Isabel

Acaba de suceder algo inusitado. Quintín encontró mi manuscrito y lo está leyendo. Y no sólo lo está leyendo, le está añadiendo sus comentarios a mano, garabateándolos con furia en los márgenes. En algunos casos, hasta ha sumado su versión a la mía, por la parte de atrás de las páginas. ¡Qué atrevimiento! ¡Acusarme a mí de falsear la verdad, de virar al revés la historia de nuestras familias! El sabe que yo sé lo que él sabe. Y sin embargo, ha dejado el manuscrito en el mismo lugar en donde lo encontró: en el compartimento secreto del escritorio de Rebeca.

Estupendo. La curiosidad salvó a Scherezada, y yo tengo a mi sultán agarrado por los huevos. Yo sé por qué Quintín no ha quemado el manuscrito, por qué no ha intentado obligarme a que deje de escribirlo. Piensa que, al último momento, lo podrá destruir, o que me impedirá publicarlo. Pero la curiosidad podrá más que todo ello.

Esta noche durante la cena Quintín leyó un pasaje de la Biblia en voz alta: «El que turbe su propia casa heredará el viento», leyó solemnemente. Y entonces le dio gracias a Dios por todas las «bendiciones» que hemos recibido. Estupendo. Pero, al menos, antes de que todo termine, yo habré tenido la satisfacción de inscribir sobre el papel la historia terrible de nuestra familia.