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La locura de Quintín

Intenté, por todos los medios a mi alcance, devolverle la cordura a Quintín.

—Eres un abusador y un troglodita —le dije mientras nos desvestíamos para meternos en la cama—. Crees que Manuel es como tú, que haría cualquier cosa por heredar a Gourmet Imports. Pero a él no le importa el dinero tanto como a ti. Y además, es orgulloso. La hija de Esmeralda es una profesional y una muchacha muy simpática. Tienes que pedirle disculpas a Manuel y dejarlo que se case con Coral.

Pero Quintín rehusó escucharme.

—Buenaventura y Rebeca nunca me lo perdonarían —masculló—. Antes de tener un nieto mulato y quedar emparentado con Esmeralda Márquez, tendrán que matarme.

—¿Y Willie? —le dije iracunda—. ¿Dónde lo dejas a él? Tú eres de los que tira la piedra y esconde la mano.

Las paredes de la casa de la laguna tenían oídos, y esa noche ya todo el mundo sabía que Quintín y Manuel habían estado a punto de irse a los puños. Eulodia me dijo que Petra estaba muy angustiada y se había pasado toda la tarde rezándole a Elegguá en su cuarto. Esa noche me envió recado con Victoria de que quería verme. Petra tenía noventa y tres años, y casi nunca subía a la casa. La artritis se le había recrudecido y subía las escaleras con mucha dificultad. Respiraba acezando cuando entró a mi cuarto.

—Manuel bajó al sótano a verme antes de irse —me dijo Petra—. Me contó que su padre lo botó de la casa y que no tenía dónde quedarse. No tenía dinero así que le dije que se fuera con Alwilda a Las Minas. Su casa es bastante cómoda; recibe un cheque mensual del Gobierno Federal por estar incapacitada. Le aconsejé que no le hiciera caso a Quintín y que mañana por la mañana se presentara al trabajo como si nada hubiera sucedido. «Ya se le pasará la rabieta», le dije para calmarlo. «Tu padre está disgustado, porque cree que eres demasiado joven para casarte. Pero es un hombre bueno.» Manuel prometió seguir mi consejo.

Al día siguiente fui a visitar a Esmeralda al Viejo San Juan, porque quería hablar con ella de lo sucedido. Ella ya estaba al tanto de los pormenores. Manuel se había comunicado con Coral y le había contado todo. Alwilda se había ido a vivir a otra parte y le había dejado su casa a Manuel. Pero Esmeralda andaba muy angustiada, porque Coral se había mudado a Las Minas también.

—Ni siquiera nos pidió permiso —me dijo Esmeralda—. Sencillamente empaquetó sus cosas y nos informó que se iba a vivir con Manuel. Nos alegramos mucho; creemos que Manuel es un gran muchacho, y esperamos que se casen pronto. Pero nos preocupa que a Coral le pase algo en el arrabal. Estará yendo y viniendo del trabajo, y se quedará sola en la casa cuando Manuel no esté.

Le expliqué a Esmeralda que la mitad de los habitantes de Las Minas eran parientes de Petra, y que tanto Coral como Manuel estarían perfectamente seguros allí.

—Petra es como la soberana del arrabal —le dije—. Una vez sepan que Manuel y Coral son sus protegidos, harán todo lo posible por ayudarlos.

Intenté ponerme en comunicación con Manuel, pero se me hizo difícil. A la casa de Alwilda sólo se podía llegar en bote, y no me atrevía a cruzar la laguna de Marismas yo sola. No quería llamar a Manuel al almacén, porque Quintín me había prevenido que no intentara arreglar las cosas por mi cuenta. Era a Manuel al que le tocaba venir donde nosotros a disculparse.

Durante las próximas semanas, le pedí a Quintín varias veces que diera el primer paso y se reconciliara con Manuel, pero todo fue en vano. Era evidente que se sentía desgraciado. Se había puesto más pesado; no era que estuviese gordo, más bien era como si la carne se le hubiese petrificado sobre los huesos. Por las noches, cuando se acostaba a dormir en la cama, me hacía pensar en un guerrero medieval, tendido sobre su tumba con la armadura puesta. Cuando se encontraba a Manuel en el almacén, no le dirigía la palabra. Le canceló el seguro médico y le pagaba tres dólares la hora — el salario mínimo— a pesar de que Manuel trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde. Pero Manuel nunca se quejaba. Era muy puntual y no faltaba un día al trabajo.

Un domingo por la mañana, Manuel vino a la casa en uno de los camiones de Gourmet Imports. Me dijo que venía a recoger el resto de sus cosas: la ropa, la pelota de baloncesto, la cámara, la caña de pescar, hasta su Vespa azul, que logró subir al camión con bastante dificultad. Ver aquello me rompió el corazón. Fui a donde Quintín y le rogué que hiciera las paces y le pidiera a Manuel que se quedara, pero Quintín siguió leyendo el periódico con cara de piedra.

