5
Un chimpancé tiene un brazo atrapado en unas enormes tenazas, al parecer así ha estado durante días porque está sentado comiendo una fruta y a sus pies hay orines y excremento. La cabeza de un gato sobresale de una mesa preparada para que sólo pueda sacar esa parte de su cuerpo y el resto quede colgando, alguien está abriendo su ojo con unas alicatas y le pone gotas. Un perro está echado contra una jaula, tiene el vientre abierto, y sus ojos miran fijamente a la cámara. De pronto todo es un sucesión de cicatrices y manchas de sangre, vómitos y animales asustados, batas blancas y guantes de látex. Son fotos que Laura arroja sobre la mesa.
—El Frente de Liberación Animal—, dice levantando una a una sus postales del infierno— es una célula clandestina que opera en las principales ciudades de Europa. Hasta hace poco, la mayoría de los experimentos con animales se realizaban en Alemania y en Suiza pero ahora, ante la presión internacional, las farmacéuticas y las industrias de cosméticos han tenido que dejar de hacerlos allí, trasladando sus campos de la muerte a las subsidiarias latinoamericanas. Pablo y yo somos fundadores del FLA mexicano. Y sabemos que en Texcoco hay una granja de beagles que surte de perros a los laboratorios que los soliciten.
—¿De dónde los sacan?
—Los crían ellos mismos, los secuestran o los compran a los dueños que ya no los quieren. Pero desde hace unos años les resulta una mejor inversión criarlos porque de ese modo incluso pueden prepararlos para el laboratorio— con cuidado mete las fotos en sobres y los sobres en folders debidamente rotulados.
Nínive entra a la habitación y se acerca a mí sigilosa, con cierto recelo, como un gato. Va descalza y aún no puedo hacerme una idea de la edad que tiene, ¿doce, trece años?
—¿Qué quieres decir?— pregunto.
—Algunas veces, para el laboratorio es más fácil manejarlos si no tienen ojos, por ejemplo, así que desde cachorros los operan para quitárselos. Pero también los laboratorios suelen ser muy específicos en cuanto al peso o la altura, es como un concurso de belleza en donde el premio es la tortura.
Mientras me habla, la veo transformarse de un ser genuinamente jovial y alegre a otro más tenso y enfático con sus palabras, como si acabara de aprender el idioma y quisiera cerciorarse de que aquello que dice lo está pronunciando correctamente y que utiliza las formas adecuadas.
—¿Y qué hacen con ellos?
—Miles de cosas.
—¿Por ejemplo?
Nínive se coloca detrás de mí. La escucho respirar. Supongo que me va a tapar los ojos con sus manitas. Espero esa acción, pero no sucede.
—Hace poco murieron unos viejos por sobredosis de viagra. Sus familiares demandaron a los laboratorios y éstos tuvieron que pagar una suma millonaria. Ahora están llevando a cabo experimentos con beagles. Pelan los penes de los perros y les introducen una aguja para medir la presión sanguínea, mientras les administran sobredosis de viagra.
No, me equivoco. Laura no busca convencerme, está, más bien, reafirmándose a sí misma, repitiendo lo que ya sabe, aquello en lo que cree. Pero algo me hace sospechar que detrás de la pasión por los animales está ocultando otra cosa.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Algunos miembros del FLA nos infiltramos en los laboratorios.
Siento que la niña me peina la nuca. Muy suavemente, como si temiera lastimarme.
—¿Entran como ladrones?
—No, pedimos trabajo. Nini deja en paz a Nerva, por favor. La mayoría de nosotros fuimos químicos, biólogos o somos veterinarios y cuando supimos lo que se hacía con los animales, nunca volvimos a ejercer.
—¿Y no lo sabían ya cuando estudiaban?
La niña se pone a un lado mío y me peina de raya en medio los pelos de los brazos.
—Sí, pero cuando eres joven crees… Nini te estoy hablando… crees que puedes llegar a un laboratorio y cambiar las cosas. Pero hay tanto dinero involucrado que te matarían antes de hacerlo.
—¿Tú misma has estado infiltrada?— pregunto y paso mi brazo por la cintura de Nínive, la atraigo hacia mí. Ella saca de su bolsillo trasero un peine diminuto, como para peinar barbas o bigotes.
—Trabajé durante ocho meses en un laboratorio que hacía pruebas para diversas compañías. Allí me enteré de la granja de beagles. Y quiero que me ayudes a liberarlos.
