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La venganza de Rebeca

Después del entierro de Buenaventura, los Mendizábal regresaron en comparsa a la casa y se sentaron en la sala a esperar la llegada del señor Doménech, el albacea de la familia. A él le tocaba abrir el maletín de cuero rojo que yacía sobre la mesa y leer el testamento de Buenaventura en voz alta. Eulodia y Brunhilda bajaron a la cocina, a prepararnos algún refrigerio ligero, sándwiches de queso suizo y un poco de café. Todo el mundo estaba de luto: Rebeca, Patria y Libertad iban vestidas de negro y llevaban la cabeza cubierta por mantillas sevillanas; Ignacio, Juan y Calixto llevaban gabardinas inglesas, con corbatas de seda gris. Al ver a la familia tan tiesa, sentada sobre las sillas doradas al fuego estilo Luis XVI de Rebeca, me entraron unas ganas de reír que apenas logré domeñar. Había algo ridículo y, a la vez, amenazante en todo aquello. Los Mendizábal parecían una manada de cuervos, y me acordé de una escena de Los pájaros, la película de Hitchcock.

Patria y Libertad empezaron a musitar el rosario en voz baja. Rebeca cerró los ojos, reclinó la cabeza contra el respaldar de la silla y dio un suspiro profundo. Ignacio se sentó a su lado, tomó su mano entre las suyas e intentó consolarla. Quintín ocupaba la silla vecina a la mía. Estaba pálido, y de tanto en tanto se secaba el sudor que le perlaba la frente con el pañuelo. Se sentía triste de perder a su padre, me dijo, pero por otra parte también se alegraba. Ahora Rebeca por fin se vería libre de sus groserías, y él podría ocuparse de ella.

El señor Doménech llegó por fin, vestido con un traje gris impecable. Besó cortésmente la mano de Rebeca y se sentó al otro extremo de la sala. Eulodia le ofreció una taza de café y por unos momentos charló de cosas inconsecuentes con la familia. Cuando retiraron la merienda, se levantó de su silla y abrió el maletín. El testamento era de media página y el señor Doménech carraspeó dos veces antes de leerlo en voz alta: Buenaventura le dejaba todo —la casa y todas las acciones de Mendizábal y Compañía— a Rebeca.

Aquello era de esperase, me dije. Buenaventura siempre le hacía la vida difícil a todo el mundo. Quintín se veía preocupado. A su lucha por controlar los gastos de la familia, tendría ahora que añadir el lidiar con Rebeca, quien sin duda intentaría entrometerse en los negocios. Necesitaba ser con ella lo más diplomático posible para lograr que las ventas de Mendizábal no se afectaran y que la casa siguiera teniendo los beneficios acostumbrados.

Cuando el señor Doménech terminó de leer el testamento, Quintín se dio cuenta de que no había mencionado para nada la misteriosa fuente de ingresos personales de Buenaventura. Mi marido no tuvo nunca ningún tacto y escogió aquel momento inoportuno, cuando Buenaventura estaba todavía tibio en la tumba, para abordar con Rebeca el espinoso tema.

—¿Tienes alguna idea de dónde guardaba papá su capital privado, mamá? —le preguntó—. Veo que no menciona bonos ni depósitos en el testamento, y tienen que existir por fuerza. Aunque te parezca increíble, los beneficios de Mendizábal y Compañía hace años que no alcanzan para cubrir los gastos de la familia. Los ingresos personales de papá compensaban la diferencia, y ahora nos resultarán imprescindibles.

Rebeca se quedó atónita.

—Buenaventura tenía una cuenta en el Banco Nacional de Suiza, en Berna, pero nunca me confió el número de la caja. ¡No me digas que tú tampoco lo sabes! ¡Tú fuiste siempre su hijo preferido!

Quintín no tenía idea de lo que Rebeca estaba diciendo. Era la primera vez que oía hablar de una cuenta en Suiza.

—Tiene que haberte comunicado el número antes de morir —gimoteó Rebeca—. ¡Hay varios millones de dólares en efectivo depositados en ella!

Quintín le juró que Buenaventura no le había mencionado nada a él, pero Rebeca no le creyó.

—Si ese dinero está en el Banco Nacional de Suiza, mamá, me gustaría saber de dónde salió —añadió Quintín, ya molesto—. ¿De dónde lo obtuvo papá?

Rebeca lo miró desafiante.

