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El maleficio del lunar

Tres años después del suicidio de Ignacio, Quintín empezó a sentirse terriblemente culpable. Nunca entendí el porqué de aquella reacción tardía de Quintín; quizá fue a causa de la soledad. Mi marido ha sido siempre un lobo estepario. Le gusta ir de pesca de vez en cuando en su Bertram, pero casi siempre va solo, o se lleva a Brambón de copiloto. A veces juega al tenis con algún conocido en el Sports Club de Alamares, pero después no se reúne con él fuera de las canchas. Nunca ha tenido vida social; su familia era todo su mundo.

Los Mendizábal eran una tribu extraña, se odiaban y a la vez se amaban intensamente. Para ellos, el resto del mundo estaba en segundo lugar. Quintín vivió siempre pendiente de su familia: de Rebeca, de Buenaventura, de sus hermanos. Despotricaba contra ellos, se quejaba y los maldecía, pero estaba siempre pensando en ellos. Y cuando de pronto la tribu se esfumó, empezó a echarlos de menos. A veces se pasaba las noches en vela, caminando por la casa en la oscuridad sin encender las luces. Un domingo al salir de la iglesia lo escuché hablando con el sacerdote. Le estaba pidiendo que dijera una misa por el descanso del alma de Ignacio.

Lo único que sacaba a Quintín de su melancolía era su colección de pintura. Dejó de ir a la oficina y se pasaba las horas contemplando La Virgen de la granada, de Carlo Crivelli, que habíamos colgado en la sala sobre el sofá tapizado de damasco azul. Era una pintura hermosa: la Virgen se veía de perfil, con las manos piadosamente dobladas en oración, y estaba rodeada por una guirnalda de frutas y flores.

Margarita Antonsanti llegó a nuestra casa de Río Negro el 15 de mayo de 1965. Nunca olvidaré la fecha. Quintín estaba trabajando en el garaje, colgándole la última lágrima al candelabro de cristal antiguo que acabábamos de comprar para la sala, cuando la Línea Yaucana en la que viajaba Margarita se estacionó debajo del pabellón art nouveau. Quintín se acercó y la saludó cordialmente.

—No sé si Isabel se lo habrá comentado —le dijo después que el chofer le bajara la maleta del auto. Sabía quién era Margarita porque la estábamos esperando—. Usted se parece mucho a una Virgen de Carlo Crivelli que tenemos en nuestra sala.

Margarita estaba de perfil y Quintín sólo le había visto el lado izquierdo de la cara. Pero cuando se dio vuelta y Quintín la vio de frente, le causó una impresión tan grande que dejó caer al suelo la lágrima que tenía en la mano, y ésta se quebró en dos. En el lado derecho de la cara, sobre el arco perfecto de la ceja, Margarita tenía un lunar grande y ovalado, cubierto de pelos.

—Perdone la indiscreción, señorita—le dijo Quintín—. Le ruego que olvide el comentario.

Margarita estaba acostumbrada a la impresión que causaba en los extraños cuando la veían por primera vez. Por eso, no le devolvió el saludo a Quintín y subió las escaleras cabizbaja, cargando ella sola su maleta. En la mano izquierda llevaba un pañuelo atado por la punta, en donde guardaba el dinero que le había dado su padre para el viaje.

Margarita era mi prima segunda y tenía diecinueve años. Tío Eustaquio, su padre, era primo hermano de mamá, y sus padres venían a menudo a visitarnos a Ponce cuando yo era niña. Cuando abuelo Vincenzo vendió la finca de café de Río Negro, tío Nene, mi tataratío, no vendió su parte de la hacienda. Su hijo, Eustaquio, que era viudo, se mudó a vivir allí con sus dos hijas: Lirio y Margarita. Al principio, a tío Eustaquio le fue bien. Tres años antes de llegar Margarita a la casa de la laguna un grupo de científicos norteamericanos del National Astronomy and Ionosphere Center, de Washington D.C., lo fue a visitar. Le dijeron que estaban interesados en comprarle la finca para un proyecto del Gobierno. La topografía del lugar era perfecta para un observatorio ionosférico. Las montañas circundantes formaban una concavidad de varios kilómetros, sobre la cual se podía tender un radar de trescientos metros de diámetro que apuntara hacia las estrellas. Sería el radio observatorio más grande del mundo, y su propósito era descubrir si existía vida inteligente en algún lugar del universo que no fuese el planeta Tierra.

