2

Delante de Silvia intento encontrar en su expresión, en su rostro, a una Laura que ya no conoceré. Pero es inútil, esa niña— es curioso, pero ahora que está muerta, no puedo pensar en Laura sino como una niña— ya sólo puede parecerse a sí misma. Silvia también me observa, está pensando en cómo conocí a su hija y si hubo algo entre nosotros. La atajo diciendo:

—Conocí a Laura porque estaba preparando un reportaje sobre las ONGs— mentira— y me interesaba mucho su trabajo— mentira—, ahora me gustaría investigar más a fondo lo que le ocurrió, esto no puede quedarse así— puras mentiras.

—Gracias por interesarse— contesta ella—. A nadie le importan estos casos, excepto a los tabloides y no más de un día. Los únicos verdaderamente preocupados son los compañeros de Laura y de ese otro muchacho…

—Pablo.

—Sí, él.

—Ya he hablado con sus compañeros, señalan que Laura era muy radical, quería cambiar las cosas de un modo violento y la habían expulsado de Greenpeace.

—No lo creo, hasta donde sé ella seguía asistiendo a las juntas y seguía como encargada de prensa, si no ¿de dónde ganaba el sueldo?

Sí, ¿de dónde sacaba dinero?, porque los de Greenpeace fueron muy enfáticos al respecto, no quisieron ni tocar el tema y no quieren que los relacionen con ella.

—¿Tenía otro trabajo?— le pregunto.

—No, aunque como yo le enseñaba a curar, a veces hacía sus propias visitas, como en el caso de este muchacho…

—Pablo. ¿Le enseñaba a curar?

—Sí, yo trabajo la zooterapia, curo a través de los animales.

—¿Los animales curan?— le pregunto y ella me ofrece un asiento, pienso que no es tanto por amabilidad sino porque le cansa alzar la cabeza para verme. Me siento frente a ella.

—Todos. A lo largo de los años no he podido encontrar ningún ser vivo, desde las plantas hasta los animales, que no ofrezca alguna forma de ayuda, ya sea física o psicológica.

—¿Física o psicológica?

—Una cosa por la otra, yo soy de las que creen que casi todos nuestros malestares son psicológicos. Nos enfermamos porque no sabemos cómo resolver nuestras angustias, nuestras penas; nos enfermamos cuando los otros nos hacen daño, la enfermedad es sólo un síntoma de cosas más profundas.

—¿Y en qué sentido ayudan los animales?

—Mire usted, todo está relacionado con todo. No podemos maltratar o asesinar animales sin dañarnos a nosotros mismos, el Gran Ser que constituyen todos los seres vivos se desequilibra. Y nosotros, los seres humanos, estamos cada vez más lejos de la vida natural, por ello tenemos que recurrir a las especies equilibradas a nuestro alcance para que nos den paz.

—Pero los perros, los gatos que conviven con nosotros, ¿no están también fuera de su naturaleza?, ¿no comen croquetas procesadas y viven aislados de otros animales, encerrados en un departamento?— le pregunto.

—Es verdad— dice con tristeza—, sin embargo, nosotros renunciamos a nuestra naturaleza y ellos, a pesar de todas nuestras trampas, a pesar de todos nuestros mimos, persisten en ella.

—Pero, ¿acaso nosotros no somos también naturaleza?

¡Precisamente!— contesta exaltada, y parece como si quisiera ponerse de pie para acentuar su punto— Es allí en donde los animales curan. Porque se sincronizan con el animal que llevamos dentro. Somos animales, señor Nerva, tenemos esa experiencia en nosotros mismos. En el fondo, nadie quiere estar enfermo. Queremos sobrevivir, esa es nuestra única voluntad, el único deber para con nosotros mismos. Pero como sucede con todo lo animal, no es posible formular una teoría; la zooterapia es una práctica y sólo cuando usted la necesite y la pruebe podrá saber de lo que hablo.

—Dice que Laura sabía curar a través de este método— cambio la conversación porque comprendo que es un tema sensible.

—No sé qué tanto, yo le enseñaba un poco, pero Laura eracomo una aprendiz de brujo, ya quería volar, pero es una cuetión de experiencia. En la zooterapia no hay recetas como sucede con la medicina alópata. Para nosotros no hay enfermedades sino enfermos: un mirlo no es como una aspirina que cura los dolores de cabeza de cualquier persona. Dependiendo de la edad, del sexo, o del modo de ganarse la vida, una fiebre se puede cortar con una paloma, un hamster o con un gatito.

—Sin embargo, tal vez estaba practicando.

—Eso sí puede ser. ¿Quiere ver su habitación mientras seguimos conversando?

—Me encantaría. ¿Necesita ayuda?– me ofrezco para empujar su silla.

—No es necesario.