—Tu padre recibía un sobre registrado mensualmente —le disparó furiosa—. Al principio, tenía un acuse de recibo de Alemania; luego, de España, y recientemente del banco en Suiza. Los sobres empezaron a llegar poco después de terminarse la segunda guerra mundial, pero nunca supe quién se los enviaba.

—¿Quieres que te diga lo que pienso, mamá? —le dijo Quintín, agarrándola por un brazo—. Esos sobres contenían los pagos que el Gobierno alemán se comprometió a hacerle a papá por los secretos militares que les vendió durante la guerra. Si Buenaventura nunca nos dijo nada, es porque no quería que nos enteráramos. Y ahora se llevó consigo el secreto a la tumba.

—No me importa de dónde salió el dinero. Me importa averiguar dónde está —dijo Rebeca casi histérica, mientras se zafaba libre de Quintín—. Yo sé cuál es el nombre del banco; es el Banco Nacional de Suiza. Tú tienes que saber el número.

Quintín se hizo el sordo. Y como hablar de traición al Gobierno norteamericano frente a todo el mundo era muy peligroso, a Rebeca no le quedó otro remedio que callarse.

Algunos días después, Rebeca le dijo a Quintín que quería examinar los balances de la cuenta de Buenaventura en el Banco Popular y le ordenó que se los trajera. También quería ver el talonario de su chequera, los libros de contabilidad de Mendizábal y Compañía, y hasta su guía de teléfonos privados. Cuando no encontró lo que buscaba, Rebeca se presentó en las oficinas de Mendizábal y ordenó que abrieran la caja de seguridad de la compañía en su presencia. Lo examinó todo detenidamente: los pergaminos de las acciones, los pagarés del banco, cada recibo amarillento que llevaba años allí guardado, pero no encontró el número seceto por ninguna parte.

Rebeca se regresó a la casa al borde de un colapso nervioso. Si no encontraba el número —si es que de veras Quintín no sabía dónde estaba— no podrían nunca retirar el dinero del banco. Y si la cuenta permanecía inactiva por mucho tiempo, al final el Gobierno suizo confiscaría los fondos. Era precisamente lo que había sucedido con la cuenta de banco de los zares, después del asesinato de los Romanoff. Aquello era una trampa, y no veía la manera de salir de ella.

El número perdido nunca apareció. Unas semanas después, Quintín se reunió con Rebeca y sus hermanos y les informó que la familia tendría que alterar su estilo de vida. No era necesario pasar hambre ni nada por el estilo, les dijo diplomáticamente. No era tan grave como todo eso. Pero las extravagancias no podían continuar.

La familia tascó el freno y empezó a economizar. Pero Quintín no les tenía confianza. Se le veía taciturno; por las noches, regresaba a nuestro piso cada vez más tarde. Pensó que, al morir su padre, Rebeca pondría su confianza en él, y que reconocería públicamente su derecho a ocupar el lugar de Buenaventura a la cabeza de la empresa. Pero se equivocó. A los pocos días de su visita a las bóvedas de Mendizábal, Rebeca regresó a la oficina y le dio órdenes a los gerentes de que no tomaran ninguna decisión sin antes consultársela. A los contables les instruyó que Quintín no podía seguir firmando cheques por su cuenta, pues en adelante los firmaría con ella. Reunió al resto de los empleados y les informó públicamente que todos los salarios permanecerían congelados, incluyendo el de Quintín, por si acaso se le ocurría subírselo. No tenía la menor idea de quién sería el próximo presidente de la compañía, dijo, pero quería dejar claro quién era la presidenta por el momento.

Buenaventura creía en la primogenitura. «El hijo mayor tiene derecho a la presidencia de la empresa de una familia cuando muere el padre —le oímos decir muchas veces—. El mayorazgo está relacionado con el mandato divino. En España el hijo mayor es siempre el que hereda los títulos.»

Rebeca se enfurecía cuando lo escuchaba hablar así. «Las fortunas deben repartirse por partes iguales entre los hijos. ¡Es la única manera de evitar que el puñal de la vendetta aparezca sepultado un día en la puerta de enfrente!», decía.

Ignacio voló a la Isla para el entierro de su padre. Se quedó unos días más y trató de calmar los ánimos de todo el mundo cuando el número de la cuenta no apareció. Quintín le contó que Rebeca había ido furiosa a la oficina y lo había amenazado con que ahora ella llevaría las riendas de Mendizábal. Ignacio se echó a reír.

—No te preocupes —le dijo a su hermano—. Mamá sabe que tú eres el único que puede mantener a flote el negocio. Cuando yo cumpla los veintiún años te daré mi apoyo y podrás administrar mis acciones.

