Quedar con Ted le resultó violento. Después de su fracasado intento de relación con él, Eve había llegado a acostumbrarse a enfrentarse a la tensión que sentía cuando le veía junto a sus amigos los viernes en el Black Gold Coffee. Intentaba dirigir los comentarios al grupo en general cuando le resultaba posible y evitaba sentarse cerca de Sophia. Pero en aquel momento no iba a poder evitar un encuentro directo. Ted le había preguntado que si podía pasarse por el hostal. Quería escribir un libro sobre el misterioso asesinato de la niña que había muerto en el sótano en mil ochocientos setenta y uno.
Pero Ted ya tenía un gran éxito como escritor de novelas de suspense. Eve no podía comprender por qué no continuaba escribiendo ficción y la dejaba en paz.
–No sé si te merece la pena perder el tiempo escribiendo un libro sobre la pequeña Mary –le dijo mientras se sentaba frente a él en el salón en el que había estado hablando anteriormente con sus padres.
Ted había estado jugueteando con su teléfono, intentando encontrar la aplicación para grabar.
–¿Por qué no? –preguntó, alzando la mirada–. He estado intrigado por ese caso desde que era un niño.
–Porque te está yendo muy bien con las novelas –respondió ella–. ¿No tendría más sentido escribir otro relato de asesinatos en el tiempo que vas a tardar en escribir esto?
–No lo hago por dinero. Las ganancias irán destinadas a la Sociedad Histórica para que puedan preservar más edificios como este.
¿Pensaba donar el dinero?
Maldita fuera. Ni siquiera podía continuar justificadamente enfadada con él. El problema siempre había sido aquel. Ted era demasiado bueno.
Ted le dirigió una mirada que le indicó a Eve que estaba sospechando de su reticencia.
–No me digas que todavía me guardas rencor.
–Lo dices como si no tuviera derecho a guardártelo.
–Tú no eres la clase de persona que se instala en el resentimiento.
Era cierto. Y Ted ya se había disculpado varias veces. Y también había intentado conservar su amistad. Pero ella no podía evitar sentirse como un zapato viejo que había sido abandonado. A lo mejor, si ella hubiera sido capaz de seguir con su vida, como había hecho él, o si el tipo con el que había estado la noche anterior no la hubiera tratado de la misma manera, el pasado no supondría ningún problema.
–Por supuesto que no. Me alegro mucho por ti y por Sophia.
Y, en parte se alegraba. Conocía a Ted desde que era niña. Y tenía que asumir su propia responsabilidad a la hora de comenzar a mantener una relación sentimental con él. En cierto modo, siempre había sabido que continuaba enamorado de Sophia. Pero había decidido ignorar lo que le decía la intuición esperando haber encontrado por fin un buen marido.
–Cuando te he abrazado al llegar, estabas tensa como una tabla –señaló.
–Es que tengo un mal día.
Parte del recelo de Ted desapareció y fue reemplazado por la preocupación.
–¿Te ha pasado algo grave?
–En realidad, no –intentó eludir la pregunta–. Pero siempre trabajo con mucha presión cuando llegan estas fechas.
–A ti te encanta la Navidad.
Eve no dijo nada. El problema era que no la estaba disfrutando aquel año.
–¿Prefieres que vuelva en enero? –le preguntó Ted.
¿Para qué? ¿Acaso no era mejor quitarse aquello de en medio? Ted ya le había explicado que había entregado su último libro y no tenía que empezar el siguiente hasta enero. Precisamente, quería comenzar con aquella investigación aprovechando que iba a disponer de tiempo en Navidad. Y lo hacía todo sin ningún ánimo de lucro, para ofrecer una donación a aquel pueblo al que los dos adoraban.
–No, lo siento. Te daré ahora todo lo que necesites.
–Estás dispuesta a sufrir, ¿eh?
–No pretendía que sonara de ese modo. Es solo que ni siquiera el equipo de Misterios sin resolver, con todos los investigadores que trajeron al pueblo, pudo averiguar quién asesinó a Mary, así que no sé qué vas a poder hacer tú.
–La cuestión no es tanto resolver el crimen como escribir una crónica sobre ese misterio y sugerir posibles escenarios –inclinó la cabeza y la miró con atención–. Podría darle mucha publicidad al hostal –añadió, buscando otra manera de animarla.
