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La huelga de Gourmet Import

Quintín empezó a desvelarse otra vez. A menudo se pasaba toda la noche deambulando por la casa en la qscuridad. Pero si yo me levantaba para ir a buscarlo y trataba de convencerlo de que se regresara a la cama, se enfurecía conmigo. A veces lo espiaba, ocultándome detrás de los muebles, y lo escuchaba rezándole a los santos de los cuadros. Una noche lo vi arrodillarse frente al San Andrés crucificado y lo escuché decirle: «Todos acabamos en una cruz, pero no me imaginaba que me sucedería tan pronto. Me he matado trabajando para que mi hijo pudiera llevar mi apellido con dignidad, y todo ha sido en vano».

Se acababa de enterar de que Manuel había dejado el trabajo; no había vuelto más por los almacenes. Petra nos informó que todavía estaba viviendo en la casa de Alwilda. El detective privado de Quintín descubrió que los AK 47 lo obligaban a cocinar para ellos, y hasta les limpiaba la casucha donde se ocultaban. Era como si Manuel se hubiese convertido en su rehén voluntario. Pero lo que más le molestaba a Quintín era que, en el Casino Español, en el Club Deportivo de Alamares, en todos los círculos sociales de San Juan, se comentaba que nuestro hijo era independentista.

Yo no me preocupaba por eso. Manuel tenía veintiún años; tenía derecho a creer lo que quisiese y a vivir como le diera la gana. Pero su silencio era una daga que me atravesaba el corazón. Ni una palabra, ni una llamada en más de tres meses. Nos hubiésemos podido morir y ni se hubiese enterado. «Cuando uno quiere a un hijo hay que dejarlo que vuele —le oí decir a Petra una vez—. Pero eso no quiere decir que uno lo ha perdido. El día menos pensado vuelve a aparecerse por ahí.»

—El AK 47 es una organización peligrosa—nos dijo el detective privado—. La policía está tratando de atraparlos desde hace tiempo. Seguramente están a punto de cometer algún crimen, y entonces se esfumarán y Manuel tendrá que dar la cara.

Pocos días después, recibimos un anónimo: que dejáramos tranquilo a Manuel o tendríamos que atenernos a las consecuencias.

Quintín se enfureció y mandó a reforzar la vigilancia de Manuel. Varios agentes de la policía se unieron al detective privado y lo seguían a todas partes. Gracias a su abuelo, el coronel Arrigoitia, cuyo recuerdo todavía infundía respeto, a Quintín le quedaban algunos amigos en el cuartel.

Le preocupaba Gourmet Imports. Temía que si algo le pasaba a él, Gourmet Imports, así como nuestra casa y nuestra valiosa colección de arte, caerían en manos de la organización terrorista que se había apoderado de nuestro hijo. El día en que recibimos el anónimo, justo antes de salir para la oficina, Quintín me dijo que estaba pensando hacer un testamento nuevo. Quería poner todo su dinero a nombre de una fundación, la cual se ocuparía de manejarlo hasta que Manuel recobrase la cordura. Si Manuel nunca la recobraba, la fundación administraría sus bienes en el futuro y pondría a buen recaudo su colección de arte.

—¿Y qué pasará con Willie? El no tiene la culpa de nada. No es justo que lo desheredes y que tenga que pagar por la locura de Manuel.

Pero Quintín insistió.

—No puedo dejar a Willie una fortuna si Manuel no hereda nada. Sobre todo, cuando nunca he estado seguro de si Willie es mi hijo.

Ese mismo día, después de que Quintín saliera para Gourmet Imports, Eulodia vino a mi cuarto y me dijo que Petra quería verme. Me estaba esperando en la sala comunal del sótano; Brambón, Eulodia y sus dos biznietas estaban con ella.

—Quiero que le adviertas algo a tu marido, Isabel —me dijo Petra secamente—. Por culpa de su soberbia, Manuel se fue de la casa, y ahora se le ha olvidado que la familia Avilés le permitió adoptar a Willie. Pero Willie nos pertenece a nosotros. Si Quintín lo deshereda, le diremos quién es su padre, y entonces perderá a sus dos hijos porque Willie pensará que está avergonzado de él.

Regresé a la planta alta llena de miedo. Tenía que esperar a que Quintín regresara de la oficina para informarle lo que había dicho Petra.

Quintín regresó por la tarde, pero no pude hablarle del asunto. Estaba muy alterado por lo que estaba sucediendo en Gourmet Imports.