Tío Eustaquio era un campesino trabajador; su hacienda de café devengaba unos ingresos modestos, los suficientes para vivir con dignidad. Pero la idea de tener un radar que le permitiera escuchar las estrellas le pareció fascinante. No quiso vender la finca, pero estuvo dispuesto a alquilársela a los científicos por cinco años. Llegó a un acuerdo con los astrónomos para que le permitieran seguir cultivando su café debajo de la malla del radar. Ésta le proveería una sombra adicional a su cosecha.

Cuando tío Eustaquio vio el observatorio terminado, no podía creer lo que veía. Era como si los astrónomos hubiesen colgado un mosquitero gigante sobre el bosque. Tres torres de acero le daban apoyo auna plataforma triangular de 600 toneladas, que se desplazaba lentamente sobre la malla, recogiendo las señales de las estrellas. El aparato causó sensación entre los campesinos de Rió Negro. Tío Eustaquio se hizo famoso en el vecindario, y sus vecinos lo embromaban preguntándole si ya había aprendido a hablar en marciano. Pero Eustaquio pronto se dio cuenta de que había cometido un error. Bajo la malla del radar, sus arbustos de café empezaron a producir cada vez menos granos. Nadie logró descubrir la causa de aquel fenómeno, pero en poco tiempo tío Eustaquio ya no podía pagarle a sus jornaleros, y tuvo que pedir un préstamo al banco. Al año siguiente no amortizó los intereses y tuvo que sacar un segundo préstamo. Cuando se dio cuenta de que iba a perder la finca viajó hasta San Juan y le rogó a Quintín que le prestáramos el dinero para no tener que pignorarla. Sólo necesitaba lo suficiente para costear los gastos de la cosecha; con los beneficios pagaría los intereses del primer préstamo y le devolvería parte del capital al banco. No podría amortizar los intereses del préstamo, pero podía enviarnos a Margarita, su hija menor, para que trabajara con nosotros sin que tuviéramos que pagarle nada.

—Esta puede ser la oportunidad que estabas buscando para expiar tu culpa por el suicidio de Ignacio —le dije a Quintín luego de escuchar a tío Eustaquio—. Si puedes salvar a un anciano y a su familia de la bancarrota, Dios te perdonará y podrás volver a dormir tranquilo. Una buena obra puede borrar mil pecados.

Quintín le prestó el dinero a tío Eustaquio, y Margarita se vino a trabajar con nosotros. Estaba en su cuarto año de escuela superior, y tuvo que abandonar los estudios, pero era sólo por un tiempo. Regresaría a la escuela en cuanto su padre lograra liberar la finca de su hipoteca. Yo no pensaba dejarla trabajar de gratis; abrí secretamente una cuenta de ahorro a su nombre y empecé a depositarle el sueldo para que un día pudiese ir a la universidad. Si Quintín estaba ayudando a Carmelina, no veía por qué yo no podía hacer lo mismo con Margarita.

Margarita se convirtió en mi hija adoptiva; me encantaba tenerla en casa. Su carita siempre sonreída me traía recuerdos felices de mis excursiones a la playa de Las Cucharas y de pasadías a las montañas de Yauco con mi familia. Pero la verdadera razón por la cual me encantaba que estuviera conmigo era que ahora tenía alguien con quien hablar. Como yo era de Ponce, nunca tuve muchas amistades en San Juan. Para aquel entonces, Quintín y yo andábamos distanciados. Él estaba siempre ocupado con sus negocios y casi nunca nos hablábamos. Era como si habitáramos en riberas opuestas de la laguna; por más que nos gritábamos, no lográbamos oír lo que el otro estaba diciendo. A veces me sentía terriblemente sola.