Pero Ted llevaba varios años hablando de escribir un libro sobre la pequeña Mary. ¿De verdad tenía que ir a hablar con ella justo en aquel momento? ¿Al día siguiente de que se hubiera acostado con un completo desconocido? ¿Para hacerla preocuparse por el hecho de que pudiera haber oído la noticia? ¿Para hacerla preguntarse si él encontraría tan patético lo que había hecho como ella?
Brent Taylor había regresado. Eve le había visto entrar. Pero no la había mirado ni había dado ninguna muestra de reconocerla. Había pasado delante de ella y se había dirigido directamente hacia las escaleras. Había salido poco después, sin maletas. Como la salida de las habitaciones era a las doce y ya eran más de las dos, lo único que podía pensar era que iba a quedarse una noche más.
No estaba segura de qué decir al respecto, ni de si debería hacer algo para reforzar su petición de que se fuera o limitarse a fingir, como estaba haciendo él, que lo de la noche anterior nunca había ocurrido. Seguramente, para él aquel encuentro había sido tan poco significativo que no le importaba encontrarse con ella cada vez que cruzaba la recepción.
–El hostal va mejor últimamente –le contó a Ted–. El té que ofrecemos por las tardes está generando interés. Tenemos grupos de mujeres de la Red Hat Society y, desde que hemos empezado a anunciarnos en revistas de novios, ha aumentado el número de parejas.
–Me alegro de oírlo, pero la publicidad es cara y la que yo te ofrezco será gratuita. Si se publica el libro, conseguirás una entrada estable de visitantes con ganas de ver si el hostal está realmente encantado. Eso es lo que ocurrió cuando se emitió Misterios sin resolver, ¿verdad?
–Durante una temporada.
Suponía que debería agradecerle que se tomara tanto interés por ella y por el pueblo. Y lo habría hecho si no hubiera tenido tantas cosas en la cabeza.
–Entonces, ¿empezamos? –preguntó Ted.
Eve se reclinó en el asiento.
–Por supuesto. Pregunta lo que quieras.
–¿Por qué no comenzamos revisando lo más básico, para asegurarme de que tengo la información correcta?
–Lo más básico seguro que lo sabes. Todo el pueblo lo sabe.
–Sé que Mary Hatfield tenía seis años cuando la estrangularon en el sótano en mil ochocientos setenta y uno. El día de su nacimiento está grabado en la lápida del cementerio, que está aquí al lado. Pero tú también vivías aquí de niña. En realidad, me gustaría que me contaras cómo era la vida en el hostal.
–Solo estuvimos aquí unos cuantos años, hasta que terminaron la primera ronda de renovaciones. Después, mis padres compraron la casa en la que vivimos ahora y nos mudamos.
–Me acuerdo de cuando fue eso. Todavía estábamos en el colegio. Pero no os fuisteis por culpa del fantasma de Mary…
–No, mis padres querían que disfrutáramos de una vida normal, que les permitiera desconectar del trabajo y disfrutar de cierta intimidad como familia.
–¿Y te alegras de que lo hicieran?
Eve asintió.
–Sí, me encanta este lugar y ya me gustaba entonces. Pero… habría sido más difícil tener que estar rodeada de huéspedes constantemente, sin descanso. Y asegurarse de que tres niños se porten perfectamente en todo momento es una tarea difícil para cualquier madre.
–¿Puedes hablarme de tus recuerdos más antiguos?
–Más que de ninguna otra cosa, me acuerdo del olor a humedad. Y me acuerdo de estar jugando con los objetos antiguos que había en el desván. Me disfrazaba con la ropa que encontraba en los baúles, me llevaba allí a las Barbies… ese tipo de cosas. Estar en el desván me generaba cierto desasosiego incluso entonces, pero tenía el tamaño ideal para una niña y era el único lugar en el que no me molestaban mis hermanos. Podía estar jugando durante horas.
–¿Y qué me dices del sótano?
Eve se estremeció.
–Nunca jugaba allí. Pero me acuerdo de que mis hermanos me encerraron en una ocasión, solo para asustarme.
–¿Fue allí donde encontraron el cadáver de Mary?