Se está escuchando a sí misma y pone en ello toda su atención. Lo único que alude a mi presencia son los golpes leves que me propina en los hombros, en el torso, en el vientre, siempre con el dorso de la mano derecha y con el fin de acentuar sus palabras y de que no me distraiga. No quiere que piense en otra cosa, no quiere que reflexione sobre lo que dice, así que me da golpecitos para volverme al presente.
—¿Cómo sabes que aún están allí?— pregunto.
—Es un buen negocio. Los mantienen apilados unos sobre otros, para que quepan en una sola jaula vertical en donde pueden llegar a meter diez o quince. Los jueves es el único día que dejan la granja sola, pues van a surtir de perros a los hospitales, farmacéuticas y laboratorios clandestinos de diversas empresas— dice y se acerca para intentar llevarse a la niña.
—¿Para qué los usan?— con señas le digo que la deje. Está bien. No me molesta.
—Depende, los laboratorios farmacéuticos prueban nuevas gotas para los ojos humanos en los ojos de los beagles. Las empresas que hacen detergentes y productos de limpieza los hacen beber sus productos y si no quieren beberlos se los introducen directamente en sus estómagos para saber qué tan tóxicos son.
—¿Todos los perros mueren?— le quito el peine a Nínive y comienzo a peinarla, pero su cabello se niega, parece que no la han peinado desde hace mucho tiempo y descubro con sorpresa que huele extraño, a algo echado a perder, rancio, pero quizá sea mi imaginación.
—Sólo los que tienen mucha suerte. Yo pude ver a perros que durante días padecían de diarreas y vómitos con sangre, temblores, salivación excesiva y no se les administraba nada porque precisamente esos eran los efectos que buscaban registrar. Para cuando se decidían a ayudarlos, si es que lo intentaban, ya era muy tarde.
—¿Y qué hacen con los perros muertos?— no tengo ni idea de cómo peinarla, así que lo dejo estar. Le devuelvo el peine y Nínive lo tira a un bote de basura.
—Lo mismo que con los deshechos tóxicos, los colocan en sacos de basura y los incineran. Algunos aún están vivos cuando llegan al horno de cremación. Pablo ha descubierto que ahora están probando una medicina contra la diabetes. A los perros les inyectan durante horas grandes dosis de insulina hasta provocarles un cuadro diabético y es entonces cuando prueban el producto— me pega en el hombro con sus uñas.
—¿No es posible probar esas medicinas en pacientes reales?
Nínive parece quedarse dormida, es probable que haya escuchado a Laura contar esta historia miles de veces.
—Es más caro y de haber un error podría costarle millones de dólares a los laboratorios. En cambio, un error en un perro o en un gato o en un chimpancé es muy barato porque, para ellos, su vida no vale nada. Así que, al menos por una vez, en lugar de sentarte a escribir objetivamente y con distancia sobre lo que nos pasa a los demás, toma una decisión, ¿entras o no?
—Es posible levantar denuncias, escribir cartas a los periódicos, hay muchas formas de actuar.
—Durante años hemos hecho todo eso sin resultado. Vivimos en México, si a nadie le importa buscar a secuestradores, a asesinos, a violadores para que paguen sus crímenes ¿de verdad crees que les va importar nuestra causa?— y me pega un poco más fuerte en el vientre.
—¿Y si todos esos experimentos sirven de algo?
—¿Qué importa si sirven? Lo único importante es que los animales sufren, no se puede hablar de ningún beneficio a costa de eso.
Laura se levanta y se lleva a Nínive. Siento como si de esa forma quisiera presionarme
—Cada animal que saquemos lo van a reponer— digo.
La carga a pesar de que no es una niña tan pequeña. La coloca a horcajadas sobre un lado de su cadera. Nínive se abraza a su cuello.
—Cada animal que saquemos será un animal libre. Si sólo llegamos a darle un buen hogar a ese animal, todo el proyecto habrá valido la pena. Y siempre será un perro menos en sus manos. ¿Le entras o no?— intenta pegarme nuevamente pero doy un paso hacia atrás.
Ambas mujeres conforman una extraña figura. Laura no es muy alta y la niña parece demasiado grande para llevarla en brazos, y eso provoca una imagen de inestabilidad con la que fraternizo de inmediato. Aunque no entiendo bien a bien qué papel voy a jugar en todo esto.
—¿Le entras o no?— vuelve a decir Laura y Nínive repite sus palabras sin voltear a verme— ¿Entras o no?