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—Esta vez no habrá rehenes— dice Laura mientras saca de la cómoda una cámara de video— ¿sabes cómo usarla?
—Claro, pero ¿cuál es el plan?— pregunta Pablo y se sienta en el piso, frente a ella, como un niño esperando a que le cuenten una historia para dormir.
—Hace como dos años trabajé en un McDonald’s con el fin de recabar información sobre cómo eran tratados los animales que utilizan para las hamburguesas y los McNuggets. Hice un informe para Greenpeace.
—¿Cómo pudiste trabajar en McDonald’s?
—Eso mismo me pregunto yo. El olor es insoportable, no entiendo cómo les puede gustar a los caníbales ese olor a cuerpos asándose, ese olor a carroña y sangre. Pero además es un trabajo infame. No es un oficio, no produces nada, no sientes nunca que estás logrando algo, que tienes como resultado un objeto. Para no hablar de algún resultado intangible, una idea, una propuesta…
—En el fondo sus dependientes no son distintos que los animales masacrados.
—Los dependientes, los comensales, todo es de una tristeza infinita… pero el caso es que me enteré de que la mayoría de las carnes de res están procesadas en la frontera con Estados Unidos, y sólo la carne de pollo viene de aquí, de una granja en el Estado de México. Fui dos veces y nunca olvidaré lo que presencié.
—¿Es tan terrible?
—No acabaría nunca de contarte todo lo que hacen con esas aves; por un lado está el procedimiento que ellos llaman normal: los tienen en cajas tan apretadas que no pueden extender una sola de sus alas, luego los cuelgan de unos ganchos…
—¿Vivos?
—Por supuesto, utilizan sus patas para colgarlos de unos ganchos; en ese sencillo procedimiento quiebran las patas de docenas de aves y luego, en una banda sin fin, los hacen pasar por una cuchilla que les corta el cuello, pero como los pollos aún están vivos, aletean, se mueven, y a veces la cuchilla les corta un ala, el pecho, y llegan desangrándose a los tanques con agua hirviendo en donde los sumergen para desplumarlos.
—Ese líquido debe ser de lo más asqueroso…
—Sí, porque aún llegan vivos, tienen miedo, se cagan y se mean de miedo, y el agua está llena de mierda y sangre, tú no sabes a qué huele uno de esos lugares, no tienes ni idea…
—¿Los vamos a rescatar?
—No podemos rescatarlos, son miles y mañana serán otro tanto y pasado mil más… lo que quiero es exigir una muerte menos cruel y sobre todo un trato más digno, porque ese procedimiento que te he contado es casi noble y bueno si lo comparamos con la manera en la que los trabajadores juegan con ellos…
—¿Juegan?— pregunta Pablo tirando de uno de sus mechones con nerviosismo.
—Sí, piensa que los hombres, ah porque jamás he visto mujeres trabajar en un rastro…
—Las mujeres no harían ese trabajo…
—No te creas que somos tan distintas, es sólo que emplean nada más a hombres. El caso es… piensa que viven completamente brutalizados por hacer eso todos los días. Los he visto utilizar a los pollos como pelotas de fútbol, azotarlos contra la pared o aplastarles la cabeza con los pies sólo porque las aves se han defendido y los han picado. Los orinan, les escupen y muchas veces abusan sexualmente de ellos. Y al parecer todo esto les divierte.
—Me dan ganas de matar a esos tipos.
—No, lo que hice estuvo mal… yo sólo quería…— hay un asomo de pena y lágrimas que de inmediato es reprimido— lo lamento mucho. Pero no volverá a ocurrir, esta vez no llevaré la pistola.
—¿Y si nos atrapan?
—No pueden hacernos nada porque no nos llevaremos ni un solo animal.
—¿Entonces?