—Dile que en cuanto termine, devuelva el camión a los almacenes de Gourmet Imports. Mañana lo necesitarán para repartir la mercancía —dijo.

Willie estaba ayudando a su hermano a mudar sus cosas y no comentó nada. Yo los observé de lejos por un rato porque no quería entrometerme. Por fin, me fui a la terraza y me senté a leer, segura de que Manuel vendría a donde mí a despedirse antes de irse. Pero no lo hizo. Bajó a los sótanos, se despidió de Petra y escuché el motor del camión que se alejaba. Fue como si alguien se me hubiese muerto.

Willie no podía entender por qué su padre estaba siendo tan obstinado con Manuel, pero no quería juzgarlo. Quintín siempre había sido un buen padre con sus dos hijos. Le contaba a Willie sobre los conquistadores españoles y le decía lo orgulloso que debía sentirse de formar parte de su tradición heroica. Cuando Willie le respondía que él no tenía sangre de los conquistadores, Quintín le aseguraba que eso no importaba, porque de todas maneras formaba parte de la familia.

Quintín le explicó que sus desavenencias con Manuel se debían a su atolondrada decisión de casarse antes de tiempo, para colmo con alguien que conocía muy poco. Cuando uno tomaba un paso como aquél, debía estar completamente seguro de lo que hacía. Buenaventura no le había dado permiso para casarse con su madre hasta que ya había trabajado en Mendizábal durante todo un año, y él ya tenía su propio ingreso. Willie debía recordarle esto a Manuel la próxima vez que lo viera. El miró a su padre con tristeza; sabía que estaba mintiendo. Manuel le había dicho la verdadera razón por la cual Quintín se oponía a su matrimonio con Coral. Pero se hizo el desentendido para no contrariarlo.

Las relaciones entre Willie y su padre fueron afables siempre. Willie tenía sólo dieciséis años, pero era una de esas personas que nacen viejas. Cuando salía de paseo con Perla, se besaban y se acariciaban, pero nunca fueron más allá de eso. Iban juntos al cine y se cogían de manos en la oscuridad. Soñaban con casarse algún día, pero querían una boda tradicional.

Willie estaba preocupado por Manuel y se devanaba los sesos pensando en cómo ayudarlo. Cuando su hermano se mudó al arrabal, insistió en que quería irse a vivir con él. Se sentía incómodo viviendo en una casa tan lujosa como la nuestra, me dijo, cuando su hermano estaba pasando necesidad. Al principio, empezó a visitar a Manuel con alguna frecuencia, quizá esperando que su hermano lo invitara a quedarse con él algunos días. Le trajo comida, ropa, su tocacintas de batería marca Sony, y hasta el televisor portátil que habían compartido en casa. Pero Manuel no parecía alegrarse de las visitas frecuentes de su hermano. Era como si quisiese espantarlo, alejarlo de su lado como un mosquito enojoso.

Un día, Willie llegó a la casita de Alwilda en el Boston Whaler alrededor de las diez de la noche, cuando estaba seguro de que su hermano estaría allí. Podía escuchar su respiración a través de las tablas de las paredes, curtidas por el agua y el tiempo, y lo llamó en voz baja varias veces, pero Manuel no le contestó. En Las Minas no había electricidad, y a esa hora el arrabal estaba como boca de lobo. Había muchos insectos, y Manuel cerraba herméticamente las ventanas y las puertas para que no entraran a la casa. Willie amarró el bote con una soga a uno de los pilotes, se subió al balcón y tocó repetidamente en la puerta. Nadie contestó, pero él seguía escuchando una respiración extraña que lo preocupó. ¿Sería que Manuel estaba enfermo? ¿Le habría pasado algo? Empezó a llamar a su hermano en voz baja, rogándole que le abriera la puerta para asegurarse de que estaba bien, pero la puerta permaneció cerrada.

A la noche siguiente, Willie regresó y volvió a subirse al balcón. Susurró el nombre de Manuel varias veces y escuchó los mismos jadeos de la noche anterior. Estaba ya a punto de la desesperación cuando Manuel se cansó de la candidez de su hermano. Encendió, de pronto, la linterna de baterías que tenía sobre el piso y, a través de una rendija de la pared, Willie vio el remolino de brazos, piernas y caderas que se trenzaban apasionadamente unos a otros, y la melena roja de Coral envolviéndolo a Manuel en su manto de fuego. Y ésa fue la última vez que fue a casa de Alwilda a visitar a su hermano, me dijo Willie riendo. Ahora ya sabía por qué Manuel no tenía tiempo para reunirse con él.

A mí, la historia de Willie no me dio ninguna gracia. Cuando la escuché, empecé a sospechar que Coral también había sido la causa de que Manuel se alejara de mí. Pensé que lo mejor era reunirme con Coral, y le pedí a Esmeralda que nos pusiera en contacto.

