La próxima vez que Quintín entró en el estudio había cinco capítulos nuevos dentro del cartapacio de Isabel. Le tenía cada vez más miedo al manuscrito, pero cuando empezó a repasar las páginas se tranquilizó. Si en los capítulos anteriores Isabel había hecho todo lo posible por arrastrarlo a su mundo de fantasía, y él había luchado por devolverla a la realidad en sus apuntes al margen, ahora estaban de acuerdo en todo.
Aquí, Isabel contaba algunos de los momentos más felices de su juventud, por ejemplo el día en que se conocieron en la pasarela de la playa del Escambrón, cuando él le había devuelto la medalla robada de la Virgen de Guadalupe. Quintín se acordaba claramente de aquel episodio, que sucedió tal y como ella lo había descrito en su novela. Fue la primera vez que la vio. Le pareció una diosa, con sus ojos negros como el azabache y su cuerpo perfecto, moldeado por el traje de baño Jantzen de una sola pieza. Se estaba riendo con su prima, recostada contra la barandilla de la pasarela, la melena roja ondeando al viento.
También recordaba su graduación en Vassar College una mañana lluviosa de primavera dos años más tarde. Él fue el único de su familia que asistió, luego de viajar desde San Juan especialmente para ello. La había tomado orgullosamente entre sus brazos después de la ceremonia y la había felicitado con un beso. También recordaba la muerte de Abby, cuando le tocó viajar a Ponce para consolar a Isabel y acompañarla durante el sepelio. Cuando fue necesario meter a Carmita en un asilo, él la había acompañado a dejarla en la institución, otro momento doloroso. ¡Qué unidos estaban entonces!
Al leer aquellos capítulos se sintió convencido de que Isabel lo quería todavía. Durante muchos días temió que la novela fuese una despedida; su manera indirecta de decirle adiós.
Rebeca y Buenaventura siempre albergaron sus dudas sobre Isabel; pensaban que su trasfondo familiar era demasiado distinto al suyo. Algunos de los vendedores de Buenaventura que visitaban el interior de la Isla aseguraban que los Monfort no eran más que una gentuza. Los Antonsanti eran una familia conocida de Ponce, pero cuando don Vincenzo murió, y Carlos, el esposo de Carmita, se hizo cargo de la herencia, aquello fue un desastre. Don Vincenzo le había dejado a Carmita varias propiedades en Ponce, además de una cartera de acciones en la Pan American y otra en la Kodak, las cuales dejaban un buen dividendo. Pero Carlos dijo que no le interesaba viajar, y que las cámaras de fotografía eran un misterio para él, así que vendió las acciones e invirtió el dinero en una fábrica de sombreros de Cabo Rojo. Poco después de esto, los sombreros dejaron de usarse, la fábrica quebró y lo perdieron todo. Abby tuvo que pelear con uñas y dientes para que su nieta se educara. Isabel ha sido probablemente la única graduada en Vassar College que pagó su educación en budines y flanes. Entonces, Carlos se suicidó y Carmelina se volvió loca. Los padres de Quintín le señalaron todo esto, y le aconsejaron que pensara bien las cosas antes de tomar una decisión. La demencia de Carmita era motivo de preocupación. Si tenían hijos, podían heredarla; y hasta Isabel podría desarrollarla más tarde. Pero Quintín estaba profundamente enamorado de Isabel. Cruzaría descalzo la Cordillera Central para estar junto a ella, le dijo a sus padres; nadaría alrededor de la Isla sólo para verla.
Abrumado por estos pensamientos, Quintín dejó de leer. Un ruido en los mangles —no sabía si de pájaros o murciélagos— lo devolvió a la realidad, y se levantó del sofá del estudio para servirse un brandy. Se lo bebió de un trago, y volvió a sentarse. El próximo capítulo se titulaba «El libro de poemas de Rebeca», y en cuanto empezó a leerlo, sintió escalofríos. Isabel cambiaba otra vez de tono; de nuevo empezaba a burlarse de los Mendizábal. Buenaventura era un glotón que se hartaba de patitas de cerdo y garbanzos; Quintín no pudo evitar una carcajada ante la caricatura. Pero cuando mencionó las aventuras de su padre en la playa de Lucumí, en donde hacía el amor con las negras de la aldea por unos cuantos dólares, no pudo evitar enfurecerse. Se preguntó cómo habría descubierto Isabel aquel secreto; él jamás se lo había mencionado. Desgraciadamente, era cierto.
