Diecisiete personas murieron en Ponce, casi todos adolescentes, y docenas de manifestantes cayeron heridos. Se le ordenó a la prensa de la Isla proteger la imagen pública del gobernador y se acusó al coronel Arrigoitia de abrir fuego a quemarropa sobre los cadetes inermes.
Don Esteban Rosich tenía noventa años, y nunca se recobró de ver a su yerno acusado públicamente de carnicero. Sufrió un ataque al corazón y murió poco después. Madeleine se regresó a Boston en uno de los vapores de la Taurus Line, llevándose consigo el cuerpo embalsamado de su padre. Nunca regresó a la Isla; pasó el resto de sus días en la casa de su familia en el North End. Yo no llegué a conocerla; todo lo que sé sobre ella me lo contó Quintín.
Arístides vivía solo en el chalet de Roseville. No soportaba las orquídeas blancas, y un día roció con gasolina el invernadero en la parte de atrás de la casa y le pegó fuego. Cuando las llamas estaban más altas, entró en su habitación, sacó su uniforme de gala y la gorra con el águila dorada de su ropero y lo arrojó todo dentro de la hoguera. Cuando se alejaba de allí, el fuego empezó a crepitar como si se quejara, y le pareció oír a Madeleine lamentándose porque el destino la había condenado a un cuerpo tan femenino como el de las orquídeas, cuando ella tenía el espíritu tan recio como el de los hombres. El corazón se le hizo un puño, pero rehusó mirar hacia atrás a cerciorarse de que no fuera ella.
Arístides tenía cincuenta y nueve años, y la soledad lo atormentaba. Sus amigos lo habían abandonado porque no les gustaba hablar inglés, y las amistades de Madeleine, las parejas con las que jugaba bridge todos los viernes por la noche, dejaron de llamarlo cuando ella regresó a Boston. Después del tiroteo de Ponce, la gente lo miraba como si fuera un monstruo. Hasta el gobernador Winship rehusó verlo cuando le pidió una audiencia en La Fortaleza. Fue acusado formalmente de ordenar el ataque, le celebraron juicio y lo encontraron culpable. Poco después fue destituido como comandante de la policía. Por suerte, no lo enviaron a prisión. Le ordenaron cumplir la sentencia en su domicilio. Después de un año de no salir a la calle, empezó a darse sus escapadas, a pesar de que habían destacado un oficial en su hogar para que lo vigilara.
Arístides puso el chalet de Roseville en venta y pidió que se le permitiera mudarse a una casa más pequeña en Puerta de Tierra, el barrio en donde había nacido. Vendió la Taurus Line, le abrió a Rebeca una cuenta de banco y puso todo el dinero a su nombre. Él podía vivir cómodamente con su seguro social. Rebeca tenía dos niños y el dinero le permitiría independizarse de Buenaventura si algún día lo necesitase.
Cuando la Puerta de San Juan fue demolida a finales del siglo XIX para darle paso a la avenida Ponce de León, nació el barrio de Puerta de Tierra. A Arrigoitia le gustaba vivir cerca de las antiguas murallas. Le hacía bien contemplarlas y meditar en el destino de los imperios, mientras recordaba el famoso verso de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados». Si el imperio español se había derrumbado a pesar de su poderío, algo parecido podía sucederle a Estados Unidos algún día. Le daría una gran tristeza; todavía admiraba mucho a Estados Unidos. Pero quizá, entonces, lo que le había sucedido a él no le daría tanta vergüenza.
Arístides empezó a dar largas caminatas por el Viejo San Juan. Amaba la ciudad, y ahora era todo lo que le quedaba. El pelo se le puso blanco y se lo dejó crecer; también se dejó barba, para que la gente no lo reconociera. Subía por la calle Fortaleza y compraba el periódico en la esquina de González Padín, en donde la brisa era tan fuerte que le parecía estar navegando sobre la cubierta de un barco. El viento lo despeinaba y lo hacía sentir más joven. Arístides cruzó la Plaza de Armas, donde siempre había mendigos sentados alrededor de la fuente de las cuatro estaciones, y se sacó unas cuantas monedas del bolsillo para dárselas. Luego, subió por la calle del Cristo y entró al campo de San Felipe del Morro. Allí era donde mejor se sentía; le encantaba sentarse en la grama y observar a los niños volar sus chiringas, que se incrustaban en el cielo como vidrios de colores. Cuando los perros realengos se acercaban a olerle los pantalones deshilachados y los zapatos manchados de barro, Arístides les hablaba con cariño y los acariciaba.
Otras veces caminaba hasta el Paseo de la Princesa, y desde allí contemplaba la puesta de sol. Algunos pescadores anclaban cerca sus botes; zarpaban a las cinco de la mañana y regresaban a las ocho con su carga de pesca. Por lo general no era mucho lo que traían: un par de chillos; algún chapín espinoso, suficiente para una empanadilla; una morena negra y gruesa con los feroces ojillos negros clavados en medio de la frente. El tráfico constante de los cruceros turísticos que entraban a la bahía había acabado con la pesca, y la playa estaba cubierta de botellas plásticas, pañales desechables y todo tipo de basura. Pero Arrigoitia no miraba los desperdicios a sus pies. Sus ojos se perdían en el horizonte, en donde el mar y el cielo se fundían en un mismo azul y se podía zarpar en la dirección que uno quisiera. No había nada en la orilla que lo retuviera. Allá afuera, en aquella tranquilidad infinita, nada le recordaba que lo había perdido todo.