–Sí. Así que puedes imaginarte el miedo que pasé. Me llamaban a través de la puerta y me decían que me iba a atrapar el fantasma de Mary. Y yo estaba absolutamente convencida de que tenían razón.
–¿Cómo conseguiste salir?
–Mi madre me oyó gritar y vino a rescatarme.
Una leve sonrisa curvó los labios de Ted.
–Apuesto a que se enfadó.
–Desde luego.
–¿Y qué les pasó a tus hermanos?
–Les castigaron.
Sacudió la cabeza al recordarlo. A sus hermanos les había resultado muy gracioso verla pasar tanto miedo.
Ted tomó rápidamente unas notas.
–Muy bien. Así que los padres de Mary construyeron este edificio y no se hizo ninguna obra de remodelación hasta que lo compraron tus padres. ¿Es correcto?
–Sí.
–¿Cuántos años tenía Mary cuando John y Harriet vinieron a vivir aquí?
–Todavía no había nacido. Y cuando nació, no tuvo ningún hermano que la atormentara. Era hija única.
–Después de su muerte, circuló el rumor, que todavía persiste, de que su padre podría haberla matado. Como fue él el que encontró el cadáver y la fecha era cercana a la Navidad, siempre he pensado en ese crimen como un caso similar al de JonBenét Ramsey, pero en el siglo XIX.
–¿Se encontró alguna prueba que sugiriera que él era el asesino?
–En realidad, no. Se sabe que tenía un carácter violento y que golpeaba a su mujer. Tampoco lloró mucho la muerte de su hija, pero no todos los hombres saben expresar el dolor.
Eve había dejado abierta la puerta del salón. Lo hacía casi siempre, para que las personas que trabajaban en el hostal se sintieran libres de consultarle algo si lo necesitaban. Pero aquel día, eso significó que cuando Brent Taylor volvió a entrar en el hostal por segunda vez, le vio. Y también él la vio a ella. Se detuvo como si tuviera algo que decir, de modo que Eve se levantó y salió a su encuentro.
–Ya ha pasado la hora para dejar la habitación, pero si ya estás listo, puedo ocuparme de eso ahora.
Rex desvió la mirada hacia Ted antes de volver a mirarla.
–¿Te importaría que me quedara una noche más?
¿Es que nada podía salir como ella quería?
–¿En A Room with a View no les quedan habitaciones?
Brent frunció el ceño como si hubiera reconocido la decepción en su voz.
–Acabo de venir de allí. Lo tienen todo lleno.
Por supuesto, a pesar de lo cursi de su decoración. Al parecer, les resultaba fácil llenar el alojamiento. Pero la verdad era que se gastaban mucho dinero en publicidad. Ellos siempre tenían más que ella para gastar.
Quería negarse, pero Ted la estaba mirando y sabía que no sería capaz de inventar una buena excusa que justificara el rechazar un cliente. Ted y el resto de sus amigos estaban al tanto de las dificultades económicas por las que habían pasado durante los últimos años.
–Supongo que, en ese caso, no importa.
–Gracias. ¿Conoces algún sitio en el que se cene bien?
–Just Like Mom’s ofrece una deliciosa comida casera, si estás buscando algo de ese tipo. Está al final de la calle.
Él vaciló un instante. Después, la agarró del codo y la atrajo hacia él para susurrarle al oído:
–Esta mañana, podría haber manejado la situación en tu casa mucho mejor. Lo siento –se disculpó, y comenzó a subir hacia su habitación.
–¿Qué ha sido todo eso? –preguntó Ted.
Eve cerró la puerta, a pesar de su política habitual, y volvió a sentarse.
–Nada. Es solo… un cliente.
–¿Todos los clientes te susurran al oído de esa forma? Parecía algo muy íntimo.
–Pues no lo era.
Eve pensó en admitir lo que había hecho, como acababa de hacer con sus padres, pero no fue capaz. Ted se había convertido en un hombre felizmente casado y en el orgulloso padre de una bellísima adolescente. No quería que pensara que ella todavía estaba intentando superar su ruptura. Por supuesto, era muy probable que le llegara el rumor, así que, posiblemente, no tenía forma de evitar que lo averiguara. Pero ya se enfrentaría a ello cuando ocurriera. Lo único que esperaba era que nadie sacara el tema durante la fiesta de aquella noche ni durante su cita semanal en la cafetería. Sus amigos eran maravillosos, pero llevaban tanto tiempo juntos que entre ellos no había ningún tema tabú.