¿Por qué este empeño de Isabel en sacar los trapos sucios de su familia al sol? Él creía que ya habían hecho las paces, y se le venía encima otra vez con el hacha en la mano. En lugar de señalar las excelentes cualidades de Buenaventura —su lealtad, su caballerosidad, su laboriosidad—, aseguraba que le pegaba cuernos a su mujer. Buenaventura tenía sus defectos; ¿quién en este mundo estaba exento de ellos? Pero Isabel hubiese podido ser más caritativa. Era una mujer cruel, no tenía corazón. Hubiese podido utilizar la imaginación— que, evidentemente, no le faltaba— para disimular las fallas de sus parientes, y no hacer aquellas inmolaciones sangrientas. Además, ¿cómo se atrevía a criticar a Buenaventura cuando su abuelo, don Vincenzo Antonsanti, había hecho lo mismo? A Vincenzo no lo criticaba por ponerle casa y calesa a su amiga en el pueblo de Yauco. Isabel no entendía nada de estas cosas. Después de todo, era una mujer, ¿cómo iba a saberlo? En aquella época, casi todos los caballeros de cierta posición social tenían queridas.
Reconocía que Buenaventura había hecho mal al acostarse con otras mujeres. Había violado el juramento sagrado del matrimonio. Pero la soberanía formaba parte del carácter del hombre; su naturaleza misma dependía de ella. La esposa le dice al marido: «Te quiero y soy tuya para siempre». El hombre le dice a su mujer: «Siempre te querré», pero nunca le dirá: «Soy tuyo para siempre». No estaría a tono con su masculinidad.
El hombre tiene que pertenecerse a sí mismo si quiere seguir siendo hombre. Cuando un hombre le dice a su mujer: «Soy tuyo para siempre», ¿qué es lo que ella escucha? Que tendrá que hacerse cargo de él; que cuando sople el huracán, él irá a guarecerse debajo de sus faldas. La mujer quiere un hombre fuerte en la casa, no un mentecato.
Rebeca estaba al tanto de las aventurillas de Buenaventura con las negras en la playa de Lucumí, pero jamás le mencionó el tema. Rebeca era sabia, como la mayoría de las mujeres de su época. Se hacía la de la vista larga. «Ojos que no ven, corazón que no siente», era uno de sus dichos preferidos. Lo que no se menciona, no existe. Así era Rebeca. Pero Isabel era diferente. Era una mujer moderna, de las que creen que en el matrimonio hay que confesarlo todo. Como nadie era perfecto, y todo el mundo caía en la tentación de vez en cuando, los divorcios estaban que hacían orilla.
Mientras más leía, más disgustado se sentía Quintín con Isabel. Rebeca había vuelto a caer en desgracia en la novela; prefería a Ignacio, no quería ponerse vieja, era un monstruo de egoísmo. ¡Qué ensañamiento con su pobre madre! ¡Isabel era una mentirosa empedernida!
La verdad era todo lo contrario. Rebeca siempre había sentido predilección por él, y estaba mucho más unida a él que a Ignacio. Isabel le tenía celos a Rebeca; la vio como a su rival desde un principio. Algo, alguien, estaba instigando a su mujer a que escribiera aquellas calumnias sobre su familia. Una fuerza misteriosa la empujaba hacia el abismo. Quintín estaba seguro de que era Petra. ¿Habría hechizado a Isabel, como había hechizado a Buenaventura hacía muchos años? Petra sabía introducirse en el corazón de las personas, y cuando se había posesionado de ellas, no había quien la sacara. Era una chismosa incorregible, desparramaba rumores falsos por todo el vecindario de Alamares.
Una cosa era evidente: Isabel estaba muy resentida con él. ¿No sería lo suficientemente cariñoso con ella? ¿La habría maltratado alguna vez? Por supuesto que no. Siempre se había esforzado por ser bondadoso y considerado, no por cortesía, sino porque de veras la quería. Eran la pareja perfecta; todas sus amistades envidiaban su felicidad. Entre los matrimonios de su misma edad, eran casi los únicos que no se habían divorciado. ¡Era increíble que se pelearan por algo tan tonto como una novela, después de veintiséis años de casados!
La descripción que Isabel había hecho de los sótanos como un laberinto de túneles, habitado por sirvientes que siempre eran nobles y sacrificados, mientras que en los altos sólo había monstruos, confirmaba sus sospechas. El sabía muy bien cómo había sido el mundo de los sótanos cuando Rebeca y Buenaventura todavía estaban vivos. Los sirvientes se aprovechaban de la generosidad de su padre, y sin que él supiera nada llevaban a cabo todo tipo de actividad impía, desde ritos de magia negra hasta robo y contrabando. Por eso, un día él había decidido salir de todos ellos. La imagen de Petra, apoltronada en su butacón del sótano como una enorme araña, tejiendo su madeja de mentiras alrededor de su familia, le ponía los pelos de punta.
Tenía que ser valiente, destruir aquel manuscrito maldito. Se levantaría del diván, iría hasta la cocina y lo quemaría en el fregadero. Tenía los fósforos en el bolsillo. Hacía días que los llevaba consigo a todas partes para cuando llegara el momento. Pero no se movió de su sitio. Se sentía como una mosca, atrapado en la tela de araña de Petra.