Estuvo de acuerdo con Quintín en todo y le aconsejó a la familia que había que cortar gastos.

Unos días más tarde, Quintín fue a ver a su madre a la casa de la laguna. Se sentaron a hablar solos en el estudio. Quintín estaba ojeroso; una barba de dos días le ensombrecía las mejillas. Ya no podía más.

—No sigas insistiendo en que vas a hacerte cargo del negocio, mamá. Nos estás poniendo a todos en ridículo, y los bancos nos pueden retirar el crédito. Te prometo que seguiré trabajando para la familia por el mismo sueldo hasta el día de tu muerte. Estoy seguro de que, con un poco de orden y disciplina, la compañía sobrellevará esta crisis. Pero necesito que escribas un testamento, en el cual me dejes suficientes acciones para que yo sea el presidente de Mendizábal cuando tú mueras. Si te niegas a hacerlo, Isabel y yo nos mudaremos a vivir a Boston, en donde abuela Madeleine me dejó varias propiedades, y podremos vivir cómodamente. La familia tendrá que averiguárselas como pueda.

Aquello era pura farsa, pero Rebeca se lo creyó. Al día siguiente, llamó al señor Doménech a la casa y le dictó el testamento, tal y como Quintín se lo había pedido.

Poco a poco, sin embargo, la familia regresó a sus viejas costumbres. Rebeca empezó otra vez a gastar dinero en joyas y antigüedades. Patria y Libertad nunca le hicieron caso a Quintín, y continuaron con sus safaris a las tiendas, y las bandadas de sirvientas uniformadas siguieron corriendo detrás de los niños. Ignacio regresó a la universidad, y no estaba allí para amonestarlos.

Era como si hubiesen dejado abierta la llave de paso de la casa y, en vez de agua, saliera oro por el grifo. Al terminar el año fiscal, Quintín tuvo que hacer un préstamo enorme para pagar las contribuciones, y Mendizábal y Compañía se encontró en deuda.

En lo único que Rebeca logró economizar fue en los salarios de los sirvientes. Un día llamó a Petra a los altos. Hacía más de un mes, desde la muerte de Buenaventura, que Petra no subía del sótano, y ya casi nunca la veíamos. Rebeca había ordenado que, en adelante, sólo trabajaría en los bajos.

Rebeca estaba en el estudio, intentando ordenar los recibos que se apilaban sobre el escritorio.

—La muerte de Buenaventura ha sido una tragedia para toda la familia, Petra. Ya no podemos seguir pagándoles a los sirvientes los mismos sueldos. De hoy en adelante, tus parientes recibirán la mitad de la paga por sus trabajos. Los que no acepten los nuevos términos, deberán regresarse de inmediato a Las Minas.

Petra no le respondió. Bajó la cabeza y regresó en silencio a los sótanos.

Esa noche Petra le dio a conocer la noticia a sus sobrinos y nietos. Quintín y yo presenciamos la escena por casualidad. Hacía mucho calor, y queríamos dar un paseo por la laguna en el velero de Ignacio. Bajamos al muelle y estábamos desamarrando los cabos de los pilotes cuando escuchamos lo que dijo Petra. Estaba sentada en su trono de mimbre, y a su alrededor había varias cobras humeando en las penumbras.

—Todo lo que ustedes tienen se lo deben a Buenaventura —les dijo—. Mañana, Rebeca les rebajará los sueldos por la mitad, pero, aún así, debemos agradecer lo que tenemos.

Los sirvientes habían formado un coro a su alrededor, y, cuando Petra terminó, empezaron a bendecir a Buenaventura por todo lo que había hecho por ellos. Aparentemente, Buenaventura a menudo enviaba a Petra a Las Minas con dinero en efectivo, y ayudaba a sus habitantes sin que nadie se enterara.

Rebeca quería botar a Petra de la casa, pero no se atrevía, porque sabía que el resto de los sirvientes se marcharía con ella. Desde la muerte de Buenaventura, los sirvientes tenían que acudir a Rebeca para todo. Rebeca los maltrataba y los amenazaba. Si se enfermaban y no podían subir a la casa a trabajar, les deducía la paga del día. Cuando Buenaventura estaba vivo, Petra contaba los cubiertos de plata Reed and Barton semanalmente, y jamás había faltado uno. Pero como Rebeca no confiaba en nadie, ahora los contaba ella misma, y siempre descubría que algún tenedor o alguna cuchara había desaparecido. Le daba entonces una rabieta monumental, llamaba por teléfono al cuartel de la policía, y los agentes acudían a registrar los sótanos. Pero nunca encontraban nada.