–Solo dispongo de unos minutos más –le dijo–, así que deberíamos seguir con esto.
Continuaron hablando de lo que el equipo de Misterios sin resolver había descubierto cuando habían estado en el pueblo, lo cual era prácticamente nada en lo que a pruebas forenses concernía. Después, hablaron un poco de la información que se había encontrado en los diarios de varias personas que habían conocido a los Hatfield. La mayor parte de ellos contenían venenosas acusaciones contra John Hatfield, que era un hombre rico, austero y no particularmente apreciado. Aunque Eve no podía decir que hubiera pistas muy sólidas en aquellos diarios, había guardado copias de todo lo relacionado con la historia del hostal. Tenía incluso una fotocopia plastificada de un periódico de finales del XIX en el que se contaba toda la historia y una caja con el material encontrado por Misterios sin resolver, que le habían entregado cuando habían terminado la grabación.
Se dirigió a su despacho para buscar la caja, pero no la encontró, de modo que regresó solamente con los documentos que ella había ido acumulando a lo largo de los años.
–No sé dónde he podido poner la caja de Misterios sin resolver –le dijo a Ted.
–¿Pero la buscarás para dármela?
–Sí, miraré en el desván en cuanto tenga un rato.
Ted lo aceptó así porque tenía que marcharse.
–Parece que no acabas de tener clara la opinión sobre esto. Pero, solo por saberlo, ¿tú crees que el hostal tiene fantasmas?
Aquella siempre había sido una pregunta difícil para Eve. No quería ponerse en un compromiso porque la verdad era que, por absurdo que pareciera, a veces tenía la sensación de que el espíritu de Mary permanecía en aquel lugar. Le habló a Ted de las cortinas que se movían sin que nadie las tocara, de las puertas que se cerraban y de otros ruidos que se oían cuando no debería haber nadie más en el hostal. En una ocasión, estaba convencida de que había oído un gemido en el sótano. Había sido estremecedor. A no ser que hubiera algo que necesariamente tuviera que ir a buscar allí, nunca bajaba sola.
–Sinceramente, no lo sé. Pero siento rabia contra quienquiera que matara a Mary y espero que, aunque sea después de tanto tiempo, al final prevalezca la justicia –respondió.
–¿Tú crees que la mató su padre?
–Creo que eso era lo que pensaba la madre de Mary.
Ted arqueó las cejas.
–¿Qué te lleva a decir eso?
–No volvió a pronunciar una sola palabra tras la muerte de Mary.
Ted se inclinó hacia delante.
–Eso nunca lo había oído contar, ni a ti ni a nadie.
–Lo he averiguado hace poco. Me lo contaban en un correo electrónico que recibí de una pareja que viene aquí todos los veranos, un historiador y su esposa, que tiempo atrás tuvieron familia en la zona. Él encontró una carta escrita por su tatarabuela y fechada unos años después de la muerte de Mary. Habla de Harriett Hatfield y de su insistente silencio y pensó que podría interesarme. Según esa carta, Harriett se convirtió en una ermitaña. Apenas salió de su casa tras la muerte de su hija. Probablemente esa es la razón por la que nadie lo mencionó. En realidad, apenas tenían contacto con ella.
–Su silencio y su reserva podrían ser una manifestación de su tristeza –sugirió Ted.
–Es cierto, pero a lo mejor también era una esposa maltratada, revelándose de la única manera que podía hacerlo sin arriesgar su propia vida.
–Es algo que habría que considerar –se levantó y se guardó el teléfono en el bolsillo–. Por hoy ya está. Te llamaré si necesito algo más.
Eve le dirigió una leve sonrisa.
–Ya sabes dónde encontrarme.
–¿Tienes ganas de salir esta noche a celebrar tu cumpleaños? –preguntó Ted, cambiando de tema.
La salida a San Francisco no le resultaba ya tan apetecible como la noche anterior. Aunque tenía ganas de ver a Baxter, que siempre había sido parte del grupo, pero se había ido a la ciudad dos años atrás, ya había recordado más de lo conveniente su entrada en los treinta y cinco años. Pero no iba a ganar nada haciendo que sus amigos la compadecieran.