Margarita cambió todo eso. Me trajo noticias de los primos y las primas que todavía vivían en Rio Negro, así como de mis parientes en Ponce. Hablábamos de libros y de música, y chismeábamos a nuestro gusto. Yo le hablaba de mis expectativas como si ella fuera un adulto. En lugar de invertir todo nuestro dinero en cuadros, me hubiera gustado viajar con Quintín, conocer el mundo. Con la religión por un lado y los negocios por el otro casi no pasábamos tiempo juntos. Margarita me escuchaba decirle todo esto, y trataba de consolarme. Su terrible lunar la hacía más perceptiva de los sufrimientos de los otros: era la persona más compasiva que he conocido. Después de tantos años viviendo rodeada de gentes como los Mendizábal, que sólo pensaban en sí mismos, tener a Margarita a mi lado era como beber un trago de agua.

A Margarita la habían educado muy bien en su casa, a pesar de vivir en las sinsoras. Se notaba que tenía cuna, y pensé que podría ayudar a cuidar a Manuel. Poco después de que llegara a la casa, le sugerí a Quintín que la pusiéramos a dormir en la pequeña alcoba adyacente a la de nuestro hijo, donde estaba la cama de Carmelina. Carmelina podía regresarse a dormir en el sótano por ahora.

Desde el día que Margarita llegó a la casa, Petra empezó a librar contra ella una batalla campal. Estaba brillando la plata en la cocina cuando divisó a Margarita subiendo por las escaleras del pabellón de cristal, con su maleta vieja en la mano.

—Ésa debe de ser la nueva empleada que viene del campo—le dijo a Eulodia—. Con esa cucaracha peluda que tiene en la frente, no augura nada bueno.

Cuando se enteró de que en adelante Margarita se ocuparía de Manuel y se mudaría a la habitación de Carmelina, Petra se indignó. Margarita venía de la montaña, dijo, donde la gente era poco saludable, muy distinta a la gente sana de la costa. Además, a Carmelina le tocaba cuidar a Manuel como ella había cuidado a Quintín y a Ignacio. No me agradeció el hecho de que ahora su nieta podría ir a la escuela todas la mañanas y limpiar la casa sólo en las tardes.

—Margarita no es una empleada —le expliqué a Petra unos días después, cuando ya no soportaba más sus caras largas—. Es mi prima segunda, y ha venido a pasarse una temporada con nosotros. Se ha ofrecido generosamente a enseñarle a Manuel a leer y a escribir, y de paso ayudará a cuidarlo.

Margarita logró apaciguar los ánimos de Petra sin dificultad. Era una muchacha tranquila y sin pretensiones; cuando Petra la corregía, aceptaba el regaño humildemente y le pedía perdón. Era una excelente manejadora de niños. Tenía mucha paciencia con Manuel, nunca le gritaba ni le pegaba. Lavaba y planchaba su ropa, limpiaba su cuarto y mantenía sus juguetes en un orden perfecto. A los dos meses de llegar Margarita, ya Manuel había aprendido a leer.

Muy pronto descubrí que la presencia de Margarita surtía un efecto sedante en todo el mundo. Si Quintín estaba intentando resolver un problema de contabilidad, y Margarita pasaba por casualidad junto a él en el estudio, al punto Quintín lo resolvía. Si Petra estaba cocinando un soufflé y Margarita se asomaba a la cocina, el soufflé le quedaba perfecto; si entraba en la biblioteca cuando yo estaba escribiendo, las oraciones salían volando de mi maquinilla como por arte de magia.

Carmelina tenía diecinueve años, la misma edad que Margarita, pero eran muy diferentes. Margarita era tímida y delgada, tenía la piel pálida y delicada. Carmelina era alegre y entrada en carnes; sus caderas parecían «calderos bailando sobre la estufa», como le oí decir una vez a Quintín en broma. Margarita llevaba el cabello recogido en una trenza gruesa que le caía por la espalda. Carmelina tenía una sereta pasa que le flotaba alegremente alrededor de la cabeza. Margarita se lavaba la cara con agua y jabón todas las mañanas; a Carmelina le encantaban las cremas, los perfumes y los polvos, y se pasaba birlándolos de mi tocador. Margarita vestía unos trajecitos de agodón estampados de flores, y a Carmelina le gustaban las camisetas de colores brillantes y llevaba los mahones embutidos con calzador.