—Trataré de hacerlo, Isabel —me contestó inquieta—. Pero hace días que no sabemos de ella. Dejó su empleo en The Clarion y está trabajando con el Partido Independentista a tiempo completo. Casi nunca viene a visitarnos.

Pero unos días más tarde, Coral se presentó en casa de sorpresa. Llevaba puestos unos mahones que se le adherían a las caderas como una segunda piel, y era evidente que no llevaba sostén. Sus pechos flotaban debajo de su blusa semitransparente como dos lunas de alabastro, y de pronto me acordé de lo mucho que a Estefanía y a mí nos gustaba escandalizar a la gente de Ponce cuando éramos jóvenes, vistiéndonos con ropa estrafalaria. Pero Coral era distinta. Tenía una belleza fría, parecía tallada en mármol. No era ninguna Eva tentadora y juguetona como Estefanía.

Yo estaba en el estudio cuando Virginia tocó a la puerta e hizo pasar a Coral. Le hice lugar para que se sentara a mi lado en el sofá verde, pero Coral prefirió sentarse en una de las butacas de cuero estilo Chesterfield. Coral me caía bien. La encontraba mucho más interesante que Perla, que me parecía un haba sin sal. Coral siempre tenía algo polémico que decir, y estaba clara en cuanto a lo que quería en la vida. Se parecía un poco a mí cuando yo tenía su edad. Yo era igual de intensa; sentía la misma ansiedad por apurar la copa de la vida hasta las heces.

Sacó un cigarrillo del bolso, lo encendió y le dio varias chupadas sin siquiera darme las buenas tardes.

—Me dijo Willie que Manuel y tú piensan casarse, y me alegró mucho la noticia —le dije—. No se preocupen por lo que diga Quintín, es un pesado y vive en otra época. El tiempo todo lo arregla. ¿No les gustaría ir juntos a buscar un piso donde instalarse cómodamente? Las Minas no es un lugar adecuado para vivir.

Coral dijo que lo pensaría, y no insistí. Se levantó de la silla y caminó hasta la mesa donde estaban las fotografías de la familia en marcos de plata: Buenaventura, recién llegado de España, con su sombrero cordobés inclinado en un ángulo picaresco que le sombreaba la cara; Rebeca, vestida de Reina de las Antillas con su corona de perlas; Arístides Arrigoitia, vestido con su uniforme de gala, en una recepción en los jardines de La Fortaleza junto al gobernador Winship; Willie y Manuel cuando eran niños, de pie en la entrada de St. Albans, y Manuel rodeándole a Willie los hombros con el brazo cariñosamente. Coral levantó esta última foto de la mesa y la examinó más de cerca.

Era mi foto preferida, y cuando la vi en manos de Coral, no pude evitar decirle:

—Es triste, ¿no es cierto? Por primera vez en la vida, Willie y Manuel han dejado de hablarse. No sabemos nada de Manuel desde que se fue de la casa; no nos ha venido a ver ni una vez.

Coral me dio la espalda y caminó hasta la ventana.

—¿Manuel está bien? No le ha pasado nada, ¿verdad? —le pregunté con ansiedad—. Está viviendo en Las Minas para congraciarse con sus amigos independentistas. Seguramente, le han exigido que se aleje de nosotros y de su casa. Les han comido el cerebro a los dos.

Lo dije con resentimiento. No pude evitarlo. Coral se volvió hacia mí.

—Nadie nos está obligando a vivir en Las Minas, Isabel—me dijo severamente—. Vivimos allí porque nos gusta; el arrabal es parte de nuestras vidas ahora. Creemos que, para cambiar el mundo, es necesario unirse al proletariado. Manuel no ha venido a verte porque no ha tenido tiempo. Cuando sale de Gourmet Imports va a las oficinas del partido, en donde trabaja hasta tarde en la noche. Pero está contento. Por primera vez en la vida tiene algo en que creer.

Ya Esmeralda me había contado sobre las ideas revolucionarias de Coral, así que sus palabras no me sorprendieron. En lugar de llevarle la contraria, empecé a hablarle de mi juventud; de cómo, antes de conocer a Quintín, yo había trabajado con Abby en los arrabales de Ponce, enseñándoles a los niños pobres a leer, a coser y a tomar fotografías, para que pudieran ganarse la vida.

—Nunca le he reprochado a Manuel que sea independentista —le dije—. En mi corazón, yo también lo soy.

Coral soltó una carcajada sarcástica.

—Te conozco bien, Isabel. Manuel me ha hablado mucho sobre tus ideales políticos. Pero esta casa tan lujosa, la vida regalada que llevas, te contradicen. ¡Toda la propiedad privada proviene del robo! Tú no eres más que una farsante y una traidora.