Se sentía afortunado de vivir en una ciudad puerto, en la cual el mar se podía ver por todas partes. Era como si el agua le lamiera las heridas continuamente, tratando de curárselas. Todavía había esperanzas; la vida y el amor eran promesas que brillaban sobre las crestas de las olas. Sólo tenía que encontrar la manera de llegar a ellas.
Durante uno de sus paseos por San Juan, Arrigoitia vio una casa pintada de amarillo, con un letrero sobre la puerta que le llamó la atención: «Visite a Tosca, la adivinadora, y encuentre el remedio para la soledad». En la parte inferior del letrero se veía una mano dividida en cinco partes: emoción, respeto propio, energía, fortaleza interior y espíritu. Cada dedo sostenía un santo sobre la punta. En la palma de la mano, el Ánima Sola, desnuda de la cintura para arriba, oraba con las manos juntas y rodeada de llamas. La casa se encontraba cerca del fuerte de San Cristóbal, en el extremo de mala fama de la calle Luna; un vecindario dilapidado en donde vivían los vendedores de lotería, los alcahuetes y las prostitutas.
Arístides se identificó con el Ánima Sola y decidió entrar. Empujó a un lado la cortina de canutillos plásticos y se internó por un pasillo oscuro.
—Por favor, quítese los zapatos antes de seguir adelante —dijo una voz al otro lado del tabique. Era una voz joven, acompañada por un ligero sonido de agua. Dentro de la casa, hacía una temperatura agradable—. Ahora, quítese el chaquetón y la corbata —añadió la voz. Arístides miró a su alrededor y se preguntó cómo la joven podía adivinar lo que llevaba puesto en la oscuridad. Al final del corredor había un pequeño altar con un cuadro de Alian Kardec, el espiritista, decorado con flores de papel crepé. En la foto de Kardec la luna y siete estrellas flotaban encima de su cabeza. Arrigoitia caminó hacia allí, se quitó los zapatos, la corbata y el gabán, y lo puso todo en un pequeño banco frente al altar. Una puerta se abrió y una mulata hermosa, vestida con una bata floreada, entró al pasillo.
—La luna llena es la madrina de las mayomberas —le dijo, tomándolo de la mano—. Le confiere luz y poder a los que la veneran, y los ayuda a encontrar el camino.
Y lo hizo arrodillarse frente a la imagen. Luego, lo dirigió hacia un cuartucho en la parte de atrás de la casa, en donde no había muebles. Se sentaron en el piso, en unos cojines de terciopelo gastado. Una lamparilla solitaria exhalaba una espiral de incienso cerca de ellos, y una pecera burbujeaba en una esquina de la habitación.
Tosca inclinó la cabeza y juntó las manos en señal de recogimiento. Una cortina de pelo negro le cubrió el rostro, de manera que Arístides no pudo distinguir sus facciones.
—No tiene que decir nada —le dijo la joven—. Cierre los ojos y suelte sus pensamientos, ellos volarán hasta mí.
Arístides dio un suspiro profundo.
Tosca cogió la mano izquierda de Arrigoitia entre las suyas y fue delineando poco a poco, con el dedo, las líneas de su palma. Empezó a hablar como si estuviese en un trance.
—Todos lo han abandonado: su esposa, el gobernador, sus amigos —susurró—. Usted fue feliz en su matrimonio por muchos años. Pero su suegro murió y no quería que lo enterraran en la Isla. Su esposa no quiso separarse de él y se llevó su ataúd muy lejos de aquí, en un barco. Su hija es la luz de sus ojos, pero está casada con un hombre que usted no soporta. La soledad puede ser un castigo muy duro, sobre todo si no se ha hecho nada para merecerla.
Cuando Tosca terminó, soltó la mano de Arístides. La cortina de pelo negro se corrió, y develó unos ojos luminosos y húmedos que lo miraban. Arístides permaneció con la cabeza baja, el mentón caído sobre el pecho.
—La vine a ver porque quiero suicidarme y no me atrevo —dijo con voz temblorosa—. Dígame cuál es el remedio para la cobardía de un viejo.
Tosca lo observó compasiva. A los cincuenta y nueve años Arístides era todavía un hombre atractivo, con su larga cabellera plateada y un físico imponente.
—Usted siempre ha sido un hombre bueno —le dijo Tosca—. Pero lo que es bueno para unos es malo para otros, y no se puede complacer a todo el mundo. Su error fue no descubrir lo que era bueno para usted desde un principio. Por lo menos, dése una oportunidad, y no se mate hasta que lo descubra. —Y poniéndole una mano sobre el muslo, se inclinó para besarlo en la boca.
