Una semana después, Manuel y Willie, con Perla y Coral abrazándolos por la espalda, corrían ronroneando en sus Vespas por la carretera de Lares, en donde se celebraba otro mitin independentista.
—¿Sabes lo que quería decir «lar» antiguamente? —le preguntó Coral a Manuel por sobre el rugido infernal de la moto—. Era la piedra del hogar de los romanos, sobre la cual mantenían encendido el fuego con el que preparaban sus alimentos. Mientras los dioses de Lares sigan vivos, siempre habrá esperanza para nuestra isla.
En Lares escucharon discursos y entonaron cantos patrióticos. Alguien le regaló a Manuel una bandera puertorriqueña —una estrella solitaria en campo azul, rodeada de franjas rojas y blancas— y Manuel la agitó sobre su cabeza para complacer a Coral. Cuando regresó a la casa, la fijó con tachuelas en la pared detrás de su cama, porque le hacía pensar en ella.
Cuando Quintín fue a darle las buenas noches a Manuel, vio la bandera clavada en la pared del cuarto.
—¿Y qué hace eso ahí? —preguntó alzando las cejas—. ¿Se trata de un truco para Halloween?
Estábamos a 30 de octubre; la fiesta de Halloween se celebraba la noche siguiente.
—Me la regaló una amiga, papá —le contestó Manuel en un tono despreocupado—. Después de todo, es nuestra bandera. Aunque un día seamos un estado norteamericano.
—No me gustan las amistades con las que andas últimamente, Manuel —le advirtió Quintín—. Recuerda que los Mendizábal tenemos mucho dinero, y la Isla está llena de gente que quiere aprovecharse de nosotros. Deja la bandera ahí por ahora; pero te agradeceré que la quites mañana.
A la noche siguiente, sin embargo, cuando Quintín volvió a asomarse al cuarto de Manuel, la bandera estaba en el mismo lugar, clavada firmemente en la pared. Esta vez Quintín fue un poco más severo, pero logró disimular su irritación.
—El nacionalismo ha sido siempre una maldición en nuestra familia —le dijo pacientemente a Manuel—. Fue por culpa del tiroteo de los nacionalistas en Ponce que tu abuelo Arístides se enfermó y desapareció de la Isla. Tu tío Ignacio se obsesionó con los licores, porque halagaba su orgullo decir que estaban manufacturados en Puerto Rico, y acabó arruinando a Mendizábal y Compañía. Uno nunca se puede fiar de los independentistas. Por eso, cuando entrevistamos candidatos para trabajar en Gourmet Imports, lo primero que hacemos es preguntarles cuáles son sus convicciones políticas. Si nos dicen que son independentistas, no les damos trabajo. Yo creo que es hora de que quites esa bandera de ahí.
Manuel no tenía ideales políticos de ninguna clase. A pesar de la insistencia de Coral, no le había dado al asunto mucho pensamiento. Pero era testarudo y no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. A la mañana siguiente, cuando Quintín abrió la puerta del dormitorio de su hijo de paso para el comedor, vio que la bandera estaba todavía clavada a la pared. Quintín no le dijo nada a Manuel. Pero cuando el muchacho llegó a Gourmet Imports se enteró de que su padre había ordenado que sacaran su escritorio de la oficina y que lo pusieran al fondo del almacén, cerca de la planta de licores. Ya no era contable. Ahora estaría a cargo de examinar las botellas antes de llenarlas de ron, para asegurarse de que no tuvieran imperfecciones en el cristal o de que no hubiese alguna cucaracha alojada en el fondo. Tendría que manejar un camión hasta el vertedero de la ciudad varias veces al día y tirar allí la basura que se acumulaba detrás de los almacenes cuando se abrían las cajas en las que venían embalados los productos de Europa. Manuel no se inmutó.