—Nunca hemos tenido una unión, y de pronto Anaconda, que es una de las peores, se nos ha colado por el hueco de la cerradura —me dijo cuando nos sentamos a cenar. Yo había oído hablar de Anaconda, una unión casi tan poderosa como el Oso Negro. Ambas tenían fama de que, cuando abrazaban a su presa, no la soltaban hasta que le quebraban todos los huesos—. Les he dicho terminantemente a los empleados que no voy a permitirlo. Y ahora están amenazando con irse a la huelga.

Tenía tanta rabia que se pasaba dando mandobles en el aire con el cuchillo de plata, como si los huelguistas estuviesen allí presentes frente a nosotros. No me atreví a mencionar el asunto de Petra.

Al otro día Quintín despidió a cincuenta empleados, la mitad de los que trabajaban en Gourmet Imports, antes de que lograran consolidar la unión. Tenía sus espías entre ellos y le fue fácil descubrir quiénes eran los cabecillas. Pero ya era demasiado tarde. Muy temprano a la mañana siguiente —serían alrededor de las seis, porque todavía estábamos en la cama—sonó el teléfono. Era uno de los centinelas del almacén, para informarle a Quintín que un grupo de gente se estaba reuniendo frente a Gourmet Imports. Quintín se subió al auto y se fue para allá corriendo. Esa noche me contó lo sucedido.

Al llegar a los almacenes, se topó con una manifestación de los trabajadores frente a los portones. Éstos tenían un equipo de micrófonos instalado en un camión estacionado en la acera. Algunos trabajadores se habían subido al techo del camión y desde allí le daban ánimo a los huelguistas repitiendo sus consignas. La calle estaba cubierta de basura: botellas de vino arrojadas contra las paredes del almacén, salchichas, jamones, cajas de bacalao vaciadas sobre la acera. Una jauría de perros ya se estaba cebando en todo aquello. Varias ventanas estaban rotas a pedradas. Quintín acababa de bajarse del auto cuando llegó la patrulla de la policía. Aquello fue una batalla campal. Agentes y huelguistas se cayeron encima a tablonazo limpio. Poco después, llegó la bomba de incendios de los bomberos, y barrieron de allí a los manifestantes con sus mangas de agua.

Cuatro horas más tarde, la situación se encontraba bajo control. Quintín regresó a la casa a las cinco, agotado y con una herida en la sien derecha. Le habían arrojado una piedra al salir del almacén, me dijo mientras se restañaba la sangre con un pañuelo. Yo intenté ver cuán grave era la herida, pero Quintín no paraba de hablar. La huelga daría al traste con todas las ventas de la temporada de Acción de Gracias, decía. Las órdenes para los vinos, las nueces, el relleno del pavo, y hasta los pavos mismos, que se importaban de Free Range Farms, en Kentucky, y se almacenaban en las enormes neveras de Gourmet Imports, estaban llegando por docenas, y él no podría recibirlos porque se había quedado sin empleados. Tendría que colocar anuncios en el periódico, y empezar a entrevistar a docenas de personas para hacerse de un nuevo equipo de trabajadores, y, mientras tanto, los alimentos se pudrirían en el muelle. Aquello le significaba miles de dólares de pérdida. Juró que descubriría quién había sido el responsable de la huelga, aunque tuviera que sacarle la información con pinzas a los empleados que quedaban. Por fin logré tranquilizarlo y le curé la herida, que era superficial después de todo.

Esa noche serían alrededor de las diez, y Quintín estaba acostado con una bolsa de hielo en la cabeza, cuando me asomé de casualidad por la ventana de nuestro cuarto y se me heló la sangre. Los huelguistas se estaban reuniendo enfrente de nuestra casa, en la acera de la avenida Ponce de León. Habían llevado consigo los cartelones y las pancartas, y arengaban por un megáfono a un grupo de curiosos que se había congregado en la acera. Una huelga en Alamares era algo insólito. La gente de Barrio Obrero o de Las Minas, por ejemplo, nunca se atrevía a entrar a Alamares, en donde había un policía encargado de hacer que los desconocidos se trasladaran a otra parte. Pero esta vez era distinto. Había por lo menos cincuenta trabajadores marchando por la avenida flanqueada de palmas reales como si les perteneciera.

La sirvienta de los Berenson, la familia que vivía en una mansión victoriana con pórtico de columnas frente a nosotros; la de los Colbergs, quienes eran los dueños de la casa que colindaba con la nuestra, y que también había sido diseñada por Pavel, habían salido a la calle a ver qué pasaba. De pronto vi que Petra, Eulodia, Brambórt, Carmina y Victoria, pulcramente uniformados, se les habían unido. La cara se me quiso caer de vergüenza cuando vi a nuestros vecinos empezar a salir de sus casas y congregarse también en la acera.

