desbrozado de maleza, con excepción de los mangles, que seguían intactos al borde del agua. Las vacas y los caballos semisalvajes que deambulaban por allí habían sido capturados y llevados al matadero, y, a ambos lados de la avenida Ponce de León, se elevaban ahora bellas mansiones, varias de las cuales colindaban con la propiedad de Buenaventura. La laguna era clara y profunda, y —al atardecer— su reflejo pendía, como una aguamarina de apreciables quilates, del grácil cuello del Puente del Agua.
Buenaventura le enseñó a Pavel la loma de grama tierna en donde quería edificar su casa; el manantial, con el ojo de agua verdosa que borbolleaba al centro de la propiedad; los cangrejos azules, que se escurrían por el laberinto de raíces de los mangles.
—La casa en la que residimos hoy es sólo una residencia pasajera —le dijo a Pavel—. Quiero que nos diseñe una mansión más a tono con nuestra posición social. Le pagaré lo que usted pida.
Pero Milan rechazó la oferta.
—No tiene nada que ver con mis honorarios —le contestó parcamente—. Es que estoy ahogado de trabajo, y escasamente logro cumplir con mis compromisos. —Sabía que Buenaventura le hubiese pagado una buena suma, y el sitio era perfecto para edificar una hermosa casa. Pero Buenaventura lo irritaba. Le molestaban sus toscas manos de campesino español y sus orejas enormes y llenas de pelos que nunca se dejaba recortar por el barbero, por más que Rebeca le rogaba que lo hiciera. Ante todo, le mortificaba la ignorancia de Buenaventura, su mal gusto provinciano. Durante la gira por la propiedad, le recalcó pomposamente que la casa debería ser imponente, pero, a la vez, cómoda.
—Queremos vivir en un hogar, no en una obra de arte polémica—le dijo.
Llegó a la conclusión de que Buenaventura quería que le diseñara la casa porque le gustaban sus mosaicos de oro, y no porque admirara su estilo arquitectónico.
Fue Rebeca quien lo hizo cambiar de opinión. Cuando Buenaventura se excusó después del almuerzo y regresó a su oficina, Rebeca y Pavel se quedaron solos, y ella lo invitó a dar un paseo por la orilla de la laguna. Rebeca tenía veinticuatro años y estaba en el apogeo de su belleza. Había heredado la piel pálida y los cabellos dorados de sus antepasados de la lejana Umbría, patria de Rafael y del Perugino, y vestía una larga túnica de gasa que le daba un aspecto de ninfa.
—Escribo poesía en secreto —le dijo a Pavel—. ¿Le gustaría escuchar algunos de mis poemas?
Milan asintió, y Rebeca le llevó una carpeta encuadernada en nácar de madreperla, con un nenúfar tallado encima y cierres de filigrana a los costados. Rebeca comenzó a leerle a Pavel un poema de amor en voz alta, cuando una ráfaga de brisa le arrebató la página. En vez de correr tras ella, Rebeca dio unos pasitos de ballet y logró capturarla al vuelo. Milan la observó con deleite.
—Siempre quise ser bailarina y poetisa —le dijo Rebeca—. Mis abuelos me llevaron a Europa una vez cuando era niña. Visitamos los teatros más famosos y vimos a los mejores bailarines: a Anna Pavlova, en Londres; a Vaslav Nijinski, en París. Pero mi favorita era Isadora Duncan. Desde que la vi bailar en Nueva York, se convirtió en mi ídolo. En Puerto Rico, a Isadora todavía no se la conoce; las tendencias avant-garde suelen llegarnos con años de retraso. Por eso, me gustaría mucho que nos diseñara la casa. Usted podría iniciarnos en los secretos del arte moderno.
Pavel la escuchaba sin osar levantar el rostro picado de viruela para mirarla. Había oído decir que Rebeca tenía un salón literario, al cual asistía la jeunesse dorée de San Juan; jóvenes burgueses que tenían gusto por lo artístico. Éstos habían viajado extensamente por Europa, sabían reconocer los mejores vinos y quesos, tocar un impromptu de Schubert en el piano, hablar francés sin acento, y, ante todo, no necesitaban trabajar para vivir. Les gustaba el arte porque querían ser bellos, por dentro y por fuera; vestir ropas bellas, visitar lugares bellos, y poner, también, belleza en su entendimiento.
Este estilo de vida, desdichadamente, no resultaba idóneo para las disciplinas de la creatividad artística, y las comedias ligeras, los poemas de boudoir, y las juguetonas piezas de piano que los amigos de Rebeca lograban componer no eran gran cosa. Esto último no me lo dijo Rebeca, obviamente; lo descubrí por mi cuenta un día que me puse a hojear las revistas de la década del veinte en la Sala Puertorriqueña de la Universidad de Puerto Rico. Muchos de los amigos de Rebeca publicaban sus poemas en El Puerto Rico Ilustrado y Alma Latina, revistas en las cuales se comentaban sus recitales de música y sus obras escénicas. Según ellos, para escribir versos o una pieza de música no era necesario trabajar como un esclavo estudiando los movimientos literarios o dominando complicadas técnicas artísticas, como aprendí luego en Vassar. Sólo en la inspiración de las musas.
