1
El niño tiene miedo. Piensa que el animal que recorre su cuerpo es una rata. Llora, grita, patalea. Su madre tiene que intervenir, lo abraza con fuerza, mientras la otra mujer hace correr un hurón a lo largo de su torso y de sus piernas. El hurón husmea la nariz y las orejas del niño, se detiene a oler sus axilas.
—Los hurones son buenos para purificar la sangre, bajan los triglicéridos, previenen la arteriosclerosis y, en este caso, curará su leucemia.
Es Silvia quien habla. Una mujer corpulenta, ancha de espaldas, gruesa de cuello. Tiene el cabello largo, color cereza, recogido en una sola trenza que cae por debajo del respaldo de su silla de ruedas. Viste una blusa negra de cuello blanco y enorme, y una falda negra que le cubre incluso los pies. Del maletín de doctor que carga sobre sus piernas, saca un bisturí. Se acerca al niño y de manera rápida y experta hace tres cortes breves en su antebrazo derecho.
—Ya chiquito, va a pasar— le dice mientras acaricia su frente.
El hurón se acerca a la sangre, la huele unos segundos y después la lame. Silvia lo deja hacer un rato. Luego lo levanta y lo guarda en una pequeña jaula de tela. Con mucho cuidado, venda el brazo del niño. Al terminar, retrocede su silla de ruedas y luego se dirige hacia la puerta.
—Ahora necesita descanso. Debe comer sólo fruta y vegetales. Yo volveré en tres días.
La madre agradece a Silvia, le paga la consulta y abre la puerta. Afuera, como siempre, está esperándola Laura, quien se coloca detrás de la silla y comienza a empujarla hacia la camioneta.
—¿Cuántas citas nos quedan?
—Dos más.
—Estoy tan cansada. ¿Con quién?
—Primero Julieta…
—Esa niña, ¿qué vamos a hacer con ella?
Laura no lo sabe y no lo quiere saber. Es una mujer que no le cae bien. Cuando llegan a la camioneta, Laura abre las puertas traseras, baja una pequeña rampa y empuja a su madre hasta que alcanza el lugar del copiloto. Es un esfuerzo al que está acostumbrada. Dentro hay un pequeño zoológico, un ave y un ratón en jaulas separadas, un chihuahua que hace un escándalo en cuanto las ve, dos periquitos australianos y un grupo de gatitos enfurruñados. Laura coloca al hurón en su lugar, cierra las puertas traseras, sube al frente y conduce hasta la siguiente cita.
Al llegar, bajan una jaula de la camioneta. Dentro hay un canario color naranja con el copete y el filo de las alas color gris. Cuando entran a la casa, Julieta está recostada en su cama, tiene los ojos abiertos y mira sin mirar el techo. Es una mujer joven, de cuerpo menudo y muy delgado, casi parece una adolescente. Lleva puesto un vestido de novia sucio en los bajos y salpicado de comida que no logra cubrirla del todo. Uno de sus senos, el derecho, sobresale del corsé haciéndola parecer una madona medieval y nutricia.
—Se lo pone cada vez que se deprime— dice la madre jalando el vestido para cubrirle el pecho.
Silvia acerca su rostro a la jaula y le habla en voz muy baja al canario. La madre de Julieta y Laura esperan a que termine esa suerte de rezo, letanía ininteligible para ellas, aunque Silvia asegura que el canario la entiende. Mientras ella habla con el ave, las otras dos mujeres cierran puertas y ventanas, y se cercioran de que no exista rendija o escape posible.
Sólo entonces, cuando Silvia comprueba que todo está clausurado, abre la jaula y deja salir al canario. El ave vuela hacia la ventana, mueve la cabeza mecánicamente como si intentara comprender la íntima geometría de la habitación y se lanza hacia la mesita de noche, allí vuelve a detenerse un momento y finalmente inicia un vuelo circular sobre de la cama de Julieta.
—Es un canario malinois. Me lo trajeron de Brujas y lo que hace ahora es trazar un red invisible en la que quedan atrapados los malos recuerdos, las intenciones ríspidas, la acidez del corazón. Ninguno de sus movimientos es azaroso o errático, el canario dibuja el camino de regreso al momento anterior a la caída.
De fijos y muertos, los ojos de Julieta comienzan a seguir los movimientos del pájaro.
—¿Lo ven?— continúa Silvia— Está saliendo.
Después de esperar unos momentos, Silvia emite unos chasquidos con la lengua y el canario obedece. Regresa a la jaula y se para en la entrada. Silvia lo empuja muy suavemente con un dedo y cierra.
—Cuando duerma, póngale sobre los párpados una montañita de pétalos secos, de preferencia de lilies amarillas. Y no la deje comer carne.
Laura y su madre salen a la calle, repiten el proceso con la camioneta y se dirigen a ver a otro paciente. Silvia practica la zooterapia, está convencida del enorme poder que tienen los animales para curar a las personas.
—¿Quién falta?
Laura tarda en responder, sabe que Silvia hace siempre la misma pregunta.