Quintín

Dos semanas después de que Quintín descubriera el manuscrito de Isabel en el compartimento secreto del escritorio de Rebeca, no había vuelto a encontrar nada más. No le mencionó una sola palabra a su mujer sobre el asunto, pero no había podido dejar de pensar en él Todos los días, un poco antes del amanecer, entraba de puntillas al estudio con la llavecita de bronce en la mano, a verificar si había algún capítulo nuevo, pero sin suerte. El cartapacio crema estaba allí todavía, pero el número de páginas seguía siendo el mismo. A los quince días, al sacarlo de la gaveta secreta, le pareció que estaba un poco más pesado, y, en efecto, descubrió que incluía tres capítulos nuevos.

Quintín sospechaba que Isabel sabía que él estaba leyendo el manuscrito. Todo había sido demasiado fácil; siempre encontraba la llavecita en el mismo lugar, al fondo del joyero. También era raro que Isabel nunca se despertara o se quejara cuando él se levantaba antes del amanecer y se ponía a deambular a oscuras por la casa. Era casi como si existiese un pacto tácito entre ellos: si ninguno de los dos decía nada, Isabel no dejaría de escribir, y Quintín seguiría leyendo.

Quintín suspiró aliviado cuando se dio cuenta de que los tres capítulos nuevos eran sobre la familia Monfort. Eso quería decir que él no figuraría en ellos para nada; así no sufriría al verse retratado por los ojos de Isabel. Le asombraba la perseverancia de su mujer. Había escrito el nuevo material enteramente sin su ayuda, pues ya nunca le hacía preguntas. Su estilo se había aligerado; fluía con una naturalidad que lo sorprendía según progresaba la novela. Se estaba volviendo una verdadera escritora; estaba floreciendo ante sus ojos.

Los capítulos sobre Kerenski estaban particularmente bien escritos; casi podrían publicarse solos, como una novela corta. Los había leído con avidez, consciente del placer estético que estaba experimentando.

Pero su disfrute se encontraba ligeramente teñido de resentimiento. El también hubiese querido ser un artista. Después de todo, un buen historiador tenía que ser tan original e imaginativo como un buen novelista. Sencillamente, no había tenido tiempo para desarrollar esa parte de su intelecto. Se había visto obligado a alimentar demasiadas bocas, a cumplir con demasiadas obligaciones. Cuando Rebeca vivía, era Mendizábal y la tribu de sus hermanos; luego fue Gourmet Imports y su propia familia. Como todos los hombres responsables, tuvo que apretarse los pantalones y agarrar al toro por los cuernos. Nunca pudo darse el lujo de quedarse en la terraza echándose fresco como lo hacía Isabel; observando a los pelícanos zambullirse en la laguna mientras esperaba que se le ocurriesen ideas que captar en palabras bellas. Se sentía como si lo hubiesen estafado. Crear una obra de arte debía de ser una de las satisfacciones más grandes de la vida. Si sólo encontrara tiempo para ello

A pesar de todo, él no era un hombre frustrado. Se sentía orgulloso de lo que había logrado en la vida. Para ser un empresario exitoso había tenido que ser valiente, atreverse a hacer decisiones que conllevaban terribles riesgos. Era otra manera de ser creativo. Fundar una compañía exigía orden, tenacidad y disciplina, pero, también requería una gran originalidad. Había que ganarse a los empleados, y él había sabido hacerlo porque sus empleados lo adoraban. Muchos habían trabajado en Gourmet Imports durante más de veinte años, y él les había hecho posible vivir con dignidad durante todo ese tiempo, ayudándolos a ganarse el pan con el sudor de sus frentes y a educar a sus hijos.

Era un hombre honesto; pagaba sus contribuciones religiosamente y tenía una aguda conciencia cívica; le importaba que se respetaran los derechos del prójimo. Pero el día de su muerte, nadie se acordaría de lo que había hecho. El polvo de la anonimia llovería sobre su nombre, y él se convertiría en una cifra más de la larga lista de ciudadanos que habían llevado vidas respetables. Su familia se abalanzaría sobre su herencia, y el Gobierno se quedaría con el resto. A Isabel, por el contrario, la recordarían como la autora de La casa de la laguna, una supuesta «obra de arte», si es que algún día lograba publicarla. El arte era sin duda una manera muy eficaz de perpetuarse, de lograr una especie de inmortalidad.

