4

Nueva cita. Esta vez, Laura quiere que nos encontremos en el Argos. Es un lugar que no conozco. Quiere proponerme algo. Llego en punto y busco una mesa. Casi todas están ocupadas por mujeres y sus perros. Al parecer están celebrando el cumpleaños de un pequinés. Elijo una mesa al final del lugar y espero un rato. Me entretengo observando a las mujeres. Parecen hechas en serie, son altas, delgadas, guapas, de cabellos largos y vestidos sueltos. Apenas se puede escuchar lo que dicen, sus perros ladran y gruñen, dan chillidos para que los carguen o los mimen de alguna forma. Ellas les contestan haciendo voces de niñas chiquitas, emitiendo sonidos guturales más que palabras. Soy el único hombre en el lugar. No es divertido.

Laura aparece, viste casi igual que la vez anterior sólo que ahora su camiseta dice: Estar delgados: nuestra última ideología. Hace un saludo desde la puerta y entra. Me levanto para darle un beso en la mejilla, pero un enorme golden retriever me sale al paso e intenta olerme el pito.

—¡Bebé! ¡Chiquito!, no molestes al señor— escucho decir a una rubia. Me libero del acoso y alcanzo a Laura.

—Espero que esta vez no pidas té verde— digo haciendo una seña para que se acerque la mesera—, pero sobre todo espero que esta vez no eches a correr.

—Pues aquí es lo único que hay— contesta.

La chica nos da el menú. Efectivamente hay una gran variedad de tés, tartas dietéticas, y nada más. En cambio, la carta para los perros es más amplia y exquisita: hay terrina de cordero, por ejemplo.

—¿De verdad no hay nada para los humanos?

—No, es un lugar para perros.

—Nosotros no traemos a ninguno, ¿qué hacemos aquí?

—Este lugar me relaja— dice y recorre con la vista el lugar, se le ve a gusto, pero luego se levanta y se acerca a una mujer que le está partiendo la comida a su perro, un chihuahua escandaloso—. Oye— le dice— ¿ya operaste a ese perro?

La mujer la mira con un poco de angustia y luego, en tono de disculpa, contesta.

—Es que aún está muy chiquita.

—Que no te engañen— le dice Laura—, hay gente que cree que deben tener su primera camada antes de ser operadas. Es un tontería. Mientras más pronto, mejor. Toma— le ofrece una tarjeta—. Es de una amiga mía, los opera sin costo, sólo tienes que pagar por el material. ¿Me das tu teléfono?

—¿Para qué?— le pregunta la chica.

—Para recordártelo, es muy importante que esta preciosidad— y se inclina a acariciar al perro— quede lista lo más pronto posible.

—Bueno— le contesta la chica y le da su teléfono.

Laura vuelve a la mesa, pero antes de llegar aborda a otra pareja de perro y mujer.

—Oye, ¿no habrás comprado a este perro, verdad?

—No, no— contesta de inmediato—, lo adopté.

Satisfecha, Laura se sienta frente a mí. Para entonces, la mesera ya ha traído dos pequeñas teteras de porcelana blanca. Todo hace juego: los platos, las tazas y todo es absurdamente diminuto como un juego de té para niños. Con delicadeza oriental, Laura toma su tetera y se sirve. Luego toma la mía y me sirve.

—¿Sabes quién es Acteón Ceronetti?— pregunta.

—¿Es un futbolista argentino?

Es un artista contemporáneo que utiliza animales para sus obras.

—¿Utiliza?— intento tomar el té pero está muy caliente.

—Sus obras son intervenciones genéticas con proteínas fluorescentes. Los conejos se vuelven verdes o las ratas amarillas y los beagles brillan en la oscuridad…

—Y quieres que escriba un texto en contra de…

—Las notas de periódico no sirven para nada, pero déjame terminar.

—Bien.

—La próxima semana vendrá a México y presentará una de sus piezas emblemáticas: cazará a un perro callejero, lo atará con alambre a uno de los muros de la galería y lo dejará morir de hambre y de sed.

—¿Es un chiste?

—Ya lo ha presentado otras veces. Hemos levantado cientos de firmas en contra de su trabajo, pero no ha servido de nada. Vendrá aquí a presentar la pieza, la próxima semana.

—¿Y qué piensas hacer?

—En realidad, quiero que me ayudes. Es decir, si quieres…

—A ver, dime cómo…

—Queremos sabotearlo.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Me ayudas?

Doy un sorbo y me quemo la boca con el té.

