Un mes después de que el abogado diera a conocer el nuevo testamento de Rebeca, se escogió la fecha en la que se celebraría la junta para elegir al nuevo presidente de Mendizábal y Compañía. Patria y Libertad hablaron con Ignacio varios días antes y le dijeron que habían decidido votar por él, pero Ignacio les rogó que no lo hicieran. Le gustaba ocuparse del lado publicitario del negocio y quería vivir en paz, dijo. Quintín era el hermano mayor, y lo correcto era que él fuera el presidente.
Patria y Libertad insistieron. Quintín era un tacaño; la situación de la compañía no era tan precaria como les hacía creer. Quería ahorrar, y reinvertir todo el dinero de los beneficios para ampliar el negocio. Pero ellas no estaban dispuestas a sacrificarse.
—Tengo dos niños y un bebé recién nacido; necesitan mucha atención —dijo Patria—. En estos momentos, no puedo prescindir de mis tres niñeras. ¿Te imaginas lo que sería lavar la caca de tantos pañales? Tú sabes cómo nos criaron papá y mamá, Ignacio. ¡No es culpa mía si tengo el olfato tan delicado!
Los padres de Juan y de Calixto habían muerto hacía unos meses en España, y les habían dejado dos títulos: conde de Valderrama y duque de Medina del Campo. Pero si no los reclamaban pronto, cualquiera de los sobrinos podría hacerlo. El problema era que los títulos costaban diez mil dólares cada uno. Cuando Patria y Libertad se enteraron, se pusieron eufóricas. Estar casadas con un conde y con un duque respectivamente era un privilegio que valía mucho más que eso. Y corrieron a comprarle los títulos a sus maridos antes de que se los quitaran.
Libertad estaba molesta con Quintín porque quería que Calixto vendiera a Serenata, una espléndida yegua negra, de pura sangre árabe, que el general Rafael Leónidas Trujillo acababa de venderle en Santo Domingo por veinte mil dólares. Calixto era, de los dos hermanos Osorio de Borbón, al que más difícil se le había hecho adaptarse a la Isla. Añoraba su patria, y a menudo le mencionaba a Libertad que le gustaría regresarse a vivir en España. Libertad, en su desesperación, cogió un préstamo en el banco para que Calixto se comprara unos caballos de paso fino. Como le gustaba tanto la equitación, así a lo mejor se le olvidaba la manía de regresarse a España. Calixto se compró un establo de seis caballos a las afueras de San Juan.
—Si Quintín llega a ser presidente, obligará a Calixto a que venda a Serenata, su yegua preferida. Calixto se regresará a España, y yo me quedaré sola, y me moriré de pena —le dijo Libertad a Ignacio—. Por favor, acepta el puesto de presidente, para que Calixto no se vaya.
Cuando Ignacio escuchó los ruegos de Patria y Libertad, se apiadó de ellas. Era una locura gastar tanto dinero en niñeras, títulos y caballos de pura sangre, pero a lo mejor las cosas se podían arreglar si cada uno ponía de su parte. Quizá tener dos niñeras en vez de tres, y cuatro caballos en vez de seis era la solución. El dinero que se economizara se podría invertir en la compañía. Quintín era demasiado exigente algunas veces; quería hacerlo todo a la tremenda, en lugar de paso a paso. Pero, aún así, Ignacio no quería ser presidente. No quería pelear con su hermano, dijo. Patria y Libertad rehusaron aceptar su decisión. Le rogaron que lo pensara un poco.
El día de la junta, toda la familia acudió a las oficinas de La Puntilla. Patria, Libertad, Ignacio y Quintín entraron a la oficina de Buenaventura, que estaba toda empanelada en caoba, y se sentaron alrededor de la mesa de conferencia. Juan, Calixto y yo también estábamos presentes, pero no podíamos participar en la votación. Los hermanos escribieron el nombre de su candidato en un pedacito de papel, lo doblaron y lo dejaron caer en el sombrero cordobés de Buenaventura, el mismo que llevaba puesto cuando desembarcó en la Isla más de cincuenta años antes. El sombrero dio la vuelta a la mesa, y los hermanos fueron dejando caer su papelito doblado dentro del sombrero. Quintín los derramó sobre la mesa. Los fue abriendo uno a uno: había dos votos en favor de Ignacio y uno en favor de Quintín. Un papel estaba en blanco. Ignacio se inhibió de votar. Quintín se demudó.
—No estás preparado para ser presidente, Ignacio —le dijo—. Estudiaste historia del arte, tu mundo es el mundo de lo bello y no el de lo práctico. Yo tengo una experiencia vasta en los negocios, y Buenaventura mismo me entrenó. Hace poco, me admitiste que habías cometido un error al enamorarte de Esmeralda Márquez, cuando estuviste a punto de arruinar tu reputación. Ahora nos puedes arruinar a todos.
