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El tráfico hacia Texcoco es una pesadilla. Avanzamos lentamente detrás de un trailer y no podemos ver otra cosa que sus placas. El calor nos ahoga pero no bajamos las ventanillas porque entraría un polvo cargado de gasolina, materiales de construcción y quién sabe qué más. Pablo va al volante, los demás, Laura, Nínive y yo, miramos por las ventanas. Estamos aturdidos por el ruido y la música de los coches de al lado. Nadie avanza con este tráfico pero cada uno escucha su propia música a un volumen imposible.
Después de un rato de dar tumbos nos detenemos en un paradero. Un pequeño tianguis provee a los viajeros de comida y discos piratas. Me acerco a un puesto. Pido unos tacos para mí. Nana, buche y suadero. Pablo tiene ganas de ordenar lo mismo, pero una mirada de Laura se lo impide. Ella trae un recipiente de plástico con germen de trigo y aguacate. Lo comparte con Nínive y Pablo. Y luego los tres beben de la misma botella de agua purificada. Pienso que debe estar tibia por el calor. Yo pido una cerveza y al final me tomo dos.
Sin ganas, volvemos al auto. Nos queda más de una hora de camino. Atravesamos la plaza principal y nos dirigimos hacia los baños de Nezahualcóyotl. Antes de llegar, Pablo toma un camino empedrado que nos recuerda, de la forma más dolorosa, que tenemos riñones. A lo lejos se ve una suerte de fábrica, una mole de concreto, sin ninguna ventana, y al frente sólo una puerta de lámina.
Pablo detiene la camioneta.
—Ustedes quédense aquí— dice y me arrellano en mi asiento para echar una siesta, pero me para en seco—. No, tú no, tú acompáñame.
No consigo saber qué hace Pablo en todo esto. Yo estoy aquí por Laura. Pero, ¿y Pablo?
—Oye— comienzo a decirle— ¿hace cuánto que conoces a Laura?
Me contesta con un gruñido.
—¿Y son buenos amigos?
—Cállate.
Apenas nos acercamos comienzan los ruidos, no se diría que ladran, más bien gimen. Unos parecen toser y otros emiten un aullido corto y molesto. Rodeamos el edificio. La parte trasera está cubierta con láminas de asbesto. Nos asomamos por las rendijas que se abren entre lámina y lámina. Algunos perros se acercan a ladrarnos.
—¿Estás seguro de que no hay nadie?
—Trabajé aquí y los jueves salían.
Se mueve alrededor del edificio, se asoma aquí y allá.
—Todo está igual— dice.
Yo no alcanzo a comprender lo que veo. Perros que van y vienen. Unos están echados o tirados, no lo sé.
Pablo hace señas a Laura para que se acerque con el coche. Laura se pasa al asiento del conductor, enciende el auto y lo conduce hasta la puerta. Luego baja y se saca del bolsillo del pantalón unas llaves.
—¿Tienen las llaves?
—Ya te lo dijimos— contesta Laura—, trabajábamos aquí.
—Si todo iba a ser tan sencillo, ¿para qué me necesitabas a mí?
—Nada es sencillo— contesta y abre la puerta.
Nos golpea un tufo de mierda, orines y sangre. Un olor repulsivo que hace que mi alergia se precipite. Los ojos comienzan a escocerme y el flujo nasal no parará hasta estar de vuelta en la ciudad. Hay docenas de perros. Los que vi sobre el suelo no pueden moverse, están increíblemente gordos, sus vientres están deformes y apestan.
—¿Y éstos?
—Están llenos de líquidos para limpieza, no los muevas. Los cargaremos al final— dice Laura quien ya está desconectando aparatos y abriendo jaulas, pero los perros no salen. Tienen
miedo.
Algunos están boca arriba con el vientre abierto. Otros tienen conectados una suerte de sueros. Unos más, están vendados y se recargan contra los barrotes de las jaulas, demasiado débiles siquiera para asomarse a mirar. La mayoría están hacinados de la forma más horrible que he visto. No pueden ni ladrar, se mean y se cagan unos sobre los otros. Laura, Pablo y Nínive los limpian, los retiran, los desconectan y los mueven con mucho cuidado. Los que salen de su hacinamiento caen al piso como sacos con piedras, tienen las patas entumecidas. Puro peso muerto. Gimen un poco. No pueden moverse. Se arrastran como enormes gusanos.
Me quedo de pie mirando la escena. Nunca había visto nada parecido. Pero Nínive, Laura y Pablo se mueven con agilidad y decisión. No paran y en un segundo, a decir de ellos, todo está listo.
—¿Listo para qué?— estornudo.
—Para liberarlos.
—¿Los dejarás sueltos? ¿Aquí, en medio de la nada?
—No, los meteremos al auto y nos los llevaremos.
—¿Estás loca? En esa camioneta estarán peor que aquí.
—Nunca estarán peor que aquí.
Se aproxima a abrir la puerta y deja entrar la luz. Los perros parpadean. No se lo creen. Desconfían. Laura toma entre sus brazos a los más pequeños y sale con ellos. Nínive la imita. Y sólo entonces, los perros vuelven a ser perros. Ladran y agitan sus colas. Se aproximan a la puerta en un momento de duda y luego echan a correr y saltan y vuelven a ladrar con fuerza y gusto. Sólo los muy enfermos o los de vientre enorme son llevados en brazos por Pablo.
Salgo yo también y observo a Laura. Sudorosa, sonriente, y rodeada de docenas de beagles de todos colores. Azules. Amarillos. Cachorros y maduros. Machos y hembras. Brincando a su alrededor, incontrolables.
—¿Lo ves?— dice—, sólo los animales recuerdan cómo ser felices.
Y por primera vez siento que es verdad lo que dice, que todo aquello tiene sentido.
Un segundo después aparece un hombre. Nos grita: ¿Qué hacen? ¿Qué hacen? Corre hacia nosotros y a mitad de su camino se escucha un disparo. El hombre cae al suelo. Laura vuelve a guardar la pistola.
—¿Cómo pudiste?— grito— no sabes ni a qué venía. Hija de la chingada, ya nos jodiste, ¿me oyes?, ya nos jodiste.
Me acerco a ella, pero Pablo me detiene. Tenemos un intercambio de golpes hasta que caigo al suelo.
—¡Váyanse a la chingada!— grito.
Mientras me alejo, los veo meter a docenas de perros a la camioneta.