Quintín

Eran los últimos días del verano. Del cielo bajaba el vaho infernal de agosto cuando está agonizando. Quintín llevaba algún tiempo sintiéndose mal. Se quejaba de dolores en el pecho y fue a ver al cardiólogo para que lo examinara. El cardiólogo le tomó la presión y se llevó un susto tremendo. La tenía que volaba: la diastólica en 160 y la sistólica en 80. En cualquier momento podía darle un ataque; no en balde se quejaba de angina de pecho. Le recetó píldoras —Dysazide y Procardia—, que tendría que tomar el resto de sus días. Necesitaba hacer ejercicio, eliminar la sal y llevar una vida sin angustias. ¿Cómo seguir sus consejos? Aquel manuscrito era el origen de todos sus males, y no podía dejar de leerlo.

Quintín nunca pensó que moriría joven. Acababa de cumplir los cincuenta años y todavía no había alcanzado ninguna de las metas que se había propuesto. La religión católica no era mejor que las otras, pero ayudaba a uno a vivir en armonía consigo mismo, y le permitía la ilusión de inmortalidad. Quintín no creía en la inmortalidad individual, pero sien la energía positiva del universo. Esa energía impredecible era lo que hacía posible que los científicos, los historiadores y los artistas crearan sus grandes obras. Y su profundo sentido de fracaso venía precisamente de que él no había creado nada. A la hora de su muerte, su nombre quedaría borrado de la faz de la Tierra.

Isabel acompañaba a Quintín a misa, pero su devoción era sólo superficial. Rezaba con los labios; su corazón permanecía en silencio. Se arrodillaba junto a él en el banco de caoba de la catedral y jugaba con las cuentas de cristal del rosario mientras paseaba los ojos por los arcos polvorientos, buscando en qué distraerse. ¿A quién le estaría rezando, a Jesús o a Elegguá? Desde que había caído bajo el influjo de Petra, Quintín ya no sabía en lo que creía su mujer.

Era curioso ver cómo el dolor alteraba la manera en que uno veía las cosas. Gourmet Imports ya no le importaba tanto. Había empezado a pensar más en su colección de arte. Si no podía llegar a ser un artista, por lo menos había logrado juntar una magnífica colección de pinturas. Quería convertir su casa en un templo dedicado al arte. Sería una manera de asegurar su inmortalidad, de perpetuar el apellido Mendizábal. La casa de la laguna, la obra maestra de Milan Pavel, era ya de por sí un monumento, parte del acervo artístico de la Isla. Transformarla en un museo no sería difícil. Todo lo que se necesitaba era crear una fundación —la Fundación Mendizábal— para que el museo se sostuviera y la colección se mantuviera intacta después de su muerte.

Una vez se le ocurrió esta solución, Quintín se sintió más tranquilo. Pero como temía que Isabel dejara de mimarlo, como había comenzado a hacer desde que el médico le diagnosticó una salud precaria, no le informó sobre sus planes. Isabel estaba últimamente muy cariñosa con él. Le ordenó a Carmina que cocinara todos sus alimentos sin sal. Ella misma hacía la compra en el mercado y se esmeraba en conseguirle los meros más frescos y las chuletas más tiernas. Se levantaba a las seis de la mañana y lo acompañaba a dar largas caminatas alrededor de la laguna, cuando todavía estaba envuelta en una leve bruma color violeta. Quintín le agradecía aquellas atenciones, pero por más que lo intentaba, no lograba confiar en ella cabalmente.

Una noche ya no pudo más. Se levantó a las cuatro de la mañana y entró de puntillas en el estudio en busca del manuscrito. Había nueve capítulos nuevos dentro del cartapacio marrón. Se sentó con ellos sobre las rodillas. Ignorar lo que decían aquellas páginas era como estar dentro de un buque que se estaba hundiendo, sin decidirse a hacer nada. Pero no se atrevió a leerlas. Volvió a colocarlas intactas dentro del compartimento secreto del escritorio de Rebeca.