Después de lo que pasó con Kerenski, Abby y yo estuvimos muy unidas. Yo la acompañaba al barrio Las Cucharas, uno de los arrabales de Ponce, por lo menos dos veces por semana. Allí le enseñábamos a los niños a leer y a escribir, y a veces hasta a coser y a cocinar. Un día, Abby le escribió al presidente de la Kodak, que acababa de abrir una planta nueva en Ponce, pidiéndole que le donara veinte cámaras marca Polaroid a los niños del arrabal. Éste le contestó muy fino otra carta, excusándose de no poder complacerla porque no podía regalarle las cámaras de la competencia, pero informándole que le estaba enviando veinte cámaras marca Kodak, con cincuenta rollos de película de chiripa.
Abby pensó que enseñarles a los niños del arrabal a tomar fotografías podía ser algo útil. Les enseñó a fotografiar los gatos hambrientos que hurgaban en la basura de los zafacones. La basura, por supuesto, era fea, pero los gatos eran hermosos porque estaban vivos, y todo lo que sobrevivía luchando por la vida era digno de admiración. Las Cucharas estaba lleno de gatos y perros realengos. Una pasaba frente a la carnicería y pedía que le regalaran algunos huesos, y, pronto, una docena de ellos estaba siguiéndola a una a todas partes. Abby pensaba que los satos eran especiales. En nuestra casa de Ponce, había tres perras satas: Chinche, Pulga y Garrapata. Tenían la pelambre marrón, amarilla y negra, respectivamente, con el hocico más negro que la brea y el pelo tiñoso. Pero eran cariñosísimas, y Abby insistía en que eran más fieles que los perros de raza, porque ella las había salvado de la perrera municipal y le debían la vida.
Abby les sugirió a los niños que le sacaran fotos a las cloacas de Ponce, que desaguaban en la playa de Las Cucharas, en donde los niños jugaban a menudo como si se tratara de un parque de diversiones. El contraste entre los rostros sonreídos de los niños y la miseria abyecta que los rodeaba resultó ser un excelente material artístico. Cuando revelaron los negativos, Abby escogió las mejores fotos y las envió a un concurso en Estados Unidos que había visto anunciado en The New York Times, y los niños de Las Cucharas quedaron en primer lugar. Varios de aquellos muchachos se hicieron luego fotógrafos profesionales y fundaron la primera escuela de fotografía en Ponce.
Cuatro años después de mi desengaño con el ballet, en 1950, me gradué en el Liceo de Ponce. En enero de ese mismo año me habían aceptado en Vassar College, a donde Abby había prometido mandarme para consolarme por mi carrera de baile frustrada, y empecé a hacer los preparativos del viaje. Una noche, Abby y yo nos sentamos juntas en la sala, con el catálogo de Sears en la falda. Escogí un hermoso baúl verde tachonado de clavos de bronce, seis pares de medias tejidas, tres combinaciones de suéteres, dos faldas de lana escocesa, un abrigo de pelo de camello, un par de botas de goma y un impermeable de hule, y lo anotamos todo en el formulario rosado al final del libro en el cual se hacían los pedidos. Las tiendas de Ponce no vendían artículos como aquéllos, pero gracias al catálogo de Sears, podíamos comprar eso y mucho más.
Durante los años cuarenta y cincuenta, Sears no tenía tienda en la Isla. Sears no era un lugar, era un estado mental; ordenar cosas a Sears era como encargarlas al cielo. Había un catálogo de Sears en todas las casas de clase media en Ponce. Como la mayoría de las familias de la Isla, la nuestra estaba dividida políticamente. Carmita y Carlos creían en la estadidad, y Abby era una independentista furibunda. Pero a todos nos encantaba hojear el catálogo de Sears. Tenerlo a mano era reconfortante; prueba irrefutable de que éramos parte de Estados Unidos. No éramos como Haití ni la República Dominicana, en donde la gente todavía no había oído hablar del teléfono y conservaba los alimentos en cajas de madera con bloques de hielo, en vez de en neveras General Electric. Gracias al catálogo de Sears teníamos el mismo acceso que la gente de Kansas y de Luisiana a los aparatos del hogar más modernos, y podíamos importar los últimos inventos mecánicos de Estados Unidos sin pagar un centavo de contribuciones. Las cajas de cartón en las que venía la mercancía en vapor del Norte se tardaban semanas en llegar a la Isla, pero cuando se abrían, se sentía el friíto estimulante de Estados Unidos que venía atrapado adentro, que daba en la cara al levantar la tapa.
En nuestra casa, el catálogo de Sears estaba siempre encima de la mesa de café de la sala, y nos pasábamos las horas hojeándolo y soñando con aquellos objetos maravillosos que nunca habíamos visto. Cuando yo era niña, encargué una vez una muñeca Madame Alexander para las Navidades. En Ponce no había muñecas de esa clase. Las muñecas eran comunes y corrientes, tenían la cabeza, las manos y los pies de una pasta burda, y el cuerpo de tela y relleno de guata. Mi Madame Alexander tenía su carita pintada con un barniz delicado, dientes de verdad y pelo castaño claro. Llegó metida dentro de un baúl de cartón con terminaciones de bronce y acompañada por un vestuario completo, exactamente igual al que Abby me compró quince años más tarde, cuando estaba por embarcarme para Estados Unidos.