Los huelguistas empezaron a marchar en círculo, dando voces:

— ¡Quintín, seguro, al pobre dale duro! ¡Quintín, seguro, contigo ni un mendrugo! —gritaban, sacudiendo los puños en alto y arrojando piedras en dirección de la casa.

Quintín dormía profundamente. El zumbido del aire acondicionado ahogaba por completo la gritería de afuera, hasta que una pedrada hizo trizas el cristal de la ventana y lo despertó. Salimos corriendo juntos a la calle y vimos a Willie junto a Petra, con una expresión tensa en la cara.

—¡Corre a la casa y llama por teléfono a la policía! —le gritó Quintín, mientras se agachaba a coger una piedra del piso. Pero Willie no se movió. Era como si le hubiesen crecido raíces en las plantas de los pies.

La calle estaba completamente oscura, porque los manifestantes habían fundido los faroles de la acera a pedradas. A la cabeza de la manifestación marchaba un hombre alto, que gritaba: «¡Quintín, avaro, al pobre ni un andrajo». No podía verle la cara pero lo reconocí al instante: era Manuel.

Se movía con pasos felinos y casi líquidos, dirigiendo a los que cantaban como si se tratase de un coro endemoniado mientras sacudía la cabeza y agitaba sus largos cabellos de un lado para otro con desafío. Había algo de fiera en la mirada relampagueante que me dirigió cuando me vio parada en la acera. Quería hacerme unir al motín en el cual su propio padre era arrastrado por el fango. Empecé a temblar, y miré para otra parte.

—¡Ya sé cómo bregar con estos hijos de puta! —gritó Quintín, y desapareció corriendo dentro de la casa. Temí que fuera en busca de la pistola de Buenaventura y le grité a Willie que lo atajara. Pero a Quintín se le había ocurrido otra cosa. Del jardín de atrás de la casa salieron corriendo dos relámpagos negros en dirección de la calle. Quintín había soltado a Fausto y a Mefistófeles.

Los perros eran feroces. Sólo se dejaban sueltos tarde en la noche, y estrictamente dentro del recinto del jardín que se encontraba rodeado por una verja. Rondaban la casa, protegiéndola de los asaltos. Me quedé petrificada cuando los vi ladrando y soltando espuma por la boca. Los vecinos, los sirvientes, los manifestantes, todo el mundo salió corriendo despavorido. Pero Manuel y un grupo de huelguistas armados con palos y piedras se mantuvieron firmes ante el asalto.

En ese preciso momento llegó la patrulla de la policía y en medio de un remolino de sirenas y de luces azules, desbandaron el motín. Los perros también huyeron, acobardados por los disparos al aire. Manuel salió corriendo con su pandilla, perseguido por la policía. Yo me preocupé, porque no veía a Willie por ninguna parte. De pronto lo vi corriendo junto a Manuel, tratando de defenderse de la lluvia de porrazos de los agentes. Lo habían tomado por un huelguista y tenía la cara ensangrentada. Manuel tenía las piernas largas pero a Willie lo agarraron enseguida. Vi que lo esposaron y lo perdí de vista. Manuel y sus compañeros siguieron corriendo en dirección a un camión destartalado, que los esperaba al final de la calle. Dejaron atrás a los policías, pero los perros venían pisándoles los talones. Algunos sangraban a causa de los golpes, pero todos lograron subirse a la parte de atrás del camión. Éste arrancó y empezó a alejarse lentamente, con los perros ladrando detrás furiosos.

Entonces sucedió algo insólito. Manuel saltó del camión a la calle y se enfrentó a los perros. Uno de sus compañeros le arrojó una varilla de construcción desde el vehículo, y Manuel la empuñó como si fuera una lanza. Mefistófeles reconoció a Manuel y se detuvo, empezó a mover la cola como para saludarlo. Pero a Fausto el olor a sangre lo había enardecido y se le abalanzó encima. Manuel le arrojó la varilla y lo atravesó de costado a costado. Entonces corrió detrás del camión, se subió a la plataforma trasera y desapareció. De un salto Quintín estaba junto a Fausto y lo tomó entre sus brazos, pero estaba muerto.

Mientras tanto yo me estaba volviendo loca, porque no lograba localizar a Willie por ninguna parte. Por fin, vi a un grupo de agentes que golpeaban a alguien y me les acerqué gritando. No me querían dejar pasar; sus cuerpos formaban una muralla azul, embutida de músculos. Adiviné que era Willie. Como los demás se les habían escapado, se estaban ensañando con él. Por entre el bosque de piernas que terminaban en zapatos que parecían bólidos de pólvora negra, por las patadas que estaban dando, pude ver a mi hijo tirado en el suelo. Tenía espuma saliéndole por la boca y los ojos virados para atrás, como cuando le daba un ataque epiléptico.