Rebeca vivía convencida de que Quintín era un pésimo administrador. Según ella, su hijo no sabía nada de negocios. Las ventas que llevaba a cabo no se debían en lo absoluto a sus esfuerzos; los productos Mendizábal eran tan buenos que se vendían solos. Rebeca se lo decía a Quintín en público, y lo abochornaba cruelmente.

Quintín trabajaba como un esclavo. Llegaba a las oficinas a las seis de la mañana; a las diez salía para los muelles a supervisar el desembarco del cargamento del día; a las once cruzaba la calle Tetuán, caminaba hasta el edificio de Aduana y pagaba los impuestos sobre lo que acababa de bajar a puerto; a las doce, subía por la calle Recinto Sur y entraba a la Cámara de Comercio Español, a discutir los nuevos contratos de compra con los representantes europeos; a la una caminaba hasta el Banco Nova Scotia, a hacer los depósitos de las ventas del día anterior; a las dos almorzaba de pie un bocadillo de jamón y queso en el Palm Beach, y veía a Juan y a Calixto que regresaban de La Mallorquina, limpiándose los dientes con un palillo.

En una ocasión Quintín descubrió, cuando ya todos los empleados de Mendizábal se habían marchado, que alguien había cerrado por fuera la compuerta de hierro de la bodega, y que no podía salir. Dio voces, pero eran más de las siete de la noche y nadie oyó sus gritos. Yo lo esperé en casa hasta las diez, entonces llamé a Rebeca, pero ella no sabía su paradero. Corrí entonces a los almacenes, busqué al guardia de turno y entre los dos abrimos la compuerta de la bodega. Encontramos a Quintín pálido y ojeroso como un topo polvoriento, casi asfixiado por las virutas en las que se empacaba el vino. Lo libramos de su oscuro calabozo oliente a mosto y lo llevamos a casa agotado. Aquello pudo ser una tragedia.

Quintín sabía que lo estaban explotando, pero no le importaba. Los domingos por la mañana se presentaba en la casa de la laguna con una canasta de golosinas para Rebeca — jamón serrano, paté, chocolates suizos—, que dejaba sobre la mesa del comedor, pero Rebeca ni le daba las gracias.

La predilección de Rebeca por Ignacio fue siempre una espina en el costado de Quintín, y cuando Ignacio se regresó a vivir a la Isla, la situación empeoró. Ignacio se graduó en diciembre de 1959. Se especializó en historia del arte, y Rebeca quería obsequiarle un viaje a Europa después de su graduación. El mismo día en que Ignacio desempaquetó las valijas, le dijo a la hora de la cena:

—Quiero que viajes a Italia. Así conocerás de primera mano todo lo que has estudiado en los libros.

—No puede irse de viaje ahora, mamá —intervino Quintín, alarmado—. Tenemos demasiado trabajo en la oficina, y necesito su ayuda.

Rebeca se indignó. Era como si el dinero creciese en los árboles.

A Ignacio le encantaba que Rebeca lo mimara. La había perdonado por lo sucedido con Esmeralda Márquez. Rebeca, por su parte, quería congraciarse con él. Como ya Petra no podía cocinarle a Ignacio sus postres preferidos —los merengues de guayaba, los tocinos de cielo y el arroz con leche de coco que tanto le gustaban—, Rebeca misma se los hacía. Ignacio disfrutaba de la vida de soltero. Salía a menudo con sus amigos, y siempre hacía reír a la gente, pero a mí me parecía que estaba triste. Me recordaba un astrónomo que observaba el mundo por el lado equivocado del telescopio. Todo lo veía al revés.

Era un buen acuarelista, pero nunca le parecía que sus acuarelas eran lo suficientemente buenas. Le gustaba ir a caminar por el Viejo San Juan y pintar las murallas de la ciudad al atardecer, cuando las baña esa luz malva que se filtra por el horizonte. Pero si alguien alababa su trabajo, se reía y hacía como si no tuviese importancia. Si una joven se le acercaba en una fiesta y le decía que el arte debía de ser una carrera sumamente interesante, porque la gente podía así ganarse la vida rodeada de cosas bellas, Ignacio le contestaba que el buen arte era, por lo general, una combinación de circunstancias trágicas y de trabajo duro, y que no debía envidiarle la vida a ningún artista.