–Sí.
–No pareces muy entusiasmada –se detuvo mientras ella abría las puertas del salón–. ¿No vas a contarme lo que te pasa?
Ted la conocía mejor que el resto de sus amigos, puesto que habían sido amantes, pero aquella era precisamente la razón por la que no se sentía cómoda confiándole lo que le ocurría.
–No, pero gracias de todas formas.
–Con independencia de lo que puedas sentir ahora, Sophia y yo te queremos –le dijo–. Todos te queremos.
Se estaba refiriendo a su círculo de amigos.
–Te agradezco que me lo digas.
–Hum, una forma muy educada de esquivarme –posó la mano en su brazo–. ¿De verdad no vas a contármelo?
–No. Pero contéstame tú a otra pregunta. Si quisieras irte de Whiskey Creek, ¿adónde irías?
Ted dejó caer la mano.
–¿Estás pensando en marcharte?
–Probablemente, no para siempre.
–¿Probablemente? ¡Dios mío, Eve! Espero que esto no tenga nada que ver conmigo. Pensaba que habíamos dejado atrás lo ocurrido, pero parece que estás enfadada otra vez.
Eve no estaba tanto enfadada como frustrada con su soledad. Y el hecho de que se acercara la Navidad solo lo empeoraba todo.
–No tiene nada que ver contigo. Llevo tiempo preguntándome qué quiero hacer con mi vida.
–¿Es que tienes dudas? Yo siempre he pensado que ibas a pasarla aquí, con nosotros –señaló el hostal–. No puedo imaginarme a nadie más dirigiendo este lugar. Haces un trabajo maravilloso.
Cheyenne se acercó, antes de que Eve hubiera podido responder, con una mirada de maravillado asombro.
–¡El bebé no para de moverse! –dijo, y posó las manos de sus amigos en su vientre.
Eve notó el pie del bebé. O a lo mejor era el codo lo que sobresalía.
–¡Hala! –susurró–. Es muy emocionante, ¿verdad?
–Yo estoy deseando… –las palabras de Ted se apagaron en el momento en el que Eve alzó la mirada hacia él.
Pero aquel repentino silencio le indicó lo que había estado a punto de decir: que estaba deseando tener un hijo con Sophia.
–Este niño va a ser muy fuerte –sentenció Cheyenne, intentando llenar aquel incómodo silencio–. Como su padre.
Se refería al hermano de su padre, en realidad, que también era el prometido de su hermana, pero ella jamás confesaría cómo se había quedado embarazada. No quería que Dylan tuviera que enfrentarse al hecho de no poder darle un hijo, y aquella era la razón por la que había llevado a cabo aquel proceso de inseminación artificial sin que él lo supiera. Además de Eve, solo Presley y Aaron sabían cómo se había quedado embarazada. Habían sido ellos los que habían facilitado el proceso.
–Llevas todo el embarazo hablando de él como si fuera un niño –le advirtió Ted–, pero Dylan quiere una niña. ¿Es que ya sabes algo que no has querido compartir con nosotros?
–No –contestó Cheyenne–. Me resulta tan fácil referirme a él de una manera como de la otra, pero ir cambiándole de sexo me resultaría extraño.
Eve podría haberse quedado allí indefinidamente, maravillándose de los movimientos del bebé. Crear vida era un milagro, un milagro que ansiaba experimentar por sí misma.
Quería tener un hijo. Pero no quería tenerlo sola.
De pronto, tomó aire bruscamente.
–¿Qué te pasa? –preguntó Cheyenne.
Eve apartó la mano, pero no fue capaz de responder inmediatamente. Acababa de ocurrírsele algo, algo en lo que no había pensado hasta entonces y que la llenó de preocupación.
–¿Eve? –dijo Ted.
–Estoy bien –farfulló, pero no estaba del todo segura.
Aquella mañana, Brent Taylor había señalado el envoltorio del preservativo que había en el suelo como prueba de que habían utilizado algún tipo de protección. Pero solo había uno, y ella estaba convencida de que habían hecho el amor más de una vez. Desde luego, de eso se acordaba. Pero cuando había ido a tirar el envoltorio en la papelera, no había visto que hubiera ninguno más.