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El coleccionista de arte

Nunca le conté a Quintín lo que Petra me dijo aquel día, y trataba de no pensar en ello. Decidí seguir el consejo de Abby: «La rama que se dobla no se quiebra; ése es el secreto de la supervivencia». Quintín y yo habíamos estado casados seis años. Fue una época turbulenta de nuestras vidas: los dos habíamos perdido a nuestros padres, y nos habíamos visto al borde de la ruina. Habíamos sobrevivido muchas tormentas juntos, y ahora teníamos un hijo. Yo quería creer desesperadamente en la inocencia de Quintín.

Dos meses después de que nació Manuel, Quintín decidió que nos mudáramos a la casa de la laguna. Vendió nuestro piso en el condominio, y con ese dinero le hicimos algunas mejoras a la casa. Mandamos a pintar todo, y cuando vi la emulsión blanca cubriendo los muros me sentí mejor. Pensé que era importante esparcir aquella capa de olvido sobre los muros, borrar lo que había sucedido allí dentro. Quintín vendió La Esmeralda, el velero de Ignacio, así como el Rolls-Royce de Buenaventura, que ya para esa época era una antigualla. Luego, nos fuimos de tiendas y compramos unos muebles italianos modernos, trastes de cocina, sábanas y toallas; todo lo necesario para aviar la casa. Lo último que hice antes de mudarnos fue llevar a cabo un despojo con la ayuda de Petra. Sin que Quintín lo supiera, asperjamos la casa con agua florida y escondimos algunas varas de nardos por los cuartos, porque dicen que su olor pone contentos a los fantasmas.

Petra, Brambón y Eulodia se quedaron a trabajar con nosotros, aunque Quintín les explicó que tendríamos que pagarles un sueldo bajo al principio. Brambón estuvo de acuerdo. Petra regresó a la cocina. Eulodia limpiaba, lavaba y planchaba. Pronto, el orden volvió a establecerse en nuestro hogar. Nunca faltó un solo cubierto de plata, las comidas se servían siempre a la misma hora y la casa estaba impecable. Carmelina ya tenía quince años, y le pusimos una camita cerca del cuarto de Manuel, para que ayudara a cuidarlo. Quintín le tenía un cariño especial y la trataba como si fuera de la familia. Quintín era muy generoso con ella. Le estaba pagando la matrícula en una escuela privada cerca de Alamares, y también le pagaba los libros y los uniformes. Le había prometido a Petra enviar a Carmelina a la Universidad de Puerto Rico cuando llegara el momento.

Cuando las ganancias de Gourmet Imports se acumularon, tuvimos que pensar en invertirlas. Pero, en lugar de comprar bonos y certificados de depósitos que estuvieran bajo nuestros nombres como a mí me hubiera gustado, Quintín decidió invertir en obras de arte. Tenía un amigo llamado Mauricio Boleslaus que lo entusiasmó en aquel mundo.

Mauricio era marchand d’art y mantenía a Quintín informado de todo lo que se estaba vendiendo en las casas de subasta europeas de mayor prestigio. Mauricio se hizo amigo mío más tarde, pero por aquel entonces no me inspiraba ninguna confianza. Era demasiado excéntrico para mi gusto; se perfumaba la barba de perilla, usaba corbata de mariposa y vestía trajes de shantún de seda con pañuelos de estampados escandalosos en el bolsillo. No salía jamás a la calle sin sus guantes de gamuza gris, lo que me parecía el colmo del ridículo en una isla tan calurosa como la nuestra. Yo, entonces, no sabía cuán necesarios eran aquellos guantes, dado el tipo de negocio que Mauricio llevaba a cabo.

Una vez, Mauricio me contó la historia de su vida. Su familia era noble, original de Bohemia; por eso, él tenía derecho al título de conde de Boleslaus, aunque nunca lo usaba. Había nacido en un pequeño castillo a orillas del Moldava, y cuando cumplió los dieciocho años sus padres lo enviaron a estudiar a l’Ecole des Beaux Arts de París. Allí vivió como estudiante durante tres años, hasta que los alemanes invadieron Checoslovaquia, en 1939. Cuando sus padres ya no pudieron enviarle más dinero, se las tuvo que arreglar por su cuenta. Al terminar la segunda guerra mundial, Mauricio prefirió no regresar a su patria, y se quedó a vivir en París. Era un dibujante prodigioso. Sus maestros en l’École des Beaux Arts se quedaban asombrados ante la facilidad con que dominaba el carboncillo. Sus dibujos estaban llenos de gracia, tenían una delicadeza exquisita. Pero Mauricio tenía un problema: no se le ocurrían temas originales. Cuando se enfrentaba al papel con el carboncillo en la mano, la mente se le quedaba absolutamente en blanco. Era como si dos páramos de nieve se reflejaran el uno al otro.

