Decidí bajar a los sótanos para hablar con Petra. Quería asegurarle que no tenía nada que ver con la decisión de Quintín de desheredar a nuestros hijos. Petra estaba rezando. Me había acostumbrado tanto a escuchar sus rezos que yo también había empezado a creer un poco en Elegguá, sobre todo después de ver cómo la figa había protegido a Willie durante la huelga. De pronto, se me ocurrió que si le entregaba el manuscrito a Petra para que Elegguá lo custodiara, a lo mejor la paz regresaba a nuestro hogar. Quién sabe si Manuel abandonaba el AK 47; si Willie recobraba la visión del ojo derecho; si Quintín se arrepentía y destruía aquel testamento injusto.
Subí otra vez a la planta alta y entré al estudio. Retiré el cartapacio del manuscrito del escritorio, bajé al sótano y se lo entregué a Petra.
—Estos papeles son muy importantes —le dije—. Me gustaría que los guardaras por un tiempo. Le he hecho una promesa a Elegguá, para que proteja a mis dos hijos.
Pasaron tres años antes de que volviera a escribir una sola palabra de la novela. Willie y yo nos mudamos a Florida con la ayuda de Mauricio Boleslaus, nuestro amigo comerciante de arte. Nos refugiamos en Anastasia, un islote estrecho en la costa este de la península, que nos agradó por su tranquilidad. Algunos meses más tarde nos mudamos a otro islote más al sur, en donde compramos una pequeña casa rodeada de hermosos naranjos. Todos los meses nos llega un cheque de Mauricio, y gracias a él llevamos una vida placentera aunque sin lujos.
Alaño de estar aquí, ya Willie se había repuesto de los ataques epilépticos casi por completo. Había recobrado fuerzas suficientes para empezar a pintar de nuevo. Yo me sentía enormemente aliviada. Unos años más tarde Willie llegó a ser un pintor reconocido, y sus cuadros se exhiben hoy en las galerías más prestigiosas de Estados Unidos. Petra había tenido razón después de todo, cuando le vaticinó a Willie un futuro de grandes logros.
Llegamos a Anastasia en diciembre y nos alojamos en un pequeño hotel de la costa. Frente al hotel había un muelle desde el cual los pescadores arrojaban sus redes y las sacaban llenas de peces todas las mañanas. Me gustaba pasear por allí y observarlos. Antes de meterlos en cajones de madera con hielo, los pescadores retiraban los más pequeños de la red y los volvían a arrojar al mar. Docenas de pelícanos volaban enardecidos a su alrededor, dando aletazos y gritos y levantando un remolino blanco sobre la superficie del agua. El eterno drama del mundo se repetía ante mis ojos: el pez más fuerte siempre se come al más débil.
Después del banquete de los pelícanos me quedaba sentada en el muelle durante horas, arrebujada en mi suéter de lana negra mirando la superficie plomiza del Atlántico. La playa de Anastasia era desolada, un pino solitario ondulaba en el viento. Pensaba en el tibio océano que rodea a San Juan con su zafiro profundo, pero no tenía absolutamente ningún deseo de regresar a la Isla.
Contemplar el Atlántico me consolaba. Los muertos y los vivos descansaban entre sus brazos: Abby, mamá, papá y Manuel en Puerto Rico; Willie y yo en Florida. Recordé lo que Petra había dicho poco antes de morir: «El agua siempre es amor, porque hace posible la comunicación».
No fue hasta muchos años después, cuando ya nos habíamos mudado a vivir a Long Boat Key, y la paz de este lugar maravilloso había por fin sanado mis heridas, que regresé a terminar de escribir La casa de la laguna. Yo sé que publicar la novela puede tener consecuencias funestas para mí, pero un relato, como la vida misma, nunca se completa hasta que alguien con un corazón comprensivo lo escucha y comparte.
Quintín nunca leyó lo que sigue. Nunca tuvo la oportunidad de añadir sus comentarios iracundos al margen de estas páginas, o de estampar sus pensamientos torturados en ellas. Pero se enteró de cómo terminó la novela; porque ésa es la historia que voy a contar ahora.