Ignacio empezó a sudar, y los espejuelos de marco de oro se le deslizaron por la nariz. Se quedó mirando a Quintín atentamente por encima de los cristales sin decir nada. Prefería dejarlo todo en manos de su hermano, pero no le gustó que Quintín mencionara el nombre de Esmeralda frente a todo el mundo. Lo que le había dicho sobre ella había sido estrictamente confidencial.
—¡No le hagas caso, Ignacio! —exclamó Libertad—. Quintín siempre se está haciendo propaganda a sí mismo, como si él fuese el único que sabe hacer las cosas bien. Tu campaña de mercadeo ha sido un éxito, y gracias a ti nuestros productos se están vendiendo más que nunca. Eres tan inteligente como Quintín; estás perfectamente capacitado para ser presidente.
Ignacio se enderezó en la silla.
— Esmeralda fue algo muy especial para mí, Quintín. Te agradeceré que no vuelvas a mencionar su nombre en público —le dijo a su hermano—. Voy a intentar desenvolverme en el mundo de lo bello y en el de lo práctico. Aceptaré ser presidente de Mendizábal y Compañía por un tiempo.
Quintín estaba tan colérico que no habló con nadie durante varios días. Entonces, una noche me pidió que le prestara mi anillo de diamantes; el que Rebeca me había comprado cuando el de nuestro compromiso se quebró en dos. Lo necesitaba por unos días, me dijo; me lo devolvería pronto. Lo llevó a una casa de empeño y con el dinero se compró un boleto de ida y vuelta en avión a España. Por qué España, le pregunté asombrada.
—Lo siento, Isabel. Tengo mis razones, pero ahora no puedo explicártelas.
A la semana siguiente, Quintín se marchó a Europa y durante un mes entero no supe nada de él. No tenía ni idea de dónde se había metido. Sé que los primeros días los pasó en Madrid, porque me mandó una postal desde el Puerta del Sol, un hotel comercial del centro de la ciudad. Después, le perdí la pista. Estaba muy preocupada; no sabía a quién acudir para pedir ayuda. En España, la burocracia era famosa por su incompetencia, así que telefoneé larga distancia al consulado norteamericano, a ver si me ayudaban a encontrar a Quintín. Me indicaron que en aquellos momentos había decenas de ciudadanos norteamericanos perdidos en Europa; un mes de ausencia no era lo suficiente para dar inicio a una búsqueda oficial. A lo mejor, mi marido había decidido tomarse unas vacaciones por su cuenta y aparecía en cualquier momento. No se podía hacer nada; sencillamente, tendría que esperar.
Mi situación financiera se hizo precaria; necesitaba ser cautelosa con mis gastos. No tenía acceso al sueldo de Quintín; el cheque se quedaba en las oficinas de Mendizábal y no podía ir a recogerlo. Aunque todavía recibía algunas rentas de las propiedades de mamá en Ponce, la economía del pueblo se había ido al suelo. Los contratos de arrendamiento estaban por expirar, y se me estaba haciendo difícil encontrar nuevos inquilinos. La crisis mundial del petróleo había hecho que los costos de electricidad se treparan por los cielos; la luz parecía oro líquido. La planta de la Union Carbide, así como la refinería de petróleo de la Coreo, por ejemplo, cerraron, y muchos de los ejecutivos norteamericanos abandonaron Ponce. Era entre estas personas que yo conseguía arrendatarios para mis casas. Cuando finalmente las propiedades se quedaron vacías, me quedé prácticamente sin dinero.
Hacía varias semanas que no visitaba la casa de la laguna. Después de la muerte de Rebeca, Patria y Libertad dejaron de llamarme; no me hacían ninguna falta, y supongo que yo a ellas tampoco. Era un alivio no tener que visitar a la familia. Ahora podía quedarme en casa todo lo que quisiera; no tenía que fingir que me encantaba estar de fiesta en fiesta. Lo único que me preocupaba era Quintín. Había huido de la Isla con el can de la ruina y del rechazo materno pisándole los talones. La desesperación podía llevarlo a cometer cualquier locura.
Poco después recibí un telegrama de Suiza que me tranquilizó. Quintín se sentía mejor, y pronto estaría de vuelta en casa. Recibí una carta suya algunos días después, con un recuento detallado de sus peripecias. Era sorprendentemente tierna y todavía la guardo, a pesar de todo lo que sucedió después.