—Tú eres una palomita tierna y yo soy un cisne negro —oí a Carmelina decirle a Margarita un día—. A las dos nos trajeron por equivocación a este estanque de patos, y un día nos iremos de aquí volando juntas.

Carmelina era malcriada y contestona; a menudo, nos faltaba el respeto a Quintín y a mí. Petra nos rogaba que no le hiciéramos caso; su mal genio era el resultado del relámpago que había caído junto a la cuna de su abuela, hacía mucho tiempo. Petra tenía a su biznieta en un pedestal; la admiraba por su espíritu de independencia, por la manera orgullosa con la que se refería a «la manera de ser de los negros» frente a «la manera de ser de los blancos». Cuando la escuchaba decir cosas así, me preguntaba si Carmelina no se estaría acordando de la travesura de Patria y Libertad, cuando la pintaron toda de blanco y por poco se muere envenenada.

Carmelina odiaba lo que ella llamaba «comida de jinchos»: las chuletas, el pollo frito y los espaguetis. Le gustaban el mofongo, el cuajo y el mondongo, que supuestamente venían de África. Le encantaban los cangrejos, y cazarlos era uno de sus pasatiempos favoritos. Construía las trampas ella misma: una caja pequeña de madera con una tapa corrediza enfrente, que se sostenía abierta con un alambre. El alambre se introducía en la caja por un hueco en la parte de atrás, al que se ensartaba un pedazo de jamón bañado en miel. Carmelina sabía que a los cangrejos les encantaba la miel y que eran carnívoros: algo poco común en los crustáceos. Los espiaba acercarse lentamente a la trampa, agarrar la lonja de jamón con una palanca, y, entonces, la tapa caía de golpe, cogiéndolos presos.

Carmelina y Margarita se hicieron muy buenas amigas, a pesar de ser tan distintas. Carmelina estaba acostumbrada a ver gentes con deformaciones físicas. Visitaba a menudo con sus abuelos el arrabal de Las Minas, donde vivían muchos veteranos mancos y cojos de la guerra de Vietnam. Por eso, a Carmelina, el lunar espeluznante de Margarita no le parecía nada extraordinario. Los domingos las muchachas salían juntas al parque de diversiones, o se subían a la lancha de Cataño, que cruzaba la bahía de San Juan cada media hora. Por diez centavos, se balanceaban alegremente sobre las olas, contemplando desde cubierta la ciudad tachonada de luces en la distancia, y soñaban con el día en que zarparían definitivamente de la Isla. Margarita le contaba entonces a Carmelina sobre la finca de café donde había nacido, y Carmelina le relató cómo un marino negro había violado a su madre, y cómo Alwilda la había pescado del fondo del fangal, donde por poco se había ahogado. A ella no le iba a pasar lo mismo que a Alwilda, sin embargo. No pensaba casarse ni tener hijos. Cuando se graduara en la escuela superior, se mudaría a Nueva York, en donde trabajaría de modelo en una de esas revistas prestigiosas para negros solamente, como Ebony o Jet, que le gustaba hojear en Woolworths.

Margarita la escuchaba embelesada y estaba de acuerdo con ella en todo. Ella tampoco pensaba casarse. ¿Quién querría una novia con un lunar peludo en la frente? Antes de venir a la casa de la laguna, su padre le había dicho que mejor se iba acostumbrando a la idea de quedarse soltera, porque alguien tenía que cuidarlo a él. Pero Margarita no estaba segura de si ella quería hacerlo. No le daría ningún miedo mudarse a Nueva York, si Carmelina la acompañaba. Podrían compartir el mismo piso y vivir sus propias vidas.