—Entiendo perfectamente que quieras asegurarte de que soy una persona de fiar antes de entregarme los libros de contabilidad de Gourmet Imports, papá —le dijo a Quintín tranquilamente.
—No te preocupes por eso.
Unas semanas después, Manuel y Willie invitaron a Perla y a Coral a pasar el día en la playa de Lucumí. Quintín les había regalado un Boston Whaler ese verano, y podían llevar consigo la merienda y sus cañas de pescar. Pero ese día Perla amaneció resfriada, así que Coral fue sola, acompañando a Willie y a Manuel. Hacía un día precioso y la playa estaba desierta. Se sentaron en la arena y comieron sandwiches de salami con vino blanco. Willie se bebió una copa de más y se quedó profundamente dormido debajo de una palma. Coral y Manuel se zambulleron en el agua juntos. Flotaron un rato bajo la sombra de los mangles, y poco a poco empezaron a sentirse tan bien, tan relajados, que era como si estuviesen en otro mundo, donde ni el calor ni la gravedad podían afectarlos. De pronto, sin ponerse previamente de acuerdo, empezaron a quitarse los trajes de baño hasta quedarse completamente desnudos debajo del agua. Había una ligera resaca y el agua empezó a acariciarles las ingles, las nalgas y los sobacos con su lengua fresca. Suavemente, se fueron acercando el uno al otro. Manuel, que flotaba de espaldas, con los brazos y las piernas abiertas, de pronto se volvió todo proa, todo verga erguida y compacta en dirección al sexo de Coral. Coral sintió que se transformaba en un arrecife de fuego; su cuerpo era la ensenada en donde atracaría la proa de Manuel.
—Así debe ser la muerte, mi amor —le susurró Coral cuando se encontraron.
—Te equivocas —le contestó Manuel—. Así será nuestra vida juntos.
A la mañana siguiente, Manuel le informó a Quintín que tenía que decirle algo importante, pero Quintín le sugirió que esperara hasta esa noche. Después de cenar, tendrían más tiempo para hablar en privado. Yo venía notando raro a Manuel. Me había enterado del problema que había tenido con su padre por culpa de la bandera que tenía clavada en su cuarto, pero en lugar de parecer abatido por la situación, andaba con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando intenté abordarlo sobre el asunto, me dio un abrazo y me aseguró que yo era una madre maravillosa, pero no me dijo más nada.
Esa noche, Manuel bajó al comedor con chaquetón y corbata, en lugar de su habitual indumentaria de camiseta y mahones. Se había peinado cuidadosamente y llevaba en el anular el anillo de los Mendizábal. Sospeché que tenía planeado algo. Willie también entró en el comedor, vestido con su mono de trabajo y una camisa a cuadros. Tenía olor a aguarrás, porque había estado pintando hasta el último momento. Quintín llevaba puesto uno de sus trajes elegantes de Ralph Lauren, y yo, un camisero sencillo de Fernando Pena. Nos sentamos alrededor de la mesa estilo Majorell, la de pata de lirio que habíamos comprado en nuestro viaje a Barcelona el año anterior. El botón del timbre para llamar a los sirvientes estaba escondido debajo de la alfombra Kilim, y lo apreté disimuladamente con la punta de mi zapato. Al punto apareció Victoria, con los platos de sopa humeando sobre la bandeja.
Durante la cena, Quintín se esforzó por ser cariñoso con Manuel.
—Eres un testarudo como tu madre —le dijo, alargando hacia él la mano y despeinándolo en broma—. Sólo estoy esperando a que me obedezcas para devolverte tu trabajo. ¿Ya la quitaste?
Manuel se alisó el pelo y se sentó más derecho en su silla.
—No, papá, todavía no la he quitado. Pero no tienes por qué preocuparte. Yo no soy independentista. Necesito hablar contigo de algo mucho más importante.