Carmita encargó su horno marca Philips, su lavadora de ropa Kelvinator y su aspiradora de polvo Electrolux al catálogo de Sears. Carlos disfrutaba estudiando los taladros eléctricos y los serruchos automáticos de la General Electric, y soñaba comprar algún día una valija llena de herramientas supermodernas que Sears anunciaba para tallar madera. Hasta Abby se pasaba las horas embelesada con el catálogo de Sears en las rodillas. La sección que a ella le gustaba más era la de jardinería. Leía más sobre los surtidores giratorios que regaban el césped de las casas de Fort Lauderdale; sobre los comederos de pájaros de Maine, hechos de corteza auténtica de pino; sobre los muebles de jardín de California, fabricados con preciosos maderos de secoya; sobre las zinnias amarillas, las dalias anaranjadas y las trompetas azules de Arizona, que nunca se darían en el trópico pero que Abby encargaba igual a Sears y luego sembraba en nuestro jardín, porque tenía fe ciega en las imágenes de colores alegres de los sobrecitos de papel en los que venían metidas las semillas. Hojeando las páginas del catálogo de Sears, Abby se sintió alguna vez tentada a renunciar a sus ideales independentistas y a votar por la estadidad, como hacían Carmita y Carlos, pero nunca se decidió a hacerlo.
Yo sentía una gran simpatía por la independencia en aquella época, quizá por estar tan unida a Abby. Pero cuando vi lo contradictorias que eran las convicciones de Abby, no supe qué pensar. Abby quería que la Isla fuese independiente por razones morales, y yo estaba de acuerdo con ella en eso. Pensaba que Puerto Rico era un país distinto de Estados Unidos, y que pedir ser admitidos como un estado de la Unión no era justo con Estados Unidos, y a la larga, tampoco con nosotros. En cierto sentido, era como tratar de engañar al pueblo norteamericano, que nos había tratado bien. Pero Abby también daba una gran importancia al progreso, y valoraba su pasaporte norteamericano como si fuera una joya.
En Puerto Rico, la política nos apasiona a todos. Tenemos tres partidos y tres colores con los que nos identificamos: la estadidad y el Partido Nuevo Progresista son azules; el Estado Libre Asociado y el Partido Popular son rojos, y la independencia es verde. La política es como la religión: uno puede tener fe en la estadidad o en la independencia, pero no puede creer en ambas. Alguien tiene que salvarse y alguien tiene que condenarse, y los que creen en el ELA andan flotando en el limbo. Durante las elecciones la gente se pone histérica, y con frecuencia es capaz de reaccionar de la manera más absurda.
Durante las últimas elecciones, por ejemplo, un independentista fue ultimado al comienzo de un juego de baloncesto en el barrio Canas. Alguien le enterró el asta de la bandera norteamericana por la espalda como si hubiese sido una lanza porque no se quitó la gorra cuando tocaron La Borinqueña. Yo no soporto la violencia y este tipo de cosa me horroriza. Por eso soy apolítica; cuando llegan las elecciones, no voto. Quizá mi indecisión se remonta a la época en que me sentaba de niña en la sala de la casa de Ponce con el catálogo de Sears sobre las rodillas, anhelando la independencia y a la misma vez soñando con que nuestra isla formara parte del mundo moderno.
Mucha gente ve el Estado Libre Asociado como algo transitorio. Probablemente es lo que más nos conviene, pero no puede durar para siempre. La gente quiere tener una idea clara de lo que es; le gusta ver las cosas en blanco y negro, firmadas y selladas al pie de la página. El propósito de un commonwealth es, precisamente, salvaguardar la posibilidad del cambio. Es la solución política más flexible e inteligente pero nos hace sentir inseguros, en peligro de perdernos. Por eso, estoy segura de que algún día tendremos que escoger entre la estadidad y la independencia.
Como yo lo veo, nuestra isla es como una novia siempre a punto de casarse. Si algún día Puerto Rico escoge ser un estado de la Unión, tendrá que aceptar el inglés, el lenguaje de su futuro esposo, como su lengua oficial junto con el español, no sólo por ser el lenguaje de la modernidad y del progreso, sino por ser el lenguaje del poder en el mundo de hoy. Si la Isla escoge la independencia y decide quedarse soltera, por otra parte, tendrá que sacrificarse, y aceptar la pobreza y el atraso que significará vivir sin los beneficios y la protección de Estados Unidos. Independientes no seremos más libres, porque los pobres no son libres. Desgraciadamente, es muy posible que caigamos víctima de uno de nuestros caciques políticos que siempre están velando tras bastidores el momento de usurpar el poder. No me cabe la menor duda de que la independencia nos atrasaría más de un siglo, y que significaría un enorme sacrificio. Pero ¿cómo dejar de ser lo que somos?
Por fin, llegó el día en que tenía que viajar a Estados Unidos. Doblé cuidadosamente mi ropa nueva y la coloqué en el baúl de Sears. Abby me acompañó a San Juan en el viejo Pontiac azul de abuela Gabriela, y nos bajamos en el aeropuerto de Isla Grande. Se me saltaron las lágrimas cuando me despedí de ella y subí por las escalerillas del Constelation de Pan American, un avión de cuatro motores que aterrizó cinco horas después en Idlewild. La tristeza, sin embargo, se me pasó pronto. En cuanto llegué al colegio, me sentí como una persona diferente.
Los cuatro años que pasé en Vassar College fueron los más felices de mi vida. Afortunadamente, en el Liceo de Ponce enseñaban inglés desde primer grado, de manera que nunca tuve problemas con mis estudios. Me encantaba el colegio, con sus senderos de gravilla blanca internándose bajo los sauces llorones, sus excelentes departamentos de griego, de latín y de literatura inglesa. Allí me di cuenta de que Ponce, que me parecía una gran metrópolis cuando vivía en la calle Aurora, era en realidad un pueblo pequeño.