Empujé y pateé a los agentes que tenía enfrente hasta que logré llegar a donde Willie; pero Petra se me había adelantado. Parecía un molino de viento; sus brazos volaban como aspas, asestando golpes a diestra y siniestra, y sus pulseras de metal sonaban como relámpagos. Los agentes de la policía estaban tan sorprendidos ante aquel espectáculo, que no se atrevieron a detenerla y la dejaron pasar. Entre las dos, levantamos a Willie del suelo y lo llevamos hasta la casa.

Willie permaneció inconsciente durante horas. Llamamos al médico y nos dijo que lo más recomendable era no moverlo. Le recetó algo para evitar los coágulos, en caso de una hemorragia interna. Petra y yo lo cuidamos toda la noche, poniéndole compresas en las heridas y dándole a beber infusiones medicinales.

—Está vivo gracias a la figa de Elegguá —dijo Petra—. Afortunadamente, la llevaba puesta.

Al día siguiente, Willie recobró el conocimiento pero seguía muy débil. Tenía el ojo derecho tan hinchado que no podía abrirlo.

Manuel desapareció. Se fue de la casa de Alwilda, y ahora nadie, ni siquiera Petra, sabía dónde encontrarlo. Coral, seguramente, sabía su paradero, pero no confiaba en nadie. Se regresó a vivir con sus padres y dejó de visitarlo, para no darles la pista a los detectives. Quintín juraba que Manuel se había refugiado con los terroristas.

—Quiero que la policía lo encuentre —le gritó al oficial del cuartel de Alamares por teléfono—. ¡Por culpa suya somos el hazmerreír de Alamares!

Willie pensaba que los AK 47 habían secuestrado a Manuel. Habló con Quintín y le dijo lo que pensaba. Manuel era incapaz de participar en aquel motín a menos que lo hubieran obligado. Quintín lo regañó por estar inventándose excusas para defender a su hermano. Yo todavía no había podido librarme del terror que me invadió durante la huelga. La ira que había visto en la cara de Manuel me había helado la sangre. Casi no lo había reconocido. Me hizo pensar en uno de los demonios del cuadro de Filippo d’Angeli, La caída de los ángeles rebeldes.

Cuando finalmente desapareció la hinchazón, Willie descubrió que por ese ojo no podía ver bien, y lo llevamos al oftalmólogo. Éste lo examinó y descubrió que se le había desprendido la retina a causa de los golpes. Le recetó espejuelos, pero le informó que nunca recobraría la visión completa por ese ojo. Me enfurecí con Quintín. De él haber intervenido a tiempo, los agentes de la policía no se hubiesen atrevido a darle a Willie aquella paliza tan tremenda. Pero estaba tan agotada emocionalmente que no tuve ánimo para reprochárselo. La adrenalina provocaba a veces en los hombres un comportamiento extraño. Quién sabe si era verdad lo que decía Quintín, y no se había dado cuenta de que los agentes estaban golpeando a Willie.

Poco a poco, mi furia contra Quintín se fue calmando. El también estaba sufriendo; había perdido a su hijo preferido. Debíamos consolarnos el uno al otro, compartir nuestra tragedia. Hice lo posible por intentarlo, pero no me valió de nada.

La presencia de Manuel a la cabeza del motín impulsó a Quintín a redactar el testamento del que me había hablado.

—Manuel es un líder de Anaconda, una de las uniones más feroces de la Isla, y es también un terrorista. ¿Crees que es justo que herede Gourmet Imports? — me preguntó una noche en un tono duro, como si yo tuviera la culpa de lo sucedido—. Seguramente donará nuestra fortuna a la causa independentista. Willie no se opondrá, porque tiene a su hermano en un pedestal y hace lo que le dice siempre. A ninguno de los dos les importa un bledo el buen nombre de los Mendizábal. Mi fortuna se merece un destino mejor que ése.

Y ese mismo día hizo venir a la casa al señor Doménech para que redactara el testamento, y me hizo firmarlo con él.

Ni siquiera intenté defender a Manuel; sabía que no tenía remedio. Pero Willie era distinto. No había participado en la huelga; lo habían apaleado, y era inocente. Era injusto que lo desheredáramos. Pero me tranquilicé pensando que, con el tiempo, a Quintín se le pasaría la saña, y confié en hacerle cambiar de opinión más tarde.