Sólo cuando Mauricio estudiaba los dibujos de los grandes maestros sentía que se inspiraba. Iba al Louvre y se pasaba las horas contemplándolos extasiado. Luego, compraba una reproducción barata del dibujo —los tulipanes de Matisse, por ejemplo—, que fijaba con tachuelas a la pared de su cuarto. Se sentaba entonces frente a la reproducción, lápiz en mano, y era como si el espíritu del pintor se posesionara de él. Sólo tenía que dejar fluir la energía que le brotaba de los dedos, y podía copiar la obra casi con los ojos cerrados. Cuando llevaba su dibujo a las galerías de arte, nadie se daba cuenta de que era una falsificación. Así, los marchands d’art le pagaban lo que él pidiera.

Pronto, Mauricio se estaba ganando miles de francos copiando los dibujos de Picasso, de Matisse y de Modigliani. Vivió así por más de cinco años, hasta que un día cometió el error de ejecutar varios dibujos en papeles nuevos, en lugar de hacerlo en los pliegos de libros antiguos que solía comprar en las librerías de viejo. La policía lo atrapó y lo metieron en la cárcel. Cuando lo soltaron diez años después, voló a Nueva York, y de allí viajó a Puerto Rico. Escogió la isla al azar en un mapa, porque le pareció lo suficientemente apartada de la civilización para vivir de incógnito. Poco después de su llegada, abrió con sus ahorros un galería pequeña pero muy elegante en el Viejo San Juan, que llamó La Flor de Jade.

Enmendó su vida y no volvió a falsificar nada más. Sabía tanto de dibujo, pintura y grabado que podía sobrevivir muy bien vendiendo obras de arte en su galería. En Puerto Rico, la burguesía estaba comenzando a desarrollar el gusto por el arte, que pronto se convirtió en un símbolo de prestigio. Mauricio tenía muchos parientes en Europa, que peinaban los palacetes derruidos de la campiña en busca de pinturas de valor. Las compraban por una bagatela y luego se las enviaban por barco a Puerto Rico. El arte era una inversión segura. Después de todo, había un número limitado de grandes pintores europeos, y cada vez quedaban menos pinturas importantes fuera de los museos. Los primeros cuadros que Mauricio le vendió a sus clientes triplicaron su valor en menos de tres años. Mauricio recibía los catálogos de Sothebys y se los enseñaba para que vieran lo ventajosas que habían sido sus inversiones. Un cuadro de Jacopo Bassano, por ejemplo, igual al que él le había vendido a uno de sus clientes por cinco mil dólares, a los tres años se había vendido en Sothebys por quince mil. Los clientes de Mauricio estaban encantados. Mauricio era escrupulosamente honesto, y sus clientes le tenían confianza. Como varios de ellos tenían posiciones políticas importantes, le consiguieron el permiso de residente.

Gracias a Mauricio Boleslaus, en 1970 Quintín ya había invertido más de un millón de dólares en pinturas y esculturas de los grandes maestros europeos. Compró La Virgen de la granada, de Carlo Crivelli; un San Andrés dramático, crucificado sobre un madero en forma de X, de José Ribera; una Santa Lucía, virgen y mártir, que sostenía los ojos que acababan de sacarle en un platito frente a ella, de Lucca Giordano; y La caída de los ángeles rebeldes, de Filippo d’Angeli. Este cuadro era el que yo encontraba más impresionante de todos. En él una docena de ángeles hermosísimos se precipitaban de cabeza en el infierno.

El negocio de Mauricio tenía otra vertiente menos respetable, sin embargo, que explicaba por qué siempre llevaba guantes de gamuza puestos. Cuando a uno de los clientes a quien él había ayudado a invertir su capital en obras de arte le iba mal en el negocio, Mauricio se vestía con su traje de shantún de seda, se ponía un clavel rojo en el ojal, se calzaba sus guantes de gamuza gris y se presentaba en su casa a darle el pésame.

