Quintín me echó la culpa por la muerte de Margarita, a pesar de que fue él quien me sugirió la idea de la operación. Si yo no le hubiese pedido que ayudara a tío Eustaquio, me dijo, Margarita no se habría mudado a la casa con nosotros, y hoy no estaría muerta.
Todos la lloramos. Manuel se pasaba preguntando por ella en las noches. Petra y Eulodia la mencionaban a cada rato, recordando lo mucho que las ayudaba en los quehaceres de la casa. Carmelina, sin embargo, no hablaba nunca de ella. No la vi derramar una sola lágrima. Murmuraba todo el tiempo en voz baja, reprochándole a Margarita haberse marchado sola. Yo me sentía devastada por aquella pérdida y por el caos emocional que me rodeaba.
La muerte de Margarita tuvo unas consecuencias mucho más trágicas de lo que nadie se hubiese imaginado. Cuando regresé de Río Negro, mi marido había aceptado invitaciones a fiestas y a reuniones sociales a las que yo no tenía la menor gana de asistir.
—¡Estoy cansado de tanto gimoteo y de tanta lágrima! —me dijo, con la misma falta de tacto que Buenaventura demostraba a veces—. No quiero más caras fúnebres en esta casa por culpa de Margarita Antonsanti.
Un mes después del entierro de Margarita, Quintín quiso ir de pasadía a la playa de Lucumí, y le ordenó a Petra que se ocupara de los preparativos. Petra tenía setenta y seis años; ya casi no trabajaba. Pero cuando Quintín le pedía que hiciera algo, se tiraba de pecho a hacerlo.
Quintín mandó a buscar a Gourmet Imports una caja de los mejores vinos y comestibles. Petra hizo un caldero de arroz con gandules, adobó un cerdito lechal, lo envolvió en hojas de plátano y amarró una docena de cangrejos a una pértiga que Brambón llevaría sobre los hombros durante el viaje en barco hasta la playa: seis cangrejos colgados a cada lado, para mantener el equilibrio. Al llegar, se hervirían al aire libre, en un latón de manteca lleno de agua. Los cangrejos eran uno de los platos preferidos de Quintín. Les había cogido el gusto de niño, cuando Rebeca lo exilió a los sótanos, y hacía tiempo que no los comía. La sugerencia de Petra de llevar cangrejos al pasadía le pareció muy atinada.
A las ocho de la mañana, salimos en dirección de Lucumí en la Bertram de Quintín, que siempre estaba anclada en los sótanos. Eramos siete entre todos: Petra, Brambón, Eulodia, Carmelina, Manuel, Quintín y yo. Navegamos por el canal principal, que era por donde la Bertram podía atravesar los mangles sin dificultad, y salimos a la laguna de Marismas. Aguantamos la respiración para evitar el mal olor mientras la atravesamos lo más rápidamente posible, y por fin salimos a mar abierto. Enfilamos hacia la playa y desembarcamos. Manuel y yo nos sentamos debajo de una sombrilla, casi desmayados por el calor. Me sentí rara al estar de nuevo en aquel sitio después de tantos años. La última vez que había estado allí, había descubierto la escuela elemental Mendizábal, llena de niñitos negros con los ojos azules.
El lugar estaba tan hermoso como siempre: la misma luz tierna se filtraba por entre las ramas de los mangles, las mismas olas, como de cuarzo líquido, lamiendo la arena blanca. Al poco rato, aparecieron las negras, arrastrando los pies por entre los matojos y con la cabeza envuelta en turbantes de colores. Empezaron a ayudar a Petra y a Eulodia a preparar la comida. Pero noté algo extraño: cada vez que cruzaban frente a Petra, hacían un pasito de baile, casi como una reverencia.
Las mujeres lo organizaron todo. Pusieron una botella de vino en un balde de hielo, desplegaron varios manteles sobre la arena y sacaron la comida de los canastos. Llenaron un latón con agua, hicieron una fogata con yaguas y hojas de palma, pusieron encima el latón, y fueron dejando caer los cangrejos uno a uno dentro del agua hirviendo. Yo las observaba desde donde estaba sentada, sin ánimo para moverme. Estaba tan deprimida que no podía ni mirar la comida. Pero Quintín estaba de buen humor. Empezó a embromar con Petra y con Eulodia, y pidió a las mujeres de Lucumí que le contaran cómo era Buenaventura de joven. Cuando por fin sirvieron el almuerzo, Quintín se comió media docena de cangrejos él solo y se bebió una botella de vino. Estaba feliz. Era como si el sabor a fango primigenio de los jueyes y la helada exquisitez del Riesling le hubiesen hecho olvidar el duelo de campanas tristes que los demás seguíamos arrastrando por todas partes.
Me tendí debajo de una palma con Manuel a mi lado y me dispuse a dormir la siesta. Quintín se puso el traje de baño detrás de unos arbustos y se fue a caminar por la playa. Petra, Brambón y Eulodia se internaron por la maleza, y me imaginé que iban a visitar a sus amistades en la aldea cercana. Carmelina se quedó asoleándose en la playa. Tenía puesto un traje de baño de dos piezas que se había cosido ella misma con tela de saco. Tenía un cuerpo espectacular, parecía tallado en caoba pulida. Vi por qué Quintín se pasaba comparándola con la escultura nubia —una diosa de la fertilidad— que teníamos en la sala.
Carmelina seguía deprimida. No había pronunciado una sola palabra durante el almuerzo. Me daba pena verla tan descorazonada, y me imaginé que estaba pensando en Margarita. Después de un rato, se levantó y se metió al agua; pronto, desapareció entre los mangles. Cerré los ojos, y me quedé dormida. Cuando desperté, vi a Carmelina saliendo del agua. Se veía igual que siempre, no parecía nerviosa ni alterada. No fue hasta mucho después que me enteré de que Quintín la había seguido, nadando dentro de los mangles.
Volvimos a subirnos a la Bertram, e hicimos el viaje de regreso. Esa misma noche, Carmelina desapareció de la casa. Esperó a que todo el mundo estuviera dormido y se escapó en el bote de remos de los sirvientes, que estaba atracado en el sótano. Se llevó toda su ropa, así como nuestro jarro de agua Gorham, de plata sólida. No le dijo nada a nadie ni dejó un solo mensaje. Cuando Petra descubrió que Carmelina había desaparecido, dio un grito terrible y cayó al piso de rodillas. Fue como si una montaña se derrumbara.