Se dijo que estaba siendo egoísta, que no debía envidiarle a su mujer su posible éxito. Pero hubiese preferido que compartiese el anonimato con él. Quizá todavía podía convencerla de que no publicase la novela. Mantener ese secreto sería un acto de humildad hermoso. Al escribir su novela, Isabel había logrado algo que le había dado sentido a su vida, y él era el primero en reconocérselo. La obra existía oculta como un diamante en las entrañas de la tierra, pero no por eso era menos real. ¿Era tan importante sacarla a la luz; publicarla? Si se quedaba inédita, sería todavía más perfecta, porque permanecería como una obra ideal. Con la bendición adicional de que así la reputación de su familia permanecería a salvo, y él no tendría que destruir el manuscrito. Si Isabel todavía lo quería, podía hacer aquel sacrificio. Sería una prueba sublime de su amor hacia él.

Tenía que ser paciente y sobreponerse a su angustia. El instinto le decía que no era sabio presionar a Isabel a que le hablara de la novela en aquellos momentos. Su familia tenía una historia trágica. Su madre se había enviciado con el juego. Su padre se había suicidado, y Carmita cayó en una depresión grave que desembocó en la locura. No le quedaba otro remedio que esperar. A veces no hacer nada era lo mejor, y las cosas se arreglaban solas.

Quintín regresó a la lectura del manuscrito. Cogió un lápiz, le afiló la punta y decidió concentrarse en el texto. A lo mejor, podía ayudar a Isabel a escribir la novela perfecta.

Leyó la descripción que Isabel había hecho de Ponce al comienzo del capítulo dieciséis, e hizo una pequeña nota al margen: «¿No te parece que estás idealizando demasiado a “La Perla del Sur”? Hablas de Ponce como si fuera París. Ponce es un pueblo muy bonito, pero no se puede comparar con San Juan. Hay que mantener las cosas en perspectiva. Tiene una población de ciento cincuenta mil habitantes, y San Juan es una metrópolis de millón y medio. Es cierto que su arquitectura es llamativa y que sus casas parecen bizcochos de boda, ¡pero eso no quiere decir que sea más significativo que el Viejo San Juan, que es una joya arquitectónica!».

Otro defecto que percibió era la tendencia de Isabel a hacer de sus personajes sombras de sí misma. «Más que seres con vida propia, son aspectos de tu personalidad. Tienes que vigilar eso; es una trampa común para los escritores mediocres.»

«Te gustan los personajes rebeldes —añadió al pie de la próxima página—, pero eso no quiere decir que debas identificarte con ellos. Tienes que cuidarte; cada vez que describes a uno, la rebelde en ti levanta la cabeza. Quizá por eso disfrutaste tanto describiendo a Rebeca en los capítulos sexto y séptimo. Lo reconozco: en su juventud, mamá era una desobediente tremenda; la consintieron demasiado y estaba acostumbrada a salirse con la suya. Pero más tarde cambió. Papá la ayudó a madurar, y finalmente aceptó sus responsabilidades como esposa y madre.»

Cuando Quintín llenó el margen de la tercera página, le dio la vuelta y siguió escribiendo por el dorso. Sabía que era peligroso, pero se dejó llevar por el entusiasmo.

«Lo más auténtico de tu manuscrito es tu pasión por el ballet clásico —continuó—. El lector lo percibe de inmediato, porque el tema te apasiona y escribes con inspiración. Isabel se sabe de memoria los nombres de todos los pasos habidos y por haber, y también debe de haber leído un par de libros sobre la teoría de la danza. Rebeca, o el personaje que tú nombras como mi madre, comparte contigo esa pasión. Cuando Kerenski le dice a sus estudiantes: “Si dejan que la música los inunde cuando bailan, un día alcanzarán la iluminación del espíritu”, me parece que estoy oyendo hablar a Rebeca.

»Recuerdo muy bien el escándalo entre Kerenski y Estefanía Volmer, uno de los chismes más sonados de Ponce durante los años cuarenta. Tú sabes cómo es la gente. La maledicencia en esta isla es como la verdolaga, se sube a los postes de teléfono y pronto cuelga de los aleros de todas las casas.

»Si me lo permites, añadiré aquí mi versión de esa triste historia. Es muy distinta a la tuya, porque está basada en sucesos reales. Aunque ya qué más da. Gracias a la confusión que aquí reina, nadie podrá separar jamás, en este manuscrito, la paja del trigo: lo que es verdad de lo que es mentira. Para alguien que nunca ha vivido en Ponce, ambas versiones podrían ser ciertas. Lo único que cuenta ahora es la calidad estética de la narración; cómo está contada la historia. Y yo quiero probarte que el historiador puede ser tan artista como el escritor. Aquí va, pues, mi apuesta al juego de la historia ¡aunque la verdad esté en crisis!»