—He oído decir que su firma está a punto de irse a la quiebra —le decía quedamente a su amigo mientras se bebía una taza de té en la sala—. La vida está difícil en todas partes, pero en Puerto Rico está peor. Uno no sabe ya ni dónde está. Cada vez que la Isla cambia de rumbo, que si hacia la derecha para la estadidad, que si hacia la izquierda para la independencia, a los inversionistas les da un ataque de nervios y los dólares vuelan en bandada al continente. Pero no se preocupe en absoluto, amigo. En lo que a su caso concierne, antes de que los agentes federales que vi apostados frente a su casa entren a incautarle sus bienes, confíemelos a mí, que yo los pondré a buen recaudo.

Y su cliente, que no sabía a quién recurrir para salvarse de aquel naufragio, corría a su caja fuerte, buscaba las joyas de su mujer y se las entregaba. Mauricio, mientras tanto, sacaba de su gabán una chaveta de zapatero y un destornillador, y en menos de media hora quitaba de sus marcos los lienzos que le había vendido a su cliente, los enrollaba en papel de periódico y salía de la casa con ellos ocultos debajo del brazo. Algunas semanas después los vendía en una subasta fuera de la Isla, y le depositaba al cliente el dinero en un banco de las Bermudas.

Un día, Mauricio le hizo saber a Quintín que estaba viviendo dentro de un tesoro artístico y que lo estaba desperdiciando.

—Mi compatriota, Milan Pavel, fue uno de los genios arquitectónicos de este siglo. Usted está viviendo en la casa de la laguna, su obra maestra, y no ha hecho nada por restaurarla. Sólo tendría que hacer un poco de investigación arqueológica para devolverla a su antigua gloria. Los cimientos de la casa de Pavel seguramente están intactos —le dijo Mauricio.

Quintín no necesitaba que lo convencieran. Siempre había sentido una admiración enorme por Milan Pavel, y en su juventud había contemplado escribir un libro sobre él. Ya para aquel entonces en Puerto Rico se sabía que las casas de Pavel eran copias exactas de las de Frank Lloyd Wright, pero a Quintín eso no le importaba. El dato hacía al personaje de Pavel aún más interesante.

Decidió emprender la tarea de restaurar la casa de la laguna inmediatamente. Visitó los archivos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico y encontró la copia del Wasmuth Portfolio que Pavel había donado a la institución poco antes de morir. Allí estaban los planos originales de las casas del genio de Chicago. Una de ellas era exactamente igual a la casa de la laguna, tal y como él la recordaba en su niñez.

Nos mudamos al hotel Alamares, que nos quedaba cerca, y enviamos todos los muebles a un almacén de depósito. Quintín alquiló los servicios de una compañía de demolición, que en una semana arrasó con los arcos góticos, las almenas de granito gris, los techos de tejas rojas y las rejas estilo Verbena de la Paloma. Cuando terminaron, de la españolada de Buenaventura no quedaba ni el recuerdo. Un palacio de cuento de hadas empezó a elevarse poco a poco sobre aquellas ruinas. Quintín trajo varios artesanos de Italia y edificaron otra vez el arco iris de mosaicos que Pavel había creado para Rebeca sobre la puerta de entrada. Las ventanas de cristal de Tiffany, los tragaluces de alabastro y el piso de capá blanco, todo se restauró cuidadosamente a su estado original. En la cocina se eliminó el fogón de carbón de Petra y se instaló una estufa General Electric. El ala de los dormitorios se climatizó por completo con aire acondicionado central y se instalaron tres modernas salas de baño. Cuando la casa estuvo terminada, se retiraron los andamios y los encofrados de madera, y se unió una vez más a la magnífica terraza de mosaicos dorados. Nos mudamos en septiembre de 1964.

La casa era de veras espectacular, pero yo no podía evitar sentirme incómoda. En la Isla, la situación económica estaba cada vez peor. La agricultura seguía por el suelo. Cuando el petróleo que se producía en Venezuela y se refinaba en la Isla alcanzó unos precios astronómicos, cerraron otras refinerías más. La gasolina era el doble de cara que en Estados Unidos y la tasa de desempleo estaba en un veinticinco por ciento. El alto costo de vida desató una serie de huelgas y de marchas estudiantiles; era imposible salir a la calle sin que uno se encontrara con un tropel de gente gritando y arrojando piedras.