Arístides sintió como si el cuerpo se le disolviera en el aire, igual que el humo que salía del incensario que ardía junto a Tosca. De pronto presintió que Madeleine estaba cerca; casi podía oler su perfume a orquídeas, sentir el roce de sus vellos dorados sobre la mejilla. Pero Tosca no le dio la oportunidad de seguir pensando en ella. Se reclinó sobre los cojines y empezó a quitarse la ropa. Arístides no intentó detenerla. Tosca se desnudó y se acostó a su lado. Arístides se volvió hacia ella y empezó a besarla. Su carne sabía a perdices salvajes, a arbustos enmarañados con tierra ácida. Se desnudó, cerró los ojos y la penetró hasta lo más hondo de su ser. Cuando terminó, se dejó caer agotado sobre los cojines. La presencia de Madeleine se había esfumado por completo. Ya no lo torturaba el recuerdo de su perfume ni de sus vellos dorados.
—Gracias, Tosca —le dijo—. Usted es el mejor remedio para el Ánima Sola.
Antes de irse, Tosca le dijo:
—La pureza del alma acaba por calcinarle los huesos a cualquiera, coronel. Lo que usted necesita es revolcarse en el pantano del pecado por un tiempo. Venga a verme todas las semanas, y verá qué rápido se cura.
Tosca tenía razón. Después de hacerle el amor a su mujer por treinta y siete años según los preceptos matrimoniales de las monjas de la Inmaculada Concepción de Boston, amar a Tosca fue una liberación. Por primera vez en su vida, Arrigoitia se sintió verdaderamente feliz.
El oficial de la policía que estaba a cargo de supervisar a Arístides lo siguió un día a casa de Tosca. No informó al cuartel lo que había descubierto, pero se lo contó a Rebeca. Rebeca se puso furiosa cuando se enteró de que su padre se había amancebado con una mulata. Cuando Arístides venía a visitarla a la casa de la laguna, se sentaba en la terraza a esperar que Rebeca bajara de su cuarto a saludarlo, pero ella nunca aparecía. Hasta Buenaventura, con lo mal que se llevaba con Arístides, se portó mejor con él. Pensaba que su contubernio con la adivinadora era pintoresco y hasta saludable.
—Esa Tosca es precisamente lo que tu padre necesita —le dijo a Rebeca un día—. Cuando un hombre todavía está vivito en la cama, quiere decir que seguirá coleando por el mundo por mucho tiempo.
Cuando Buenaventura regresaba del trabajo a la casa y encontraba a Arrigoitia de visita, se sentaba en la terraza y charlaba con él por un rato. Le preguntaba cómo le iban las cosas y si podía ayudarlo, antes de despedirse y subir a su cuarto a bañarse y a vestirse. Pero si Rebeca, por alguna razón, bajaba a la terraza y veía a su padre allí sentado, volvía la cabeza y le pasaba por el lado como si fuese un fantasma.
Arrigoitia no pudo soportar el rechazo de su hija. Era de origen vasco y, para los vascos, la familia lo es todo. Empezó a comportarse de una manera extraña. Caía en unos estados de euforia que lo llevaban a pronunciar discursos cada vez más disparatados en las esquinas del Viejo San Juan.
—La sangre de los Cadetes Nacionalistas de la República ha regado nuestra estrella, que pronto formará parte del pabellón norteamericano —le decía a los peatones que se detenían a escucharlo—. Alabados sean los congresistas norteamericanos, quienes un día nos otorgarán la estadidad, para que seamos una nación independiente.
Cuando Rebeca se enteró del comportamiento excéntrico de su padre, empezó a ejercer presión sobre Buenaventura para que lo internara en el manicomio. Buenaventura rehusó hacerle caso por un tiempo, pero cuando se empezó a rumorear que su suegro parecía un pordiosero deambulando por las calles del Viejo San Juan, con la ropa hecha harapos y hablando disparates sobre la situación política, no le quedó otro remedio que complacerla. Unos días después, la camioneta del manicomio con dos enfermeros a bordo se presentó frente a la casa de Arrigoitia en Puerta de Tierra a recogerlo, pero el coronel ya no estaba. Lo buscaron por toda la ciudad pero no dieron con él; nadie tenía la menor idea de lo que le había sucedido. Durante uno de sus viajes al fuerte San Cristóbal a suplir de comestibles a las tropas norteamericanas que se acuartelaban allí, Buenaventura se fijó en que el letrero de Tosca había desaparecido. Los vecinos le informaron que la adivinadora se había mudado unos días antes, con la ayuda de un hombre alto que tenía el pelo muy blanco.
Buenaventura nunca le habló de esto a Rebeca, pero cuando escuchaba a sus amigos lamentarse sobre el «destino trágico del pobre coronel Arrigoitia», se mordía los labios para no reírse. Fue Buenaventura quien le contó a Quintín la historia de la desaparición de su abuelo muchos años después, y Quintín me la pasó a mí.