20 de agosto de 1960
Berna, Suiza
Querida Isabel:
Te ruego que me perdones por la preocupación que te causé con mi precipitado viaje a España y, lo que es peor, por desaparecerme después de permanecer en Madrid algunos días. Estoy consciente de lo poco considerado de mi comportamiento. Me sentía tan desgraciado, que escasamente si me daba cuenta de mis actos. El malagradecimiento de mi familia fue un golpe duro. Me había matado trabajando para ellos durante años, y no estaban dispuestos a reconocer lo que yo había hecho.
Cuando llegué a Madrid, me di cuenta de que me había subido al avión con muy poco dinero; tenía escasamente lo suficiente para pagar por un cuarto en el hotel Puerta del Sol durante una semana, Con el último billete de cien dólares que me quedaba, alquilé un automóvil, metí la maleta en el baúl y emprendí viaje en dirección oeste. Luego de muchas horas llegué a Valdeverdeja, que queda por el rumbo de Cáceres. La aldea estaba casi desierta. Las casas estaban en su mayoría abandonadas; la región se había despoblado en los últimos años. Ya los extremeños no crían cerdos ni ganado en los páramos de Extremadura. La industria de los jamones desapareció hace tiempo, y el municipio es muy pobre. Los jóvenes emigran todos a Madrid o a Sevilla en busca de trabajo. Casi nunca regresan.
Se me había olvidado por completo traer conmigo las señas de Angelita y Conchita, las tías de papá, pero sólo tuve que preguntarle a un campesino que arreaba sus bestias por allí para enterarme. Me señaló un edificio ruinoso y semiabandonado, muy distinto del alegre caserón que Buenaventura me había descrito cuando yo era niño, con sus paredes blanqueadas, sus macetas de geranios en las ventanas y su techo de tejas rojas. Golpeé a la antigua puerta con el aldabón, y me abrió una anciana. Había sido empleada de mis tías hacía muchos años y vivía en una de las habitaciones de enfrente, donde no había coladeras en el techo. Me contó que mis dos tías habían muerto, y como no tenían descendientes en el pueblo, el municipio había expropiado la casa.
Sentí el corazón cada vez más oprimido mientras la oía hablar. No sé de dónde me había sacado la idea de que podría quedarme allí, refugiarme entre aquellos muros que vieron nacer a papá. Le di las gracias a la mujer, y caminé desalentado en dirección a la plaza. Dejé caer la maleta en el piso y me senté en la acera, la espalda apoyada contra un árbol. Estaba al final de mi cabuya; no tenía idea de adónde ir. Entonces, la campana de la austera iglesia vecina empezó a tañer. Era una iglesia románica muy antigua, construida con la misma piedra de granito gris que Buenaventura había importado a la Isla para construir nuestra casa hacía mucho tiempo. Los arcos de las puertas, las almenas del techo, la escalera monumental, con su exótica pasarela de lanzas, todo estaba construido con aquella piedra. Hasta el panteón de la familia en el cementerio de San Juan había sido cincelado en el mismo granito. Me levanté del suelo, caminé hasta la iglesia y deslicé mi mano sobre la superficie áspera de la fachada. Me sentí consolado. Era como si sacara fuerzas de aquellas rocas.
Entonces recordé que Buenaventura me había mencionado una vez un monasterio que quedaba por allí cerca, en donde los conquistadores recibían la bendición de los monjes jerónimos antes de zarpar hacia el Nuevo Mundo. Solía visitarlo cada cuantos años, y le gustaba quedarse allí a descansar. Me regresé al automóvil y crucé la sierra de Guadalupe hasta que lo encontré. Se llama el Monasterio de la Virgen de Guadalupe, la Virgen de los Conquistadores. Cuando los monjes supieron que yo era el hijo de Buenaventura Mendizábal, me recibieron con los brazos abiertos. Me invitaron a quedarme con ellos todo el tiempo que quisiera. Podía dormir en una de sus celdas y compartir con ellos la comida en el refectorio. Me quedé allí una semana, y pronto mis heridas comenzaron a sanar. Nunca me había sentido tan cerca de Buenaventura. Recordé todos los consejos que me había dado de niño.
Papá insistía que no había empresa demasiado difícil para un Mendizábal. Una noche en el monasterio escuché sus palabras en sueños: «Uno es más hijo de su obras que de sus padres naturales». Había que ser el primero en la clase de física, ganarse el premio de matemáticas, triunfar en la competencia de inglés. Aquellos logros no eran nada, ante las terribles pruebas que habían tenido que pasar nuestros antepasados. Cuando ingresé en la Universidad de Columbia tuvimos nuestros encontronazos serios. En Columbia me volví loco con las clases de historia y de política internacional. Soñaba con seguir una carrera diplomática, que me permitiera viajar y tener una vida interesante. Cuando Buenaventura se enteró, rehusó seguir pagándome los estudios. Quería que regresara a la Isla luego de mi tercer año, sin ni siquiera terminar de graduarme. «Lo que non da natura, Salamanca non procura —me escribió una vez en una carta—. El comercio es nuestro fuerte y la verdadera universidad está en la calle, que es donde se aprende a comprar y a vender.» Me costó docenas de cartas y lágrimas sin cuento convencer a papá de que me dejara terminar la carrera de historia, combinada con cursos de administración comercial y de finanzas.