A pesar de todo, Gourmet Imports continuaba devengando unos ingresos magníficos. Quintín decidió invertir en el negocio de procesamiento de alimentos. Abrió una fábrica de enlatar tomates, mangos y piñas en la carretera de Arecibo, un pueblo del noroeste de la Isla. Mi vida había mejorado notablemente. Tenía un hijo saludable y una casa bellísima. Una vez terminaba de supervisar las labores de Petra y Eulodia, tenía tiempo para leer y escribir todo lo que se me antojara. Sin embargo, no me sentía feliz. Cuando menos lo esperaba, una duda minúscula empezaba a germinar en mi corazón, como un retoño de alfalfa. La restauración de la casa de la laguna había costado un capital. ¿De dónde había salido todo ese dinero? Era cierto que Quintín trabajaba de sol a sol y que era muy buen comerciante. Pero, después de mi conversación con Petra, no podía estar segura de nada.

Manuel se crió como un niño fuerte y saludable. Había heredado el físico imponente de su bisabuelo Arístides, y a los quince años ya medía dos metros de alto. Tenía muy buen carácter. De bebé, siempre se tomaba el biberón solito, y se quedaba dormido en cuanto yo lo acostaba en la cuna. Siempre fue un niño obediente. A veces, nada más que para disciplinarlo, Quintín le ordenaba que le diera un baño a Fausto y a Mefistófeles, cuando estaba a punto de salir a jugar pelota con sus amigos. Pero Manuel nunca se quejaba. Bajaba la cabeza y obedecía a su padre.

Manuel se parecía a mí sólo en una cosa: los ojos, que tenía negros y brillantes como todos los Monfort. Recuerdo el día después de dar a luz, cuando la enfermera me lo trajo al cuarto en el hospital; pensé que si lloraba, sus lágrimas seguramente serían de tinta. Lo tomé entre mis brazos y me quedé mirándolo fascinada. No podía creer que su cuerpecito fuese tan perfecto; su carne parte de mi carne, su sangre la misma que la mía.

Manuel tenía una gran seguridad en sí mismo. Jamás le dio una pataleta de niño; nunca lo vi llorar ni lo escuché gritar. Era un ser que no se violentaba por nada. Y, sin embargo, una vez que su padre le ordenó que repitiera la tarea de la escuela cuando ya estaba perfecta, Manuel lo paró en seco. Le dio una de sus miradas Monfort, y Quintín no se atrevió a decirle nada más.

Poco después de Manuel cumplir un mes de nacido, Quintín regresó temprano de la oficina y se sentó a mi lado en el sofá verde del estudio. Se veía cansado y tenía unas ojeras profundas.

—Hoy mamá cumple cuatro años de muerta —me dijo, pasándose la mano por los cabellos en un gesto de preocupación—. Hace tiempo que vengo pensando en hacer algo, pero no me había atrevido a decírtelo. No creo que debamos tener más hijos.

—Y ¿por qué? —le pregunté consternada—. Me gustaría tener una familia grande. Los niños se sienten más felices cuando no se crían solos.

Quintín empezó a pasearse taciturno por el cuarto.

—Eso precisamente es lo que quiero evitar, Isabel. Las familias grandes sólo traen problemas. Si tenemos otros hijos, Manuel tendrá que sufrir la envidia y el resentimiento de sus hermanos menores. Si nuestros hijos se pelean, no creo que podría soportarlo.

—¿Y si tuviéramos una hija? Yo nunca tuve hermanas, y me encantaría tener a una niña que me hiciera compañía.

Pero Quintín no quería correrse el riesgo.

—Tú sabes lo mucho que te quiero, Isabel. Eres la persona más importante en mi vida. Pero si sales encinta de nuevo, tendré que pedirte que te hagas un aborto. No estoy dispuesto a pasar otra vez por la misma angustia que sufrí a causa de Ignacio.

Sentí una gran tristeza. De pronto me vi otra vez jugando a las muñecas debajo del árbol de jobos en Trastalleres. Volví a escuchar el grito de mamá, y la vi desmayada en el piso del baño, en medio de un charco de sangre. Juré que yo nunca me haría un aborto.