Pero lo que más me entristecía de Ignacio era su incapacidad para comprometerse con nada. Si uno le preguntaba cuál era la condición política que le parecía más conveniente para la Isla, contestaba devolviendo la pregunta. Si uno decía que la independencia, Ignacio contestaba que a él también. Pero si cinco minutos más tarde un estadista le preguntaba si creía en la estadidad, también aseguraba que sí. Ignacio era tan sensible que no podía estar en desacuerdo con nadie. Hasta cuando uno le ofrecía una limonada y no la quería, se la bebía de todas maneras, porque le daba pena decir que no. Parecía transparente; nunca tenía una opinión propia.

Ignacio tenía muchos amigos artistas, y a menudo los invitaba a la casa a leer poesía, o a tocar música clásica en el piano. A Rebeca le encantaban esas veladas, y enseguida mandaba a que sacaran el Steinway de media cola a la terraza. En estas ocasiones, Ignacio se sacaba el pañuelo de hilo blanco del bolsillo y limpiaba con mucho cuidado sus espejuelos. Era una manía que tenía; todo lo demás podía estar más o menos bien, pero sus espejuelos marco de oro tenían que estar siempre inmaculados. Cuando Rebeca se sentaba cerca de él a escucharlo tocar los preludios de Chopin, o a recitar los poemas de Pablo Neruda, lo encontraba el joven más guapo de la tierra.

Ignacio quería llevarse bien con Quintín, aunque la manera como su hermano lo había tratado durante el asunto de Esmeralda Márquez le había dejado una cicatriz profunda. Su amor por Esmeralda fue algo avasallador, que lo llevó a desafiar los preceptos más estrictos de la familia. Pero cuando intentó dejar de amarla, algo muy profundo se quebró en su interior. Pasaron más de cuatro años desde la boda de Esmeralda con Ernesto, antes de que Ignacio pudiera ver las cosas en otra luz. Un día le confesó a Quintín que había recapacitado, y que ahora le daba toda la razón.

—Esmeralda Márquez no me convenía — le dijo— porque me hacía perder la paz interior. La cachetada que tú me diste fue saludable, porque me trajo de vuelta a la realidad.

Quintín le pidió a Ignacio que lo ayudara en la administración del negocio, e Ignacio empezó a ir a La Puntilla regularmente. Llegaba temprano y se quedaba hasta las cinco, ayudando a supervisar el almacén. Pero las pajas de viruta en las que venían empaquetadas las botellas de vino le agudizaban el asma, que se le encrespaba como un puerco espín dentro del pecho. Haciendo un esfuerzo heroico, Ignacio se desplazaba por entre las góndolas del almacén con la bomba respiratoria en la mano, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua y apretando la perilla roja para inhalar el éter que le dilataba los bronquios. Pero de nada le valía.

Así que Ignacio empezó a trabajar en las oficinas. Era muy meticuloso en todo. Si había que entregar una caja de botellas de champán en un club privado para una boda, por ejemplo, verificaba personalmente que todas las botellas estuviesen en buenas condiciones, y las examinaba una por una. Si una lata de espárragos de Aranjuez se veía ligeramente hinchada o picada de moho, devolvía el cargamento completo a España, porque no quería que sus clientes se enfermaran. Las complicaciones de la contabilidad lo aburrían, y reunirse con los vendedores para sermonearlos en cuanto a sus deberes lo dejaba exhausto. Lo que lo entusiasmaba era diseñarles etiquetas nuevas a los productos Mendizábal, y le dedicaba horas a aquel trabajo, haciéndolas más artísticas.

Ignacio estaba convencido de la importancia de la publicidad, e insistía que la mitad del valor de un producto estaba en su mercadeo. Le diseñó una envoltura nueva a los jamones ahumados, por ejemplo, que tuvo mucho éxito. Los jamones de Valdeverdeja ahora se vendían envueltos en un celofán dorado estampado con amapolas rojas, que dejaba ver al trasluz su jugosa carne rosada. Los espárragos venían en unas latas decoradas con la Plaza de Armas, y los chorizos y las sobrasadas tenían una reproducción de la playa de Luquillo en la etiqueta.