 

Dos noches más tarde, Pablo, Laura y yo entramos a la inauguración. Me siento ridículo, como si llevara a mis sobrinitos a una exposición. Recorremos el lugar y saludo a mucha gente. Siempre la misma. Artistas que van a las inauguraciones de artistas. Nadie más. Ni siquiera los conozco, pero los he visto y ellos creen que me han visto, y entonces para no equivocarse me saludan con cordialidad. “¡Qué bueno que pudiste venir!”, dicen. Nos acercamos a felicitar al artista. Nos abraza con entusiasmo como si fuéramos viejos amigos. Luego paseamos por la muestra, hasta llegar a la pieza que nos interesa. Es una perra flaca, sucia y gris, tiene por collar un mecate que a su vez está anudado a un clavo en la pared. Tan pronto nos ve, se sienta cerca de nosotros, luego levanta sus patas delanteras provocando que Laura gima de dolor o de un golpe de ternura, una de dos. Inmediatamente, Laura se vuelve para mirarme y en sus ojos veo un: “¿tengo razón o no?” Me hace pensar que lo único que Laura quiere de verdad es tener razón. Asiento con la cabeza, aunque pienso que ese animal estaría mejor muerto.

Esperamos un largo rato a que la gente esté lo suficientemente borracha para no darse cuenta de quién está y quién ya se ha ido de la galería. Pablo entra al baño. Un rato más tarde entra Laura, y luego yo. Laura nos reparte máscaras de Frida Kahlo y salimos del baño dando gritos. Laura acorrala a la gente contra una esquina. Trae una pistola que jura que es de juguete. Los demás creen que es un asalto, pero Laura hace aclaraciones.

—Nada de asalto, aquí el único criminal es este hijo de puta— y señala con la punta de su pistola al artista.

—¡Mirá qué lindo!— grita el artista—, ¡un acto performativo! ¡Ah, si nos viera Lacan!

Se acerca con los brazos abiertos e intenta tomar a Laura como si quisiera bailar con ella. Laura responde abriéndole la cabeza con la cacha de su pistola. Sangre.

Voy con la perra e intento desatarla, pero me gruñe y quiere morderme. Laura se da cuenta, deja a Pablo a cargo de amenazar a la gente y viene en mi ayuda. Se quita su suéter y con un rápido movimiento— se nota que lo ha hecho miles de veces— envuelve a la perra y, en lugar de intentar liberarla del cuello, jala el mecate del clavo y la perra está libre. Luego, como si llevara un bebé en un rebozo, sale corriendo con la perra.

—Si alguien se asoma, le tiro un plomazo— grita Pablo al público y me hace señas para salir juntos.

Laura, ya sin su máscara, tiene el auto encendido. Pablo sube adelante y a mí me toca atrás, con la perra. En cuanto entro me ataca. Al principio me arrincono y trato de controlarla fingiendo que la voy a golpear.

—¡Sólo está asustada, sólo está asustada!— me grita Laura.

—Tápala con el suéter— ordena Pablo, mientras se quita su máscara de Frida.

Lo intento, pero la perra me muerde, lo hace tan fuerte que comienzo a pegarle con la pistola de plástico.

—No seas idiota, ¿no ves que le asusta tu máscara?— insiste Laura. Y Pablo se muere de risa.

Intento quitarme la máscara, pero la perra no me deja y sigue mordiéndome. Laura se orilla y frena. Pablo me ordena “pásate para acá”, y en cuanto abro la puerta para salir la perra me gana la delantera y echa a correr. No se ha alejado ni tres metros cuando la golpea un auto tan fuerte que la hace volar.

Durante días y días marco su número de teléfono. Le envío mails y mensajes de texto. No obtengo ninguna respuesta. Temo presentarme en alguna de sus ruedas de prensa. Lo dejo estar. Me entretengo leyendo el periódico. Cabezas cortadas. Fugas de la cárcel. Secuestros orquestados desde los reclusorios. Me entero que el mismo día que vi a Laura en el café hubo un atentado muy cerca de allí: explotaron dos bombas caseras que sólo arrojaron tinta china. La primera en una tienda de pieles y la segunda en un delicatessen. El resto son las notas de siempre: se encarcelan inocentes, se acusan a grupos supuestamente revolucionarios, matan diariamente a docenas de indígenas. Y todo el mundo sabe que ninguno de ellos la debía ni la temía. Algunos amigos están preocupados. “Nos están matando indiscriminadamente”, dicen, “esto es el comienzo de una guerra civil, pero nadie tiene los güevos para declararlo”.

Un día, cuando ya ni siquiera guardaba una esperanza, llega un mensaje a mi cel. “Te voy a dar otra oportunidad”.

Es de Laura.