Y mientras por el ventanal del estudio se filtraba una tenue luz rosada que venía de la laguna, Quintín empezó a escribir con una intensidad casi maniática la historia de aquella historia:

«Kerenski era un judío de Nueva York que simpatizaba con la izquierda política. Por eso, cuando se casó con Norma Castillo y se mudaron a vivir a Ponce, le pusieron el mote de “Kerenski el Rojo”. Nadie hubiese enviado a su hija a la Escuela de Ballet Kerenski si André hubiese sido su director. Pero, en Ponce, todo el mundo sabía quiénes eran los Castillo; las familias bien de la Isla se conocen todas. Norma tuvo mucho éxito enseñándoles a las niñas las reglas de etiqueta y de comportamiento social; el porte y la donosura del cuerpo son una parte importante de ese adiestramiento. La escuela fue un éxito desde el comienzo, y estaba haciendo mucho dinero, pero Kerenski resentía el hecho de que Norma sólo admitía a las hijas de las familias acomodadas como pupilas. El quería trabajar con todo tipo de gentes para luego echárselas ante sus amigos socialistas de que tenían una escuela democrática, en la cual se admitían discípulos pobres. Resentía el que la escuela estuviera bajo la tutela de Norma y que la gente le hiciera poco caso a él. Fue entonces que decidió cobrárselas y empezó a acechar a Estefanía Volmer.

»Conocí a Estefanía mucho antes de conocerte a ti, porque las jóvenes de buena familia de Ponce, a menudo, venían a los bailes en San Juan. Visitábamos los cabarets juntos y tuvimos un amorío inocente por varios meses. Tu padre, tan puritano como siempre, nunca te daba permiso para venir, y, por eso, no te conocí hasta años después, cuando ya asistíamos a la universidad. Nunca me viste con Estefanía por esa razón, ni sabías hasta ahora que yo la conocía de antes; pero fue a través de ella que me enteré de lo que pasó de veras en la Escuela de Ballet Kerenski.

»Estoy de acuerdo contigo; Estefanía era loca, pero era una loca simpática. Me caía bien, y puedo dar fe de lo que dices: nunca usaba ropa interior. En una ocasión memorable fui con Estefanía a un baile en el Casino de Alamares. Estefanía tenía que coronar ala Reina y me invitó como su parejo. Llevaba puesto uno de aquellos trajes con mucho brilloteo pero sin ningún estilo, de los que le encantaban a las gentes de Ponce. Tenía falda de campana, con un armazón de metal debajo de la enagua. Cuando llegó el momento de coronar a la Reina, Estefanía subió las escaleras del trono al fondo del salón, llevando en sus manos la corona sobre una almohadilla de terciopelo. Cuando llegó al tope, le hizo a la Reina una reverencia profunda, y la falda se le cimbró, dejando al descubierto el fondillito rosado más gracioso que he visto en mi vida. Miles de personas también lo vieron. Los hombres empezaron a chiflar y aplaudir. Pero Estefanía ni se sonrojó. Se rió coquetamente, le sujetó a la Reina la corona a la cabeza con horquillas y bajó las escaleras dando saltitos y como si nada. Unos momentos después, la orquesta rompió a tocar y salimos a bailar a la pista. Nunca te conté la historia porque sabía que era tu amiga y no quería abochornarte.

»Margot Rinser, la madre de Estefanía, fue la primera rubia platino que conocí. Tenía el pelo del mismo color del ron que su familia vendía. Pero le gustaba demasiado beberlo; ése era su problema.

»Un día, Arturo y Margot regresaban de una fiesta en el Ponce Country Club. Debió de ser como a las seis de la mañana que pasaron frente al parque de pelota Pedro Coímbre, y vieron una carpa de circo montada cerca de allí. Dos leones dormían en una jaula junto al río. Margot le dijo a Arturo que quería ver de cerca a los leones. Arturo primero dijo que no, pero cuando Margot insistió optó por complacerla. Llevaban sólo un mes de casados, y estaban todavía acaramelados. Bajaron por la hondonada, detuvieron el De Soto azul junto a la jaula y se bajaron.

Arturo estaba vestido de etiqueta y Margot llevaba puesto un traje de noche con una larga cola de lentejuelas y canutillos, que relucía en la penumbra del amanecer. Al acercarse a las jaulas, vieron a un hombre que sacaba huesos y pedazos de carne de un saco. Era el encargado de los animales, que les estaba dando el desayuno. Margot se le acercó y observó fascinada cómo los leones devoraban la carne fresca. Nunca había visto leones vivos, y le parecieron bellísimos. Tenían unos ojos enormes y cuando comían, las pupilas se le dilataban como dos estanques dorados.