Una noche, cuando estábamos ya en la cama a punto de apagar la luz, Quintín se volvió hacia mí y me dijo:

—Margarita está cuidando muy bien a Manuel, pero lo bueno debe ir siempre acompañado de lo bello. No creo que sea sabio que el niño siga mirando todos los días ese lunar repugnante que Margarita tiene en la frente. ¿No crees que debía operarse? Por supuesto, es tu parienta. A ti te toca decidir lo que se debe hacer.

El razonamiento de Quintín me pareció absurdo, pero más tarde pensé que la operación no era tan mala idea. Me preocupaba el futuro de Margarita. Sus sueños de irse a vivir a Nueva York, que me había confiado durante uno de nuestros těte-à-těte, me parecieron no sólo imprácticos, sino peligrosos. Margarita había llevado una vida muy resguardada; no tendría la menor idea de cómo bandeárselas en la jungla de Nueva York. Carmelina era muy viva, tenía instinto callejero y sabría defenderse con uñas y dientes. Pero Margarita no estaba acostumbrada a ese tipo de vida. Sería mucho más feliz si se casaba y formaba un hogar.

Mientras más lo pensaba, más me convencía de que era recomendable encontrarle un marido a Margarita. Y sin aquel muñón negro en la frente, sería mucho más fácil lograrlo. Unas semanas más tarde, le mencioné a Margarita lo de la operación. Al principio, se negó rotundamente a considerarlo.

—El lunar siempre me ha traído buena suerte — me dijo—. Nunca pienso en él, y si alguien quiere ser mi amigo de veras, no le molesta para nada.

—¿Y qué harás cuando llegues a Nueva York? Carmelina podrá conseguir trabajo como camarera o criada, pero a ti no te van a dar trabajo en ningún sitio por culpa del lunar. A la gente le da miedo verlo.

Margarita se quedó callada y vi que tenía los ojos húmedos.

—Por otro lado, si te operas, se te hará mucho más fácil encontrar novio —seguí diciéndole—. Te presentaremos a los hijos de nuestros amigos; en San Juan, hay muchos jóvenes solteros de tu edad que estarían encantados de conocerte. Es sólo cuestión de tener paciencia; un buen día aparecerá tu media naranja.

Margarita se quedó pensativa.

—Mamá pensaba igual que tú —dijo—. Creía que si me quitaba el lunar tendría más oportunidad de encontrar un compañero. Pero nunca tuvimos suficiente dinero para la operación. —Entonces me preguntó en un susurro—: ¿De veras crees que sea posible? ¿Que pueda encontrar a alguien que me quiera?

No le contesté nada; sólo la estreché entre mis brazos.

Cuando Petra se enteró de que a Margarita le iban a operar el lunar, se puso las manos en la cabeza. Seguía siendo curandera, y la salud de Margarita le preocupaba. Se encerró en su cuarto y se arrodilló frente a la imagen de Elegguá.

Olorún, kakó bei kébe! Santo de todos los santos — rezó—. Ten compasión de esa pobre niña. El lunar que tiene en la frente la protege del mal de ojo y el día que se lo saquen, le pasará lo mismo que al hombre que mató al dragón y luego se bañó en su sangre. Una hoja de mango se le pegó a la espalda y por allí mismo le entró la lanza del enemigo.

Cuando oí aquello me preocupé, pero los preparativos para la operación ya estaban listos. Quintín y yo llevamos a Margarita al hospital; entró en la sala de operaciones y le pusieron anestesia general. No bien los cirujanos le quitaron el lunar, le empezaron unas convulsiones, y a las tres horas, misteriosamente, había fallecido. El informe oficial del cirujano fue que Margarita había muerto de bilharzia, un parásito común en los ríos de la Isla, que entra por las plantas de los pies y que desintegra el hígado. Por alguna razón, al extirparle el lunar, a Margarita se le había acelerado el proceso. Pero en la casa nadie le creyó al cirujano.

Tío Eustaquio viajó a San Juan e insistió en llevarse el cuerpo de Margarita con él hasta Río Negro. Quintín y yo pagamos todos los gastos del entierro. Me sentí destruida. Tío Eustaquio me había confiado su querendona, y yo no había logrado evitar su muerte.