Mientras que en Argentina y Perú los escritores del momento eran los ultraístas, como Vicente Huidobro y César Vallejo, en las aguas rezagadas de la laguna de Alamares los poetas mimados seguían siendo los modernistas Rubén Darío y Herrera y Reissig, amantes de las enjoyadas bellezas del art nouveau. Tanto en Europa como en América Latina la poesía luchaba por expresar los conflictos de la civilización: la aterradora soledad de la ciudad, la protesta por la explotación de las masas, la pérdida de la fe y de la religión. Al terminar la primera guerra mundial, el mundo se deshacía por las costuras, pero, en nuestra isla, los poetas seguían cantándole al cisne que surca el zafiro límpido del estanque y a la ola que se deshace en encajes sobre la playa. Pavel se reía de aquellos jóvenes que no sabían lo que era pasar hambre y necesidad, como él había tenido que hacer en Chicago, para lograr educarse. Pero con sólo mirar a Rebeca, los resentimientos se le esfumaron.
—Usted puede ayudarnos a cambiar —prosiguió Rebeca—. En Chicago vivió una vida intensa y fue miembro de la élite cultural. Está al tanto de los últimos movimientos artísticos europeos: el expresionismo, el constructivismo, el cubismo. Mis amigos y yo seremos sus fieles discípulos.
Rebeca le contó entonces su historia a Pavel. En San Juan no había escuelas de ballet, así que cuando regresó de Europa con sus abuelos, decidió aprender a bailar por su cuenta.
—Isadora nunca tuvo entrenamiento profesional. Se convirtió en bailarina identificándose con la naturaleza —dijo—. Yo decidí hacer lo mismo. Me pasaba casi todo el día en el jardín, bailando y escribiendo. Mis padres se preocuparon, y empezaron a invitar gente de mi edad a la casa con frecuencia. Me llevaban a pasadías, a jaranas y a conciertos y me organizaron un sinnúmero de actividades sociales. Por fin, se pusieron al habla con el comité del Casino Español, y ofrecieron asumir todos los gastos del carnaval, con tal de que me eligieran reina. Querían distraerme y hacerme olvidar la vocación artística. El comité aceptó la oferta de mis padres, y me sugirieron a un joven recién llegado de Extremadura como rey. Me enamoré de él locamente. Nos casamos un mes después, cuando yo acababa de cumplir los dieciséis años. ¡Y al día siguiente de la boda, descubrí que a Buenaventura no le gustaba la poesía y que odiaba el ballet!
Milan se mostró comprensivo. «Es un espíritu afín al mío —pensó—. Una soñadora empedernida. Le construiré su casa, para que viva rodeada de belleza a pesar de estar casada con un zafio.»
Caminaron hasta el final de la propiedad, donde los mangles eran más tupidos. Cerca de la casa se levantaba una muralla antigua, con un letrero despintado que decía «Cristal de Alamares».
—En ese galpón está el manantial de Buenaventura —le dijo Rebeca—. Cuando nos casamos hace cinco años, solía vender el agua del manantial a los barcos mercantes españoles.
Pavel sintió curiosidad.
—Me gustaría verlo —dijo, y caminaron juntos hasta el edificio. Rebeca buscó la llave, oculta bajo una piedra, y abrió el portón. Entraron, teniendo cuidado de no ensuciarse los zapatos de barro. Adentro, había un pozo de aproximadamente un metro y medio de profundidad. Un tubo vaciaba el agua en dirección a la laguna. Pavel se acercó y se inclinó para recoger un poco de agua con la mano—. Está deliciosa —dijo, apurando un trago largo—. Fresca y dulce. Pruébela. —Y le ofreció a Rebeca. Pero cuando sintió el aliento tibio de la joven en la palma de la mano, no pudo resistir la tentación y la besó en la boca—. Construiré su casa aquí mismo, sobre este manantial —le dijo Pavel—. Así, las musas la inspirarán siempre.
Rebeca no cabía en sí de la alegría.
—Estaba segura de que aceptaría —le dijo—. Pero no quiero que meramente me construya una casa. Quiero que se la invente de zócalo a techo, como quien escribe un poema o talla una escultura, sacando a la luz el alma de la piedra. —Y lo besó a su vez en la boca.
Cuando regresó a su casa esa noche, Pavel sacó del armario su copia del Wasmuth Portfolio y escogió una de las casas más bellas de Wright como modelo para la casa de los Mendizábal. Tendría amplios ventanales Tiffany, tragaluces de alabastro y pisos hechos de capá blanco, que retenían la frescura de la montaña. Sobre la entrada principal se elevaría un magnífico arco iris de mosaicos. A través de este portal Rebeca saldría a bailarle al mundo, envuelta en sus túnicas de seda y recitando sus poemas de amor.
Los dormitorios estarían del lado de la avenida, y un pabellón de cristal los comunicaría con la sala y el comedor, los cuales mirarían hacia la laguna. Como el terreno se inclinaba gradualmente hacia la parte de atrás de la propiedad, una calzada amplia permitiría a los automóviles circunvalar la casa y estacionarse bajo el pabellón, que serviría, también, de marquesina. La puerta de entrada se encontraría allí, al final de una escalera de mármol.
En el sótano estaría la cocina, así como un buen número de cuartos que podrían usarse como almacenes. También habría una cámara especial para el manantial. Los techos serían dos veces más altos que los de las casas de Wright, y los bordes de los aleros estarían decorados con mosaicos de olivos de oro. Aquélla era la única concesión que Pavel le haría a Buenaventura, ya que el aceite de oliva era uno de los productos de mayor venta en Mendizábal y Compañía. Finalmente, en la parte de atrás de la casa, Pavel diseñó su tour de force: una terraza de mosaicos dorados, que sobresaldría atrevidamente sobre la laguna. En aquel lugar, Rebeca podría darse cita con sus amigos artistas.