»Margot le pidió al cuidador que la dejara alimentar a uno. El cuidador no lo pensó dos veces. Los animales eran viejos y estaban acostumbrados a comer de su mano, así que le dio un pedazo de cecina a Margot. Margot se acercó a la jaula y llamó juguetonamente a la hembra más cercana, un animal escuálido y tiñoso, con crenchas de pelo amarillo saliéndole por las orejas. Margot sintió compasión al verla. El circo era muy cruel con los animales; ¿quién sabe cuánto había sufrido esta pobre leona? Metió la mano derecha lentamente dentro de las barras. Arturo estaba de pie junto a ella, agarrándola por el brazo izquierdo y riéndose de lo sentimental que era. Pero justo cuando Margot iba a dejar caer el pedazo de carne dentro de la jaula, la leona embistió. Metió la pata por entre los barrotes, agarró la cola del traje de Margot y le dio un halón tremebundo — el brillo de las lentejuelas capturó su atención—, atrayendo a Margot hacia ella. Por unos segundos aterradores se estableció una lucha a muerte: Arturo halaba a Margot por un lado, y la leona, por el otro. Margot gritó con toda su alma, pero la leona no la soltaba. Los canutillos del vestido hacían la tela más recia, y ésta no se desgarraba. La pierna derecha de Margot, atrapada entre los barrotes, acabó hecha una pulpa.

»Fue como resultado de ese accidente estúpido —y no debido al cáncer, como tú indicas melodramáticamente en tu manuscrito— que a Margot Rinser tuvieron que amputarle la pierna. Unas semanas después, Margot descubrió que estaba encinta. Era patético verla —encinta y casada hacía sólo seis meses— paseando por los parques de Ponce mientras su marido empujaba su silla de ruedas. Arturo nunca se recuperó de aquel trauma. Se sentía terriblemente culpable de no haber podido evitar el accidente. En sus sueños veía a Margot ofreciéndole un pedazo de carne a la leona con la mano derecha, mientras él le agarraba la mano izquierda y se reía como si se tratase de una broma. Por eso se dedicó a cuidarla con aquella obsesión y dejó que Estefanía se criara salvaje.

»Estefanía es una descocada; todo el mundo en la Isla lo sabe. Le gustaba manejar su Ford convertible a cien kilómetros por hora desde Ponce hasta San Juan, y, en ese Ford, hacía de todo. Llevaba a Arturo y a Margot por la calle de la amargura con aquella vida, pero ellos no podían hacer nada.

»El cuento de lo que sucedió entre Kerenskiy Estefanía en la escuela de ballet es también vox populi; no me he enterado de nada nuevo. Eran tal para cual, y no les tardó mucho tiempo darse cuenta de ello. ¡Lo que yo no sabía era que tú también estabas medio enamorada de ese canalla! ¡Fuiste tú quien subió el telón la noche del recital, para que el amorío entre Kerenski y Estefanía quedara expuesto al mundo! Sé que algunos meses más tarde, para ayudar a Norma Castillo a divorciarse de Kerenski, testificaste en corte, acusando a Kerenski de hostigamiento sexual. Como resultado de tu testimonio, Kerenski fue deportado, y tuvo que abandonar Estados Unidos.»

Quintín estaba doblado sobre el manuscrito, completamente absorto en lo que estaba escribiendo, cuando escuchó un ruido fuera del estudio, por el lado de los mangles. Escondió apresuradamente las páginas en la gaveta del escritorio y se desplazó en silencio hasta el ventanal de cristal. Era un búho, ululando morosamente sobre un arbusto cercano, que se deslizó como una sombra sobre el agua cuando el rostro pálido de Quintín apareció en la ventana. Regresó al escritorio y se sentó de nuevo pensativo en la silla.

Había descubierto otro aspecto desconocido de Isabel. Había estado enamorada de Kerenski, y se lo había ocultado. Siempre le juró que él era su primer amor, y era mentira. Descubrir que un mequetrefe como el instructor de ballet lo había precedido en sus afectos era echarle sal a la herida. Isabel era casi una niña en aquella época, y, sin embargo, no había tenido compasión con el pobre Kerenski. Si lo que contaba en la novela era cierto, había destruido su reputación a sabiendas al levantar el telón del teatro La Perla aquella noche, para vengarse por el beso de Estefanía. Era toda inocencia, toda ingenuidad espontánea en la superficie y, por debajo, aquel odio terrible bullendo. La intensidad de sus emociones, la violencia de la cual había sido capaz, se filtraba a través de la novela como un veneno mortal. A los catorce años ya era una pequeña Medea, y como Medea, había utilizado el embrujo de las palabras para vengarse del patético inmigrante ruso.

Quintín sintió un escalofrío de miedo bajarle por la espalda. Si Isabel era capaz de vengarse de Kerenski de aquella manera, sólo porque lo había visto besar a su compañera de clase una vez, ¿qué no sería capaz de hacerle a él si algún día se le metía en la cabeza que no la quería?