A la semana de mi llegada al monasterio hablé con el prior. Tuve que inventarme un cuento para que me ayudara; había viajado hasta allí en busca de ayuda espiritual, le dije. La muerte reciente de mamá, sólo dos años después de la muerte de papá, me había afectado mucho. Necesitaba estar solo, buscar consuelo en mis orígenes. Cuando emprendí aquel viaje no me había dado cuenta de cuánto dinero traía conmigo, y me encontraba sin un centavo. Necesitaba un préstamo para regresar a casa; se lo pagaría escrupulosamente en cuanto llegara. El prior me creyó. Recordaba que Buenaventura y Rebeca viajaban siempre hasta el monasterio en una limosina Bentley, y que habían sido unos mecenas espléndidos. Me prestó mil dólares, que era todo lo que necesitaba para mi propósito. Al día siguiente regresé a Madrid en auto.
Telegrafié a las distintas compañías de vinos y comestibles con las que Mendizábal solía llevar a cabo sus negocios en Europa y les pedí que me concedieran entrevistas. Conocía los nombres de todos los dueños; me había carteado con ellos durante los últimos cuatro años, desde que papá se había retirado del negocio. Como era el administrador de la compañía yfirmaba todos los cheques y las órdenes de compra, enseguida accedieron a reunirse conmigo.
Durante dos semanas, ni comí ni dormí ni bebí. Viajé en trenes de tercera día y noche, cruzando de costa a costa el continente. Primero visité los viñedos de La Rioja, en el norte de España. De allí continué hasta Aranjuez, de donde provienen nuestros espárragos; y luego pasé por Segovia, donde compramos nuestra sobrasada y nuestros chorizos. Finalmente llegué hasta Barcelona, donde se fabricaba nuestro champán Codorníu. Cuando terminé de visitar a los proveedores españoles, viajé hasta Francia y visité al conde de San Emilión, cerca de Burdeos. De allí pasé a Italia a encontrarme con el marqués de Torcello, dueño de la destilería Bolla, aledaña a Venecia. Finalmente crucé el canal de la Mancha y viajé hasta Glasgow, donde conocí por fin a Charles McCann, que nos ha suministrado nuestro whisky durante más de veinte años.
Les relaté confidencialmente lo sucedido en nuestra familia. Yo era el hijo mayor de Buenaventura Mendizábal, les dije. Mi madre, su viuda, acababa de morir y había dejado un testamento polémico. De ahora en adelante, la firma estaría presidida por Ignacio, mi hermano menor, que no sabía nada de negocios. Mis hermanas tampoco entendían nada, pero compartían el control del negocio con Ignacio. Mendizábal y Compañía se arruinaría en menos de un año. Mejor le cancelaban los contratos y firmaban uno nuevo conmigo en la empresa que yo acababa de fundar, que se llamaba Gourmet Imports.
La nueva empresa sería mucho más moderna y dinámica. Además de vender los productos en la Isla, también establecería nexos comerciales con Estados Unidos. Como los puertorriqueños hablábamos inglés, podríamos servirles de eslabón y ayudarlos a mercadear sus productos en el continente. Así, podrían seguir devengando los mismos ingresos a los que estaban acostumbrados (y les cité exactamente cuáles eran, pues me conocía las cuentas de memoria) y lograr aún mayores ganancias en el futuro. No tendrían que preocuparse por nada.
Mis entrevistas tuvieron un éxito sorprendente. En menos de un mes me había metido al bolsillo los contratos de un cincuenta y cinco por ciento de los antiguos socios de papá. Y hubiese podido añadir otros, pero no quise estrangular a Mendizábal y Compañía. Le dejé el resto a Ignacio y a mis hermanas. ¡Buenaventura tenía razón, Isabel! Uno es más hijo de sus obras que de sus padres naturales. A los que heredan riqueza, poco respeto se les debe. El mundo pertenece a los que, teniendo la fortuna en contra, salen remando a buen puerto.
Estaré de regreso en casa dentro de una semana. Estoy ansioso por verte, para celebrar juntos nuestra buena suerte. Lo primero que haré cuando llegue es ir a buscar tu anillo a la casa de empeño y colocártelo en el dedo con un nuevo juramento de amor.
Tu esposo, que te quiere siempre,
Quintín.