Terminada la cena, entraron juntos al estudio y cerraron la puerta. Quintín había decidido no hacerle caso a la pequeña insurrección de su hijo. Gourmet Imports sería suyo algún día, así como las valiosas líneas comerciales de Buenaventura. Lo había estado poniendo a prueba con el asunto de la bandera y le había complacido la reacción de Manuel. Había demostrado temple al defender sus derechos. Al día siguiente pensaba ordenarle a sus empleados que colocaran otra vez el escritorio de su hijo en la oficina junto a la suya y devolverle su puesto de contable. Pero lo que le dijo Manuel lo tomó por sorpresa completamente.
—Estoy enamorado de Coral Ustáriz, papá, y ella también me quiere —dijo Manuel—. Nos gustaría casarnos cuanto antes, pero vamos a necesitar tu apoyo. Como no tenemos dinero, queríamos pedirte un préstamo en lo que ahorro lo suficiente para comprarnos un piso. Aunque los dos tenemos más de veintiún años y podemos irnos a vivir juntos, no queríamos hacerlo sin informárselo primero a mamá y a ti.
Habló en un tono tranquilo; ni se le había pasado por la mente que su padre pudiera oponerse.
Quintín estaba sentado en su butaca frente al escritorio. Había un lápiz sobre el tope de cuero del mueble, y Quintín sacó su cortaplumas del bolsillo y se concentró en sacarle punta. El estudio estaba tan callado que se podía oír caer las esquirlas de madera amarilla sobre la superficie bruñida del cuero.
—¿Conoces a la madre de Coral Ustáriz? —le preguntó a Manuel con parsimonia.
—Es una señora que se llama Esmeralda Márquez, y creo que es de Ponce. Mamá dice que es su mejor amiga — le contestó Manuel. Y añadió inocentemente— : Una vez la visitamos en el Viejo San Juan, cuando Willie y yo éramos niños. Conocemos a Coral y a Perla desde hace tiempo.
Quintín levantó la vista, sorprendido.
—¿Isabel te llevó a casa de Esmeralda Márquez?
—Por supuesto que me llevó — le contestó Manuel—. ¿Por qué no había de llevarme?
—Te mostraré por qué — dijo Quintín. Y se punzó deliberadamente la punta del dedo índice con el cortaplumas, de manera que una gota de sangre brotó a la superficie—. ¿Ves esta sangre, Manuel? No tiene ni pizca de herencia árabe, judía o negra. Miles han muerto para que permanezca así, pura como las nieves de Guadarrama. Le hicimos la guerra a los moros y en 1492 los expulsamos de España, junto con los judíos. Cuando tu abuelo llegó a esta isla, existían en las parroquias unos libros en los que se llevaba la cuenta de los matrimonios blancos. Muchos todavía están allí; los párrocos los guardan celosamente, aunque no todo el mundo lo sabe. Te aseguro que el matrimonio de Esmeralda Márquez y Ernesto Ustáriz no aparece inscrito en ninguno de ellos, porque Esmeralda es mulata. Por eso no puedes casarte con Coral Ustáriz.
Yo estaba escuchando la conversación al otro lado de la puerta, al borde del pánico. Se hizo un silencio sepulcral. Golpeé tímidamente, pero nadie me respondió. Empuñé el picaporte y encontré la puerta abierta; la abrí lentamente. Quintín y Manuel estaban de pie junto al escritorio. Por unos momentos pensé que se habían reconciliado y que se estaban abrazando, pero pronto me di cuenta de que estaban tratando con todas sus fuerzas de derribarse. Aquello duró sólo unos segundos. Antes de que pudiera intentar separarlos, Quintín le dio un empujón a Manuel.
—¡Sal de esta casa ahora mismo si no quieres que te mate! —le rugió a su hijo—. Eres un malagradecido.
Manuel salió del estudio, se encerró en su cuarto a empaquetar sus cosas y se marchó de la casa. La ira de Quintín no era nada comparada con el agrio olor a adrenalina de león que Manuel dejó por todas partes.