Lo que a Ignacio más le gustaba diseñar era las botellas de licores de sobremesa. Buenaventura recibía estos licores de todas partes del mundo —a veces, en extracto, y otras en polvo— y había establecido una plantita en la parte de atrás del almacén, donde les echaba agua del grifo y luego los embotellaba con una elegante etiqueta que leía «Procesado en Mendizábal y Compañía». Antes de llegar Ignacio, todos los licores de sobremesa se vendían en la misma botella —la de a litro—, que servía también para embotellar el ron y se conseguía barata en la planta de Bacardi. Pero cuando Ignacio llegó al almacén, empezó a diseñar unas botellas hermosísimas, que fabricaba un amigo suyo. La esencia de mandarina que venía de Martinica se embotellaba en un hermoso envase de cristal amarillo y arrugado, que recordaba la piel de una naranja; el licor de guavaberry se importaba de San Martín y se vendía en una botella redonda color guayaba; el chocomint de Granada se mercadeaba en un recipiente de cristal ahumado que parecía una misma menta. A cada botella Ignacio le pegaba una etiqueta que decía «Procesado en Puerto Rico», en lugar de «Procesado en Mendizábal y Compañía». A Quintín no le gustaba aquello ni un poquito, pero no le mencionó nada a su hermano, para evitar problemas.

El licor favorito de Ignacio era el Parfait Amour, cuyos polvos se importaban de Francia. Era delicioso, color violeta. A Ignacio aquel licor le parecía perfecto, porque el amor era un veneno, y su color debía ser sin duda violeta. Le diseñó al Parfait Amour una botella espectacular. Tenía una forma elíptica con un hueco en el centro, que era precisamente como uno se sentía cuando estaba enamorado de alguien que no le correspondía.

Quintín y yo nos estábamos desayunando a las seis de la mañana, más o menos cinco meses después de que Ignacio empezara a trabajar en Mendizábal, cuando sonó el timbre de la puerta. Era el señor Doménech y, por la expresión de su cara, supimos al instante que algo muy serio había pasado.

—Es su mamá —le dijo a Quintín—. Murió ayer por la tarde de un ataque al corazón. En la casa no querían que usted se enterara hasta hoy, para no molestarlo. El entierro será mañana.

Quintín se vistió en un santiamén, y fuimos juntos a la casa de la laguna. Rebeca le había prometido a Quintín que el testamento que le había dictado al señor Doménech sería el último, pero Quintín temía que su madre rompiese aquella promesa. Hizo correr la noticia entre los abogados más importantes de San Juan, de que si su madre los contrataba para hacer un nuevo testamento le avisaran de inmediato, pero aún así desconfiaba. No bien llegó a la casa, supo que Rebeca había evadido su red. Patria y Libertad le abrieron la puerta. Mr. Purcell, un abogadillo picapleitos vestido con un chaleco verde, era ahora el representante legal de la familia, y estaba de pie junto a ellas.

El ataúd de Rebeca estaba abierto en medio de la sala, para que todo el mundo la viera. Quintín y yo entramos solos; sus hermanas y Mr. Purcell se retiraron a la terraza, para darnos privacidad. Todavía no había llegado nadie. Eran las siete de la mañana, y el velorio no empezaría hasta más tarde. Quintín se detuvo junto a la caja y se quedó mirando a su madre. No intentó disimular las lágrimas que le bajaban por las mejillas.

—Qué hermosa es, ¿verdad? Tiene las facciones tan delicadas que parecen talladas en alabastro. — Y se acercó para besarla en la frente con los ojos cerrados.

Tengo que reconocer que yo no lloré cuando vi a Rebeca dentro de su ataúd. Había desempeñado tantos papeles durante su vida —la reina de las Antillas, la bailarina poetisa, la defensora del ideal de la independencia, la feminista recalcitrante, la que firmaba con las iniciales RF en honor a la República Francesa, la fanática religiosa, la rebelde obediente, el ama de casa perfecta, la aristócrata que había nacido con una cuchara de plata en la boca, la dama de sociedad, la intolerante racial, la madre injusta y rencorosa— que no podía estar segura de cuál de las Rebecas era la que estaba metida dentro de la caja. Me parecía imposible que estuviese muerta de veras.

Al día siguiente por la tarde, cuando regresamos del cementerio, nos sentamos alrededor de la mesa de café de la sala con el abogadillo picapleitos, tal como hicimos después del entierro de Buenaventura. Mr. Purcell leyó el testamento de Rebeca en voz alta, con mucho carraspeo y dándose una gran importancia. Buenaventura le dejaba a cada uno de sus hijos un número igual de acciones de Mendizábal y Compañía, y, entre todos, elegirían al nuevo presidente de la empresa.

—Me parece justo, ¿no crees? —le preguntó Libertad a Quintín arqueando las cejas cuando Mr. Purcell terminó de leer—. De esta manera todo el mundo tendrá algo que decir sobre el futuro de la compañía.

Quintín se le quedó mirando desconcertado, y me escoltó fuera de la casa.