—Quiero grabar en video todo lo que acabo de contarte y si nos cachan entregamos la cinta y lo volvemos a intentar tantas veces como sea necesario…
—Y luego, que tu amigo el periodista lo entregue a alguna televisora o puede publicar los stills en el periódico…
—No creo que Nerva quiera volver a ayudarnos, incluso tal vez para este momento ya nos esté denunciando…
—No me importaría ir a la cárcel…— dice Pablo con ingenua valentía.
—Soy yo la que irá a la cárcel, tú tienes que seguir con nuestro proyecto— señala Laura como si fuera una orden materna.
—¿Entonces qué vamos a hacer con el video?
—Tengo un amigo que es artista, de esos que hacen instalaciones, hace poco vi una de sus obras y se me ocurrió este plan. Marco, así se llama mi amigo, proyecta sus fotografías contra enormes edificios en la ciudad, es un espectáculo muy bonito porque son imágenes de habitaciones, incluso le tomó fotos a la mía; cuartos de toda clase de personas, jóvenes y viejos, ricos y pobres que, proyectadas en las paredes de edificios públicos, dan la sensación de que la ciudad es una enorme habitación, un lugar acogedor en donde uno puede descansar.
—¿Y quieres proyectarlo?
—Sí, le voy a pedir prestado su cañón, jalamos una extensión hasta la azotea y desde allí proyectamos el video contra todo lo que se mueva, contra la gente, en el asfalto, en las casas, en el cielo si es posible…
—Tarde o temprano nos agarrarán…
—Sí, tal vez nuestra instalación no dure más de una noche. Pero sea como sea habremos llamado la atención y eso queríamos, ¿no?
Se ponen en marcha. Parece que van a una fiesta, están contentos, platican, ya se están riendo de la sorpresa que van a causar con el video. Ya están planeando lo que van a decirles a los policías cuando lleguen. Laura quiere asumir toda la responsabilidad, aunque Pablo no quiere pasar por un cobarde.
—Es más valiente seguir con nuestro proyecto, hace falta gente como tú…
Pablo ya está imaginando la despedida, los abrazos, las lágrimas, tal vez, por fin, un beso. Antes de llegar dejan el coche y se acercan a la granja a pie para que no los escuchen. El ruido de los motores de la banda sin fin, de los tanques con agua hirviendo que suena como un ostentoso jacuzzi, se mezcla con el de las aves y la música que vibra a todo volumen.
Dan vueltas alrededor del lugar para encontrar un punto desde donde colocar la cámara. Adentro el ambiente está perfectamente iluminado con la luz brutal de las fábricas que impiden cerrar los ojos e irritan todos los sentidos. Afuera, Laura y Pablo están cercados por una noche húmeda que se les pega al cuerpo y cada movimiento parece una breve lucha. Encuentran una ventana con un vidrio roto en la esquina inferior derecha. Pablo levanta la cámara, la coloca y mira por el objetivo para saber qué es lo que capta el aparato: hombres trabajando frente a una banda sin fin, toman a los pollos por las patas y los cuelgan, se ríen, comentan cosas, parecen llevarse bien. Pablo empieza a grabar.
—Asegúrate de que se vea, las pruebas deben ser claras— dice Laura.
—Estoy haciéndolo lo mejor que puedo.
Luego de un rato grabando, Pablo observa a través del lente que unos hombres se acercan a los trabajadores y les dicen algo. Éstos se quedan sospechosamente quietos, aunque no vuelven la cabeza hacia ninguna parte se miran entre ellos, se hablan.
Pablo no sabe interpretar las señales, piensa que les están dado una orden, que los están regañando por algo que hicieron mal. De pronto se escuchan pasos, gente que corre.
—¡Vámonos, Pablo, vámonos!
Se le cae la cámara, la recoge e intentan escapar. Pero es inútil, en un segundo están rodeados.
—No hay problema— les dice Laura—, les damos el video— los hombres se aproximan— y tenemos un poco de dinero y un auto.
Pero los hombres no quieren nada de eso. Los toman y comienzan a golpearlos brutalmente. Y eso no es lo último que les harán.