Unos días después de la disputa entre Quintín y Petra, Eulodia tocó a la puerta de nuestro dormitorio y me despertó. Afuera todavía estaba oscuro; no podían ser más de las cinco de la mañana. Seis mujeres acababan de llegar en bote desde Las Minas, me dijo en un susurro para no despertar a Quintín, y estaban esperando en el sótano.
—Quieren ver a Petra —añadió asustada—. Pero cuando fui hasta su cuarto y toqué varias veces, no me contestó nadie. Traté de abrir la puerta, pero la encontré cerrada con llave. Me temo que algo anda mal.
Me puse la bata y bajé enseguida al sótano con Eulodia. Abrí la puerta del cuarto de Petra con la llave maestra, y la encontré tendida en la cama con los ojos cerrados. Sospeché que le había dado un derrame durante la noche, pero entonces vi su ropa colocada cuidadosamente a su alrededor: su mejor falda de satén rojo, su blusa de encaje de mundillo y sus collares de semillas. Cuando me acerqué, vi que todavía respiraba.
Estaba a punto de salir del cuarto para ir a buscar ayuda cuando las cuatro mujeres que habían llegado hasta la casa en bote entraron silenciosamente al cuarto y rodearon la cama de Petra. Las reconocí al instante. Eran las mismas que había visto durante el pasadía en la playa de Lucumí, sólo que ahora vestían enteramente de blanco, y llevaban turbantes blancos sobre la cabeza.
—No te preocupes, Isabel. Nosotras nos encargaremos de todo — me dijeron—. Pronto empezará a llegar la gente.
¿Cómo se habían enterado de que Petra estaba moribunda? Me di por perdida; mejor era no intentar descifrar los misterios de Elegguá.
Las mujeres empezaron a rezar en voz baja, mientras frotaban el cuerpo de Petra con ungüentos y hierbas. Yo no entendía nada de lo que decían, pero a veces me parecía reconocer algunas palabras que Petra le cantaba a Carmelina cuando era niña: «Olorún, kakó koi bére; da yo salú orissd; da yo salú Legbá». Cuando terminaron de ungirla, la vistieron cuidadosamente y la peinaron. Unos minutos después, empezaron a llegar botes cargados de gente. Salí del cuarto para avisarle a Quintín y a Willie lo que estaba sucediendo, y cuando atravesé el salón comunal vi a Carmina y a Victoria ayudando a Eulodia con la comida. Circulaban bandejas con tazas de café con leche entre los presentes, así como bizcochuelos y vasitos de ron. Aquello tenía un aire sospechoso, como si hubiese sido planeado de antemano.
Cuando Quintín, Willie y yo bajamos una hora después, el velorio se encontraba en pleno apogeo. El sótano estaba abarrotado de gentes, y más botes seguían llegando de Las Minas. Sacaron la cama de Petra al salón comunal y le encendieron velas alrededor. Armaron un pequeño altar para Elegguá en una de las esquinas, y lo decoraron con flores. Frente al santo colocaron un carrucho rosado, varios cigarros y media docena de bolas rojas que los parientes habían traído como ofrendas. Había gente cantando y rezando por todas partes. Cuando me acerqué a la cama, vi que Petra agonizaba. La piel se le había puesto color ceniza, y tenía los labios resecos.
Muy pronto el ron comenzó a entonarle los ánimos a todo el mundo. Los parientes hablaban en voz alta y parecían a la espera de algo a punto de suceder. Quintín y yo nos retiramos hacia el fondo de la sala, para no entorpecer la celebración, pero Willie se arrodilló junto a la cama de su abuela. No le tenía miedo a la muerte; le había visto la cara muchas veces durante sus ataques de epilepsia. Tomó la mano de Petra entre las suyas y se la besó; luego, se sacó el pañuelo del bolsillo y le secó el sudor que le humedecía la frente.
—¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas más cómoda, abuela? —le preguntó Willie calladamente. Me sorprendió que la llamara «abuela», era la primera vez que lo hacía, pero supuse que había sido de cariño.
Petra abrió sus ojos enormes, y se le quedó mirando.
— Sí, puedes —le dijo claramente—. Entre los Avilés es costumbre, antes de que muera el custodio de Elegguá, que se le adjudique al santo un nuevo dueño. Mis parientes están esperando que yo decida. Por lo general, se pasa al miembro de la familia que tiene más autoridad, pero yo quiero que tú lo recibas.
Y Petra le ordenó a las mujeres que le trajeran la imagen de Elegguá a la cama, así como la caja de cartón en la que estaban guardados sus juguetes: el carrucho, los cigarros y las bolas de goma que unos minutos atrás se encontraban expuestos sobre el altar. Willie aceptó ambas cosas y las sostuvo con veneración contra su pecho.
Entonces, las seis mujeres levantaron a Petra de la cama y la cargaron hasta el manantial subterráneo. Me llamó la atención que supieran exactamente dónde se encontraba, cuando nunca habían visitado la casa. Entraron todas juntas en la alberca de cemento, sin molestarse en quitarse las faldas, y sumergieron lentamente el cuerpo de Petra en el agua. Cuando sintió la frescura del líquido sobe la piel, Petra pareció revivir por un momento. En sus labios apareció una media sonrisa, como si la hubiesen librado de un gran peso. Willie se le acercó, con el agua hasta la cintura.
—Buenaventura tenía ratón —le dijo Petra—. La vida empieza y termina en el agua. Por eso, hay que aprender a perdonar. —Entonces dio un gran suspiro y cerró sus ojos enormes.
Esa noche, los parientes de Petra colocaron su cuerpo en un ataúd abierto y lo montaron en una barca cubierta de flores. El cortejo fúnebre, iluminado por velas que parpadeaban por entre los mangles, viajaría hasta la playa de Lucumí, en donde Petra había pedido que la cremaran, para que el mistral transportara sus cenizas hasta las costas de África. La caravana de botes que navegó en pos de la barca fúnebre fue tan larga que atravesó el manglar de extremo a extremo, y por un momento unió el elegante barrio de Alamares al arrabal de Las Minas.
Quintín se quedó en casa y no quiso ir al entierro de Petra. Dijo que no se sentía bien. Willie y yo fuimos solos en el Boston Whaler. Y mientras navegábamos, cantando y rezando por el laberinto de arbustos poblados de garzas y de criaturas que se escabullían en la oscuridad, le di gracias a Petra por todo lo que había hecho por nosotros. Su nombre le iba bien: Petra quiere decir piedra, y desde que la conocí, Petra había sido la roca sobre la cual la casa de la laguna estaba fundada.