Recorremos un pasillo largo, llegamos a la puerta del fondo y la abre. Mi primera impresión es que Silvia, desesperada, ha arrojado los libros sobre la mesa, revuelto su ropa en busca de algún dato que pudiera llevarla a los asesinos de su hija pero, ante mi sorpresa, aclara:

—Nadie ha tocado sus cosas. Todo está tal y como lo dejó— mueve su silla alrededor de la cama individual, demasiado estrecha, de un estilo casi militar o monacal.

—¿Qué es esto?— le pregunto levantando un juguete de fieltro que jamás he visto en tienda alguna.

—Los mandaba a hacer con una amiga suya, éste es Picasso— me dice mientras sujeta un muñeco “cubista”, los pies miran al frente pero el torso está dando la espalda y el rostro, se vea por donde se vea, siempre está de perfil—, éste es Baudelaire— y me enseña un muñeco vestido todo de negro, aunque más parecido a Benito Juárez que a Baudelaire — y falta uno, ¿en dónde está?, ay esta niña, no lo encuentro, bueno, se suponía que era Emily Dickinson o Sylvia Plath, ya no me acuerdo…

—Emily Dickinson— dice Nínive asomándose a la habitación y llevando en los brazos una muñeca horrible, vestida como cuáquero, el pelo peinado con raya en medio, el ojo izquierdo apaisado y el derecho a manera de trazo vertical, como una cuchillada.

—¿Quieres quedártela?— le pregunta Silvia.

—Es mía— contesta la niña y sale de la habitación.

—Está muy afectada por la muerte de su madre, usted perdone.

—No hay nada que perdonar.

Me acerco al pequeño librero que descansa al lado del buró. Hay algunos volúmenes sobre cómo volverse vegetariano, libros sobre especies en extinción, algo de literatura —Proust, Mann, Vicens— y algo de política— Herzen, Bakunin y Kropotkin… Entre sus discos hay un poco de todo, jazz, rock, clásico. Tiene muy pocos DVDs: Sin aliento, Persona, Jules et Jim, y documentales sobre tortugas, jaguares y osos… Creo que lo único extraño es que yo intente encontrar algo extraño.

¿Por qué siempre queremos creer que las víctimas provocaron el ataque con su actitud, sus conocimientos o desconocimientos, su carácter o su sexo? Querer encontrar razones para el crimen es querer justificarlo. Es querer encontrar algo que tranquilice nuestra mala conciencia. No lo hacemos por las víctimas, lo hacemos por nosotros

—¿Sabe en dónde vivía Pablo

—Nosotras lo fuimos a curar a un departamento en la Roma, pero el lugar estaba vacío, pudo haber sido su casa o no.

—¿Sabe a qué se dedicaba?

—Mi hija me contó que era actor, o mejor dicho, que estaba estudiando para serlo.

—¿Cuál era su relación?

—No lo sé. Yo hacía lo posible por no meterme en su vida.

—Entiendo.

—Y ahora, si no le puedo ayudar en otra cosa, me gustaría descansar.

Nuevamente vuelvo a ofrecer mis condolencias y me despido. Mientras me dirijo a la salida, busco con la mirada a Nínive pero no la veo. Abro la puerta y salgo. Mientras saco una cantimplora del bolsillo de mi chamarra y bebo un golpe de whisky pienso que todo esto es inútil, ¿qué diablos tengo yo que hacer aquí? Me limpio la boca con el dorso de la mano derecha, cierro mi cantimplora y la guardo. Aún queda bastante para sobrevivir al día.

Comienzo mi camino y antes de doblar la esquina me sale al paso una niña. Lleva una minifalda, yo diría demasiado corta para su edad aunque, eso sí, estampada con figuras de cómic, y una playera en donde hay algo escrito pero no puedo leer lo que dice porque tiene a Emily Dickinson tan fuertemente sujetada contra su torso (ni remotamente tiene pechos) que parece querer ahorcarla. Está descalza. Tiene un cigarrillo en la mano izquierda, y desde donde estoy no puedo saber si está encendido, podría ser de chocolate.

—¿De veras quieres ayudar a Laura?— me dice, me acerco un poco más.

—Tu mami se fue al cielo, ya no podemos ayudarla— contesto mientras me agacho para ponerme a su altura, su cabello rizado le cubre un poco la frente, parece que acaba de levantarse, me acerco a ella, huele a cama y un poco a orines, dudo que se haya bañado en días. Sus tobillos están rodeados por pulseras de mugre. En su playera se lee Never drive a car when you´re dead. El cigarro no es de chocolate, pero tampoco está encendido.

—¿De veras quieres ayudar a Laura?— repite con una convicción que, por un segundo, me aterra.

—Dime cómo.

Me toma de la mano y me arrastra con ella.